La ocultación de los otros intelectuales
Me declaro uno de esos muchos ciudadanos españoles que nunca escribió en periódicos, que no participó ni hizo declaraciones ni concedió entrevistas públicas. Pero yo también me considero intelectual, porque he escrito libros y artículos, he vivido del intelecto y me he ganado un sueldo del Estado tratando de fomentar la reflexión crítica entre mis alumnos durante cuarenta y dos años de vida universitaria. Acabo de leer el «Manifiesto de los intelectuales sobre la consulta del 1 de octubre en Cataluña» publicado en El País el pasado 17 de septiembre y, pese a estar de acuerdo, ¿cómo no?, con todos y cada uno de los cinco puntos que propugnan, me parece un manifiesto pobre que gira en la órbita de un pensamiento débil, que no es contundente con la trampa que representa el «derecho a decidir», que solo se detiene en aspectos políticos del proceso, que no ofrece análisis de nuestra historia reciente y que no plantea qué debemos hacer a partir del 2 de octubre.
No voy a caer en el maniqueísmo de enfrentar izquierdas a derechas, ni voy a entrar en el juego de si este referéndum es democrático o no, ni si en el proceso se respetan las leyes o no, ni si una mitad quiere imponer sobre la otra sus representaciones e imágenes de la vida en Cataluña y, por ende, en el resto del Estado, etc. Probablemente muchos estemos de acuerdo en que el «derecho a decidir» es una auténtica impostura y apenas si merece un minuto más de nuestro tiempo porque, con leyes estatales o autonómicas o sin leyes, se trata de una falacia en la que tratan de involucrarnos quienes malviven con su locuacidad. Prefiero plantear el problema efectuando dos interrogantes. En primer lugar, preguntar sobre qué hemos hecho mal en el pasado para llegar a la situación del próximo 1 de octubre y a continuación inquirir sobre qué debemos hacer desde el 2 de octubre para que en unos pocos años la siguiente generación no vuelva a plantear el mismo dilema. Sobre lo primero tengo las cosas muy claras; sobre lo segundo apenas sé qué se puede hacer, salvo algo que no gusta a ningún político ni probablemente a muchísimos intelectuales.
En el año 2006, me despedí de la Dirección de una Revista de mi Universidad de Málaga escribiendo un artículo que titulé «El error de Rocinante» [1] . El mencionado artículo nació de una declaración que me incomodó. Apenas ganadas unas elecciones, un político recomendaba la lectura del Quijote a la vista del cuarto centenario de la primera parte, que se iba a conmemorar al año siguiente. Pese a mi malestar porque Cervantes fuese — y todos los años sigue siéndolo con el premio que lleva su nombre— engullido por la política, quise ayudar a que mis alumnos comprendieran que el error del hidalgo, que se pierde entre dos épocas, como ahora nos sucede a tantos de nosotros, fue elegir un caballo inadecuado cuando fue derrotado en Barcelona. ¡Parecía una simplicidad elegir un caballo inapropiado para combatir en Barcelona! Pero los amantes de la prosa cervantina podrán recordar de inmediato la derrota del esmirriado Rocinante ante el grandor del caballo que montaba el caballero de la Blanca Luna. Así que yo, tan convencido de la circularidad que Nietzsche aprendió de Schopenhauer, me percaté de errores parangonables en la forma finalis de la modernidad y, sobre todo, en la construcción política de la España de 1977; y definí nuestro actual Estado de las Autonomías como un Estado negligente, fractal, incluso totalitario (el ejemplo del Parlament es elocuente), aunque, eso sí, nos engañaba con su expresividad. No lo podría decir ahora mejor que entonces porque, como fractal que es, un Estado negligente multiplica ad infinitum las laderas en que la parte se comporta como un todo.
Escribí yo entonces que una mirada retrospectiva desde aquel curso 2006-2007, que era mi trigesimocuarto año de actividad docente, sólo me permitía reconocer transferencias autonómicas dislocadas que habían ido desorganizando la vida de nuestros jóvenes desde el bachillerato o antes quizás, convirtiendo a todos nuestros alumnos en víctimas de ese Estado negligente por lo que se refiere a la experiencia de sucesivos planes de estudio, cuyo denominador común había consistido en justificar el tiempo de los políticos designados por los aparatos de los partidos para redactar los planes y aprobarlos, en utilizar una pedagogía de la comprensión que ignoraba todo lo que significaba esfuerzo (pedagogía que se convertía en una colaboradora impagable del sistema) y, sobre todo, una mirada local, llamada en España, «nación», «nacionalidad» o «realidad nacional» cuyo efecto más visible en nuestros jóvenes estudiantes había sido la interrupción de la cadena simbólica del saber y la imposibilidad de encadenar sus disciplinas. La cesión de la educación a los gobiernos autónomos en España ha sido un gran infortunio para todos y por eso me preguntaba yo: ¿qué aroma de la vieja piel de toro le llegará al vizcaíno del Quijote, a la Barcelona del Quijote, a la gente que vive a orillas del Ebro en el Quijote, a los percheles del Quijote, a la Sierra Morena del Quijote, a los de Sevilla, Granada, etc., citados en El Quijote, cuando la próxima generación se haya educado entre los intereses locales de los gobernantes autónomos, en los centros educativos y con los desastrosos planes de estudio que ellos han promovido y donde, finalmente, el primer criterio educativo es el apego a lo cercano? Si la historia del siglo XIX dominada por los conflictos borbónicos se reveló como una losa demasiada pesada para la España del siglo XX, ¿qué nos deparará el siglo XXI cuando comiencen a aflorar los efectos de la planificación negligente del Estado de las autonomías del siglo XX?
