«Paterson»: introducir la poesía en la vida – Una reseña crítica de Sebastián Gámez Millán

Paterson: introducir la poesía en la vida
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Dirigida por Jim Jarmusch, Paterson filma la historia de un hombre que laboralmente se dedica a conducir un autobús en Paterson, New Jersey. Curiosamente, este hombre se llama Paterson y vive con su novia, Laura, y un perro en una humilde casa de esta ciudad. Paterson también es el título de un libro de un destacado poeta norteamericano, William Carlos Williams, que nació aquí y al que el protagonista de esta historia admira y emula pero sin la determinación de aquellos que se creen sus sueños.
Estructurada en siete partes, que se corresponden con los días de la semana, como si se tratara de un eterno retorno de lo mismo, se diría que en la vida de ellos se repite todo cada día: desde que se levanta cada mañana en torno a las 6:30 junto a Laura en la cama, al momento en que desayuna, camina hacia al trabajo, se monta en el autobús, escribe en un cuaderno unos versos que anda rumiando en su mente casi en todo tiempo hasta que llega un compañero de trabajo, y comienza la ruta de cada día. Mientras conduce sigue el hilo de las conversaciones de los viajeros desde la distancia con la que experimenta el mundo. Al terminar la jornada laboral regresa a casa, habla con Laura y, antes de irse a la cama, saca a pasear al perro, va a un local donde habla con algunas personas y se toma una cerveza. Así día tras día.
La vida de ella también es a simple vista monótona. No tiene trabajo fuera de casa, y se dedica a pintar las paredes u objetos de la casa a su manera, predominantemente en geometrías de blancos y negros. Cocina y, en particular, hace pasteles, con los que sueña con montar un negocio de éxito. Con ahorros de él se ilusiona con comprar una guitarra y llegar a ser la cantante que soñó. Se aman: ella le anima a que le lea sus poemas y él le apoya en sus nuevas ambiciones.
Gracias a “cómo” viven, y esta es la cuestión esencial, una cuestión estética a la vez que ética, no se repite todo cada día o, mejor dicho, se pueden repetir cada día muchas de sus acciones, pero lo experimentan “poéticamente”, de una manera que no se convierte en rutina, monotonía, decepción o desencanto. Viéndola recordé estas palabras del sabio Montaigne: “Las vidas más hermosas son, a mi juicio, las que se sitúan dentro del modelo común y humano, con orden, pero sin milagro ni extravagancia”. Acorde con ese estilo de vida, la película está filmada de tal forma que capta sin histrionismo ni énfasis el pulso de la vida cotidiana con una elegante sobriedad y sencillez, llegando incluso al aburrimiento, pero los personajes no lo experimentan así, precisamente por “cómo” viven.
A diferencia de Paterson, interpretado por un excelentemente comedido Adam Driver, que vive con cierta distancia, que no desinterés, del mundo, Laura, interpretada por Golshifteh Farahani, vive ilusionada en casi cada acto de su vida. Se diría que poetiza cada acto de la vida cotidiana. Quizá más interrumpidamente, a su manera Paterson hace lo mismo. Lo apreciamos especialmente en esas hermosas escenas en las que, mientras conduce, al ritmo de las palabras se fusionan imágenes de las cataratas del Passaic con otras con las que se teje su existencia. Tiene lugar entonces una “transfiguración de la visión cotidiana”, que según el filósofo norteamericano Arthur C. Danto es allí donde se produce la experiencia estética, que no depende sólo de la calidad de la creación, sino también de cómo se recibe el mundo.
Tengo para mí que estas acciones poéticas de la vida cotidiana están más arraigadas en Oriente que en Occidente, donde, por cierto, no conceptualizan ni operan bajo tantos dualismos que dividen y fragmentan aún más, empobreciendo nuestra forma de experimentar la vida: lo mental y lo corporal, lo espiritual y lo material, lo ético y lo estético, lo religioso y lo profano…. Junichiro Tanizaki contrapuso esclarecedoramente una de las grandes diferencias entre ambas culturas: “Mirándolo bien, como los orientales intentamos adaptarnos a los límites que nos son impuestos, siempre nos hemos conformado con nuestra condición presente (…) En cambio, los occidentales, siempre al acecho del progreso, se agitan sin cesar persiguiendo una condición mejor a la actual”.
Por lo demás, Paterson y Laura encarnan el ideal que proponía el filósofo Mikel Dufrenne, que en “Vida del arte, arte de la vida” apostaba por “transportar la práctica misma del arte a la praxis cotidiana. Que esta práctica misma del arte, con tal de que los individuos se familiaricen con ella, constituya algo así como un habitus en ellos, que se convierta en el medio –el arte– de vivir la vida diaria. (…) ¿No es posible paralelamente que el trabajador urbano habite poéticamente (la fórmula es de Hölderlin, y luego ha sido teorizada por otros, entre ellos, Heidegger) su barrio –un barrio que puede ser un paisaje, según Sensot– e incluso su fábrica?” En este caso, no se trata tanto de hacer de la vida una obra de arte, ideal que mantuvieron Goethe y Nietzsche, y que sedujo al último Michel Foucault, como antes bien introducir la poesía en la vida.
Quizá alguien piense que puede ser una postura conservadora. No se me malinterprete: creo que el progreso es un deber moral de los seres humanos y que cada uno, desde la ineludible ayuda de las comunidades, debe esforzarse por mejorar su situación y la de las personas que le rodean. Pero siendo realistas, dudo que alcancemos una época en la historia en la que no haya conflictos, en la que no haya adversidades. Si no es la naturaleza, somos nosotros hacia nuestros semejantes los que impedimos gozar de la vida tal como sería razonable. Por eso nunca desaparecerá la poesía y el arte mientras haya seres humanos: ante las diversas formas de alienación necesitamos seguir despertando con nuevos sueños.
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Sebastián Gámez Millán
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