«Vencedores o vencidos»: jueces que aceptan ser verdugos – José Miguel García de Fórmica – Corsi

«Vencedores o vencidos»: jueces que aceptan ser verdugos – José Miguel García de Fórmica – Corsi

Vencedores o vencidos: jueces que aceptan ser verdugos

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Vencedores o vencidos: jueces que aceptan ser verdugos

¿Dónde se encuentran los límites del patriotismo debido, de la lealtad institucional, y dónde los de la pura humanidad? Esa es la pregunta que plantea Vencedores o vencidos, título sin duda imponente pero un tanto tendencioso que tapa el original que, sencilla y explícitamente, es El juicio de Nuremberg. Pues este episodio es el que aborda esta excelente película, que en mi opinión es uno de los mejores ejemplares de cine histórico realizado en Hollywood: porque, sin renunciar a la capacidad narrativa del buen cine comercial norteamericano, plantea una interesante mirada sobre el proceso a unas ideas, unos hombres y una época que nunca, por desgracia, perderán actualidad. Lo hizo, además, bajo una apasionante mezcla de cine-espectáculo y cine-documento, que comienza por una impresionante reunión de grandes estrellas de su época, cada una en un papel espléndido —aunque quien ganó el Oscar al Mejor Actor fue el menos conocido de todos, el joven actor austriaco Maximilian Schell—, pero todos impecablemente sujetos a las necesidades de su personaje, que a unos los obliga a un lucimiento extravertido y a otros a una notable contención expresiva. Por encima de todo, Vencedores o vencidos es un buen ejemplo de ese concepto del cine que tuvieron cineastas como su gran responsable, el productor y director Stanley Kramer, impulsados por una responsabilidad que no tuvo por qué claudicar (casi) nunca al mero sermón para buenas conciencias.

Desde el primer momento hay que señalar que los dos mayores activos de Vencedores o vencidos radican en su excelente guión (tanto en su desarrollo como en los interrogantes éticos y morales que tan bien sabe levantar) y en su magnífico nivel interpretativo. Al parecer, Abby Mann, cotizado guionista televisivo, vio reclamada su atención por la noticia de que, a finales de los 50, prácticamente no quedaba en la cárcel ninguno de los condenados por los crímenes del régimen nazi en los famosos juicios de Nuremberg celebrados entre 1945 y 1949. A la hora de afrontar su visión sobre el célebre juicio, Mann no se centró, sin embargo, en el primero y más espectacular de los procesos, sino en los que se celebraron contra los funcionarios de élite que posibilitaron el triunfo del totalitarismo por su plena colaboración con los rectores del nacionalsocialismo. En concreto, el proceso que centra la película es contra los jueces del Tercer Reich. Mann, por ello, plantea un muy interesante problema moral: ¿es la misión de un juez limitarse a aplicar la ley vigente sin cuestionar su trasfondo ético? ¿O es deber suyo anteponer la Justicia abstracta al ordenamiento legal de ese país al cual ha jurado servir?

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Un inolvidable Burt Lancaster como Ernst Janning

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Con inteligencia, Mann centra toda la dramaturgia en torno a la confrontación moral entre dos magistrados. Uno es el anciano juez norteamericano que preside la causa, Dan Haywood. El otro es el más prestigioso de los magistrados acusados, Ernst Janning. Haywood, sencillo, campechano, reconoce la enorme relevancia de Janning, autor de obras consideradas como clásicos del Derecho, La actitud de éste durante el juicio (que se resiste a aceptar la apasionada defensa de su abogado Rolfe y en todo momento permanece en el banquillo con la mirada baja, dominado por una digna reserva que contrasta con la actitud de sus tres compañeros —a quienes obviamente desprecia—, que no pueden evitar mostrar bien su resentida bajeza o su atónita estupidez) aumenta la enorme curiosidad que le produce un hombre en quien intuye una enorme superioridad tanto intelectual como moral.

Haywood asume su condición de mero profesional de la justicia, muy lejos de las alturas a las que se ha movido Janning: se reconoce en todo momento como un juez provinciano, que ni siquiera ejerce ya y que sabe que si se halla en tan prominente juicio es porque a nadie interesan ya esos procesos y todos los que estaban por encima de él en la lista de posibles rechazaron el honor. Significativamente, nos hallamos en vísperas de la crisis que dio comienzo a la guerra fría: el bloqueo soviético de Berlín, ante el cual las autoridades estadounidenses acaban por convencerse de que necesitaban no a una Alemania completamente postrada sino a una Alemania convertida en poderosa aliada contra el comunismo.