No puedo ofrecer aquí todos los argumentos que yo esgrimía. Pero aduje, atribulado, que una de las razones por las que me retiraba, salvo mi obligación de dar clases, era la pesadumbre de reconocer en la política la debilidad de la intelectualidad. Recordé entonces cómo en los difíciles momentos de nuestra integración europea uno de los artífices más famosos de la España actual hacía valer nuestra condición diciendo que España contaba con un patrimonio increíble para ofrecer a Europa: la sustancia gris de los españoles. No sé si esa sustancia gris no existió nunca en la época reciente o si más bien acabó con ella la historia política que ha construido la España negligente. Pero lo cierto es que en una época en la que se debilita el dibujo de la vieja piel de toro, me preguntaba yo, ¿dónde han estado y dónde están los historiadores para hablar y escribir de la construcción histórico-objetiva de España y su pasado y la simpleza autonómica que nos ha invadido? ¿Dónde están los filólogos, si es que queda alguno, para hablar de la construcción cultural de España y de lo que significan la cultura madrileña, andaluza, gallega, vasca o catalana? ¿Dónde se encuentran los lingüistas para destacar la estrecha conexión de teorías lingüística experimentales, cuya insuficiencia todos conocemos — pienso, por ejemplo, en la línea Chomsky-Labov tan querida por los sustratos nacionalistas—, con el papel cada vez más relevante asignado a determinadas lenguas de España? ¿Dónde se escondían los filósofos para hablar de la conveniencia o no de la vertebración? ¿Dónde estaban todos los viejos maestros? ¿Dónde los magistrados para decir…? ¿Qué decían los magistrados? ¿Es que nos hemos quedado huérfanos de saber?, me preguntaba. En una época en la que el poder político decidió convertir las Universidades en prolongación de los Institutos de Bachillerato con una selectividad plana de la que proceden gran parte de los juristas y de los científicos actuales, y que, planificado desde la enseñanza secundaria, encaminó hacia las humanidades a alumnos con una pobreza cultural ofensiva para la dignidad de los intelectuales, ¿dónde se escondían las voces de los humanistas?; ¿dónde nos hemos pronunciado todos los disconformes con la política educativa —y digo bien política— del Estado negligente que conforma la España actual? Y, para terminar, ¿qué hemos formado después en las Universidades? El lector no necesita que aumente el número de preguntas, que serían interminables, para entender lo que quiero decir, pero sí debe saber que la historia política regaló en España demasiadas cátedras y titularidades, en la que muchos opositores competían consigo mismo en la obtención de sus plazas, por lo que o bien la sustancia gris terminó difuminándose o la historia política ha desvirtuado la función que deben cumplir demasiados «intelectuales» de este país. Un error como el de Rocinante ha desarrollado una historia política tan desafortunada, que identifica la vida social, intelectual, artística y moral con el progreso y lo moderno y lo difunde con toda una retórica de dulces y amables palabras, un Orden que no sabemos qué es, pero que ha arrasado con un viejo Orden en el que el libro, la formación cultural y el sistema organizado prevalecían sobre el periódico, la pantalla y la fragmentación de la vida de España. Un conflicto entre dos órdenes, como el del propio Don Quijote.
Y ahora, ¿qué? Cataluña es un buen ejemplo del que en pocos días deberíamos de aprender. Pronto llegará el 2 de octubre y habrá que repensar todo esto. No solo sobre los cinco puntos (aunque también) que intelectuales renombrados han firmado, sino sobre muchos otros aspectos que no forman parte de tanta debilidad política. No puede suceder que en una visita a Barcelona un guía de arte te cuente mentiras sobre la ciudad que solo ha podido aprender en los centros educativos. Después del día 2, reconstruir los puentes solo podrá hacerse si el Estado renuncia a su negligencia y retoma lo que nunca debió dejar: la educación de sus jóvenes. Si no se ponen de acuerdo todos los partidos estatales, muy pronto la siguiente generación planteará un derecho a decidir, y no en términos de democracia, participación, pacifismo o diálogo. Y no solo en Cataluña, sino en muchos otros lugares de España. Un enorme desgarro cultural
Manuel Crespillo
___
Notas
- http://www.anmal.uma.es/numero21/Crespillo.htm