El detective, la espía y el monstruo – «La vida privada de Sherlock Holmes», de Billy Wilder – José Miguel García de Fórmica – Corsi

El detective, la espía y el monstruo – La vida privada de Sherlock Holmes, de Billy Wilder
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El detective, la espía y el monstruo – La vida privada de Sherlock Holmes, de Billy Wilder
Aun siendo como soy un irredento holmesiómano, confieso no haber sentido nunca gran interés por los innumerables pastiches que han prolongado la saga del gran detective hasta el punto de que el Canon original hoy es una minúscula parcela del vasto continente que forman las aventuras de Sherlock Holmes. Donde los aficionados ven ocasión para seguir disfrutando de su héroe predilecto, y encuentran mérito en que tanto escritor haya conseguido recrear el marco original, yo solo veo mimetismo y convención. Otra cosa son sus aventuras en el cine, que en rigor también son pastiches (advierto que no uso el término de modo peyorativo sino como indicador de que hablamos de recreaciones apócrifas de un original) pero que se benefician del cambio de medio narrativo: Conan Doyle queda al margen, pues el objeto fundamental es la recreación visual del personaje y sus circunstancias.
Abundan las aventuras interesantes de Holmes en el cine, pero por mucho que cada año incorporo alguna nueva a mi conocimiento, la mejor me sigue pareciendo La vida privada de Sherlock Holmes (1970), el particular acercamiento que Billy Wilder hizo al personaje. A priori, parecía difícil encontrar algún vínculo entre el director vienés y la creación de Conan Doyle y por ello se entiende que más de un aficionado sospechara que el propósito era, sencillamente, la burla. Es más, es lógico que pareciera confirmarlo así la hilarante secuencia de apertura en que Holmes es reclamado por una diva de la ópera para que se preste a ser el padre del hijo que quiere concebir (labor por la que recibirá una remuneración y nada más), y que da pie a sacar a la luz las famosas hablillas sobre la supuesta relación homosexual entre el héroe y su biógrafo, el doctor Watson. Por todo ello, no extraña el enorme fracaso comercial de la película en su día, que le costó la amputación de muchos minutos, por cierto: y sin embargo, es mágico que nada parezca faltarle a su metraje actual. Los incondicionales de Holmes seguro que se sintieron ofendidos; los de Wilder, confundidos. El tiempo, sin embargo, ha revalorizado la película, demostrando que estamos ante una obra maestra, no de la parodia ni del simulacro, sino del cine en general. Una obra que destaca ante todo por su nobleza, puesto que sus autores (Wilder y su coguionista habitual, I. A. L. Diamond) toman a una figura que ya nos pertenece a todos y, lejos de tratarla con condescendencia o superioridad artística —recuérdese que se hizo en los días temibles, en que la práctica de la «desmitificación» proporcionaba diplomas culturales—, rehúyen también la mera mecánica para ofrecer un acercamiento al tiempo crítico y cariñoso, sabiendo ponerse en el punto de vista psicológico tanto del personaje como de los espectadores que lo conocen bien y ofrecer una mirada que complementa con coherencia el Canon.
Haciendo honor a su título, La vida privada de Sherlock Holmes bucea en las circunstancias personales del gran detective, de ese hombre de vida tan pública que, ciertamente, acaba siendo completamente opaco para quien intente atisbar en su interior. Y lo hace para mostrar que, desde luego, no fue sólo, en palabras de Watson «la máquina de observar y razonar más perfecta que ha conocido el mundo». Para ello, qué mejor que revelar cómo ese enorme misógino, ese hombre del que no se conoce una sola relación amorosa, fue derrotado una vez y nada menos que por una mujer cuyas artes de seducción cegaron su discernimiento.
El caso que se nos ofrece es uno que, por supuesto, el fiel biógrafo Watson «no pudo» publicar en su momento pero que fue registrado por su pluma y guardado en la caja de seguridad de un banco para ser abierto a los 50 años de su muerte. Ese es el entrañable comienzo de la película, sin duda concebido para gozo del fetichismo holmesiano, pues de esa caja van extrayéndose uno por uno todos los iconos que asociamos al personaje: su gorra de cazador, su pipa, su lupa, incluso la jeringuilla con que se inyectaba su dosis de cocaína al siete por ciento (al cinco, replicará Holmes cuando Watson le reprocha que la use para evadirse de los momentos de intensa atonía, entre caso y caso, que su mente despierta no soporta: él sabe que se la diluye en agua).
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Wilder eligió a dos intérpretes poco conocidos por el público, para evitar interferencias previas de imagen, y acertó plenamente. Robert Stephens reproduce la arrogancia de Holmes pero, con enorme sutilidad, también lo hace vulnerable en un grado no conocido hasta entonces por el cine. En cuanto a Colin Blakely, sale bien parado del reto que brinda el Watson cinematográfico, valorando sus contenidos cómicos (inexistentes en el Canon literario, pero usuales en el cinematográfico) sin sumirlo en lo ridículo: el objeto era hacer que el personaje sea el vínculo entre el tantas veces inhumano Holmes y el espectador. Por supuesto, Wilder no elude la profunda carga metaliteraria que, a esas alturas, ya impregnaba al personaje. Así, en el arranque, recién llegados de una aventura en que el detective ha resuelto el caso por el método de desmontar la coartada del asesino «midiendo la profundidad a que se había hundido el perejil en la mantequilla durante un día caluroso» —la frase es tan ingeniosa que parece propia de Wilder y Diamond, pero en realidad procede de Conan Doyle—, Holmes, al despojarse de su clásica vestimenta con la gorra de cazador y la gabardina de cuadros, se queja de que se vea obligado a llevarla en público porque eso es lo que todos esperan de él. (Watson se defiende alegando, lo cual es verdad, que este tópico es culpa del ilustrador.) Holmes, por tanto, lo acusa de haber desfigurado su condición real para convertirlo en objeto de un tratamiento mítico. El planteamiento de la película será, en consecuencia, demostrar la humanidad del detective.