Es un acierto que esa confrontación entre los dos jueces, el que juzga y el que es juzgado, vaya surgiendo conforme avanza la historia y que aproveche sugerentemente el similar estilo interpretativo de los dos actores, ambos extraordinarios, Spencer Tracy (Haywood) y Burt Lancaster (Janning).

Desde su primera aparición, mientras observa con contenido dolor las desoladas ruinas de Nuremberg, Tracy transmite la apacible sencillez que conforma su personalidad. La contención del actor sirve de modo magnífico a la propia contención del personaje, un hombre que en todo momento se hace preguntas, preguntas que indudablemente producen un desgarro en su bondadosa naturaleza. La más lacerante de ellas es: ¿cómo pudo el conjunto del pueblo alemán mirar para otro lado mientras se producían las atrocidades que día tras día se muestran en el juicio? Pregunta que se hace con más intensidad a medida que va conociendo a alemanes a quien en principio no duda en calificar de buenas personas (el matrimonio que atiende su casa o la viuda de un general ejecutado durante uno de los primeros procesos, por la que siente una indudable atracción: Marlene Dietrich).

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Spencer Tracy como el Magistrado Jefe Dan Haywood

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¿Qué es ser una buena persona? ¿Puede mantenerse la bondad en un mundo perverso sin verse contaminada? ¿O acaso, en el fondo, el ser humano sólo puede ser bueno cuando el mundo, la sociedad en que vive, también lo es: es decir, cuando esa bondad no es puesta a prueba? Preguntas que son fáciles de responder cuando no se ha tenido ocasión de ver probada nuestra capacidad de resistencia, claro.

La mirada de Tracy (el gesto severo pero nunca hosco sino más bien triste) transmite de modo imborrable esas preguntas, esas reflexiones que son las que también se hace el espectador. Frente a él, Burt Lancaster ofrece el prodigio de una interpretación que le exige la más absoluta reserva, el más completo laconismo, durante la mayor parte del metraje. Y sin embargo, basta un mero movimiento de su cabeza —cuando la infeliz Irene Hoffmann/Judy Garland, a la que condenó por «corrupción racial», arruinando su vida, pasa dignamente a su lado y él, cuando ya lo ha rebasado, la sigue con la mirada, demostrando que sí está plenamente atento a ese proceso del que parece querer aislarse—, o la forma de esperar a que uno de los hombres abyectos con quien se avino a colaborar le deje pasar para recuperar su sitio en el banquillo; bastan esos momentos, digo, para mostrar la enorme capacidad para expresar lo máximo con lo mínimo tan propia también de la gran escuela interpretativa del Hollywood clásico. Hay que recordar, eso sí, la versatilidad de un intérprete que supo ser sobrio y digno, pero también extravertido hasta el histrionismo sin dejar nunca de estar excelente (su inolvidable Elmer Gantry para El fuego y la palabra, por ejemplo).

Conforme avanza la acción, Janning va advirtiendo que bajo el aspecto sencillo y poco impresionante del veterano magistrado que preside su juicio se esconde un hombre primero con sobrada capacidad para dirigir unas sesiones tan complejas, en las que el estallido de sentimientos es frecuente, y después un verdadero juez de la naturaleza humana. Por ahí es por donde el espectador acaba recibiendo la respuesta de por qué un hombre digno y capacitado como Janning se avino a colaborar por el nazismo. Sí, sin duda hubo lealtad y patriotismo y también el firme propósito de no abandonar su puesto para mitigar en lo posible las injusticias que el buen juez sabía que, con los nazis en el poder, iban a caer sobre Alemania. Pero también hubo vanidad. La vanidad del hombre que se sabía superior en todo a sus semejantes y que no se resignó a perder el papel principal al que estaba acostumbrado en la marcha de su país.