De ahí que la intención de ese prólogo (además de divertir sin remisión: no nos pongamos pedantes intentando justificar otra cosa) sea introducir el tema de la relación entre el detective y la Mujer. Y qué mejor prueba que el hecho de que, una vez concluida esa introducción, la película abandone ya toda intención cómica (aunque, por supuesto, no pierde su sentido del humor) para sumergirse en una atmósfera de bello romanticismo, de inigualable delicadeza, que demuestra que Billy Wilder fue mucho más que ese genio del humor cínico por el que ha pasado siempre: El apartamento (1960), el film que nos ocupa y unos cuantos trabajos más (incluso varios de sus guiones) demuestran que fue un gran romántico que intentó ocultar, sin conseguirlo, este rasgo de su personalidad bajo la máscara de la acidez y el cinismo.
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Wilder y Diamond inventan una ingeniosa pero al mismo tiempo sencilla intriga que, a grandes rasgos, enlaza a Holmes con la criatura del lago Ness, en un caso de espionaje armamentístico que opone al Foreign Office con los servicios de espionaje del káiser Guillermo II. Intriga que se inicia cuando, en mitad de la noche, una mujer llega hasta su puerta recién rescatada del Támesis, a dónde fue arrojada tras ser golpeada en la cabeza, y balbuciendo incoherencias. A la mañana siguiente, se presenta como Gabrielle Valadon, la esposa de un ingeniero belga que ha desaparecido en el corazón de Londres. Holmes y Watson se lanzan enseguida a la aventura, fascinados ambos, aunque lo demuestren de distinta manera, por la señora Valadon, y no tardan en descubrir que el caso tiene conexiones con las altas instancias políticas. Pues la señora Valadon es, en realidad, una espía alemana, Ilse von Hofmannsthal, cuyo gobierno va tras el ingeniero, inventor de una bomba de aire: y qué mejor que conseguir que el mejor cerebro de Inglaterra sea quien le haga el trabajo. Las armas de Ilse/Gabrielle son efectivas. En primer lugar, el misterio de su irrupción en plena noche, y su aire de indefensión (aunque este último obra más sobre Watson que sobre Holmes, por naturaleza más desconfiado). Después, el reclamo del erotismo: en mitad de la noche, Gabrielle se levanta, sonámbula, desnuda, llamando a su marido y «toma» al atónito Holmes por éste. Por último, una vez recobradas sus facultades, por el magnetismo de su carácter y su inteligencia. Hay que señalar un rasgo más: la sugestión que despierta Geneviève Page, la espléndida actriz francesa que encarna a Gabrielle, que seduce a Holmes y a cualquier espectador.
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Otro de los detalles que confirman el mimo y conocimiento con que Wilder y Diamond abordaron el mito holmesiano es el sabroso partido que extraen de un personaje especialmente sugestivo del Canon: Mycroft Holmes, el hermano mayor del detective. Este personaje aparece en el relato El intérprete griego (que se menciona en los diálogos), y Holmes se lo presenta a Watson como un razonador «incluso en grado mayor que yo», cuestión que el escritor ratificaba enseguida mediante una descacharrante secuencia de deducciones acerca de un paseante cualquiera que ven por la ventana. Conan Doyle convertía a Mycroft en una pieza especialmente importante del aparato gubernamental, desde su cómodo sillón en la particular institución londinense de la que apenas se mueve, el ya mítico Club Diógenes. El personaje es encarnado por el gran Christopher Lee, único intérprete, que yo sepa, que ha recreado en cine a los dos hermanos, y de propina a sir Henry Baskerville.
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La vida privada de Sherlock Holmes es, seguramente, el film visualmente más bello de Wilder. Tanto la recreación de Baker Street como los exteriores filmados en la misma Escocia donde concluye la historia (el lago de la película es el mismo Loch Ness) otorgan a las imágenes un aire evanescente que potencia la música de Miklós Rózsa (la secuencia en que el trío protagonista recorre los campos escoceses en bicicleta bajo esos sones es imborrable).
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Hablaba líneas arriba de derrota, pero lo que hace esta admirable película es acertar a demostrar que teníamos razón los que siempre hemos defendido que Sherlock Holmes era mucho más que un rígido emblema de la Razón: solo alguien capaz de ser vencido por su condición humana es digno de proclamarse como el hombre con la mayor capacidad de entender cuanto pasa ante sus ojos. Y qué corolario más humano a la amargura del fracaso que no poder soportarlo, que no poder afrontar la inmensa soledad de saber que la excepcionalidad suele cobrarse un precio insoportable. Concluida la aventura, vueltos Holmes y Watson a su rutina habitual de Baker Street, el detective buscará una vez más su jeringuilla para inyectarse la solución de cocaína al siete o al cinco por ciento, bajo la mirada esta vez comprensiva de Watson, quien a su vez se dirige a su butaca para poner por escrito el final de la historia…
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José Miguel García de Fórmica – Corsi