En la maravillosa escena final, ya concluido el juicio y condenado a prisión perpetua, Janning convoca a Haywood ante su presencia. Siempre modesto, el americano, pese a que está a punto de marchar al aeropuerto para coger el avión de regreso, acude a la celda del alemán. Janning le entrega un resumen de sus procesos, pero en realidad le ha hecho llamar para hacerle saber el respeto que siente por quien ha dictado sentencia condenatoria sobre él; es decir, el alemán no puede evitar hacerse señalar como un igual moral ante ese hombre al que ha llegado a respetar. Pero Janning comete un error al intentar, por única vez, una mínima justificación, exclamando que no podía imaginar el horror al que se llegaría. La respuesta del honesto Haywood es implacable: «Se llegó a eso la primera vez que usted condenó a muerte a alguien sabiendo que era inocente».

Además de la contraposición entre Haywood y Janning, el film sabe jugar muy bien con otros dos juegos interpretativos entre personajes que encarnan un rol similar. El primero es el que tiene lulgar entre el fiscal Lawson y el abogado Rolfe. Es muy significativo que, al igual que Lancaster y Tracy están unidos por una interpretación sobria y contenida, también Richard Widmark y Maximilian Schell aparecen igualados por un estilo que, eso sí, es mucho más expresivo e incluso histriónico, como se corresponde, según la tradición del cine norteamericano sobre juicios, con el aire de escenificación que poseen los duelos entre fiscal y abogado. Resulta llamativo, por otro lado, la forma en que guionista, director e intérpretes juegan con las expectativas del espectador a la hora de caracterizar a ambos.

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Maximilian Schell como el abogado Hans Rolfe y Richard Widmark como el fiscal Coronel Tad Lawson

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Desde el primer momento, Rolfe hace las veces del personaje simpático: un hombre que sabe lo difícil, casi imposible, de su defensa, pero que está dispuesto a salvar, cuanto menos, la figura de un referente tan notorio como Janning para la Alemania que debe reconstruirse tras la guerra. En cambio, el fiscal, el hombre encargado de pedir la reparación de la justicia, resulta notablemente agrio, siendo todo un acierto la elección de Richard Widmark, una de las estrellas de Hollywood que no eludió papeles de villano a lo largo de su carrera.

Otra contraposición indudable es la que tiene lugar entre los dos principales testigos de la acusación, el retrasado Petersen y la mujer condenada por tener (falsas) relaciones con un judío, Irene Hoffman. Ambos papeles, breves pero sin duda intensos, muy propicios para el lucimiento de sus intérpretes, fueron confiados, sin duda de modo muy consciente, a dos actores que ya se hallaban en decadencia, tanto profesional como físicamente. El patetismo que transmiten Montgomery Clift y Judy Garland a sus personajes sin duda nace de la propia condición patética de sí mismos, en un juego meta-dramático que resulta muy incómodo.

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Montgomery Clift como Rudolph Petersen, testigo de la acusación

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Ahora bien, Vencedores o vencidos no consigue ser la obra maestra que merecía, y sin duda eso se debe a la labor de dirección de su gran impulsor, el siempre bienintencionado pero poco dúctil Stanley Kramer. Es cierto que la realización de una película de juicios siempre es delicada, por el evidente riesgo de monotonía en la planificación (o de su contrario, el efectismo). La apuesta de Kramer se basa en el juego con los encuadres, y aquí es donde el director se empeña en abusar de los formulismos y las reiteraciones, incurriendo demasiadas veces en el subrayado: estamos ante un director que siempre gustó de coger de la mano al espectador para que no se «perdiera».

Con todo, Vencedores o vencidos sigue destacando como un dignísimo ejemplo de cine comprometido con la denuncia moral de la realidad histórica. Desde luego, no puede negarse la intensidad que transmite en sus mejores momentos: cómo olvidar ese fabuloso instante en que, ante la terrible presión que Rolfe está efectuando sobre la desgraciada Irene, Ernst Janning acaba incorporándose, en el fondo del plano, para gritar con severidad a su propio defensor: «¿Es que vamos a empezar de nuevo?». Pese a la cantidad de veces que he visto esta película, continúa emocionándome la dolida dignidad de Burt Lancaster al interrumpir a su abogado. A continuación, toda la declaración de Janning mantiene con el alma en tensión al espectador, tanto por la genial interpretación de Lancaster como por la estupenda declaración que el guionista Abby Mann pone en sus labios y que resulta estremecedoramente convincente desde el punto de vista del análisis socio-moral de aquel terrible momento histórico. Es por esos momentos, por las preguntas que levanta, por el dramatismo que despierta, por lo que Vencedores o vencidos sigue manteniendo su valiente pertinencia moral y cinematográfica.

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José Miguel García de Fórmica – Corsi

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