El arte de saber despedirse a tiempo – Sebastián Gámez Millán

El arte de saber despedirse a tiempo – Sebastián Gámez Millán

El arte de saber despedirse a tiempo

 

 

Escucho con cierta frecuencia: “No me gustan las despedidas”. Pero al fin y al cabo, ¿quién puede elegirlas? ¿No es acaso la vida una lenta y larga despedida? De ahí que un poeta, Rilke, se interpelase con estas palabras que siempre me acompañan: “Anticípate a toda despedida”. Es decir, antes de que llegue la despedida (de un amor, de un amigo, de un trabajo…), que no sabemos cuándo será, hay que estar a la altura. Y esto significa que debemos haber cumplido nuestros deberes y placeres.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pienso sobre estas cuestiones al enterarme de que el actor Daniel Day-Lewis, con apenas 60 años, ha anunciado que se despide del mundo de la interpretación cinematográfica, con todo lo que aún podría dar de sí. Es el único actor que ha logrado tres Óscar al mejor actor principal, algo que no ha conseguido ni Jack Nicholson: con Mi pie izquierdo (1989), dirigida por Jim Sheridan; Pozos de ambición (2007), dirigida por Thomas Anderson; y Lincoln (2012), dirigida por Steven Spielberg. Este último cineasta, tras verlo ensayar e interpretar como aquel gran presidente de Estados Unidos, declaró: “es uno de los más grandes actores de la historia del cine”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Como ha sido cuidadoso y selecto, ha interpretado poco más de veinte películas a lo largo de su trayectoria como actor. Sin embargo, nos deja otras interpretaciones e historias memorables en películas como El último mohicano (1992), dirigida por Michael Mann; La edad de la inocencia (1993), dirigida por Martin Scorsese, con el que también trabajó en Gangs of de New York (2002); o En el nombre del padre (1993), de Jim Sheridan, el director con el que más trabajos hizo. En cambio, renunció a proyectos mediáticos como El señor de los anillos, Shakespeare in Love o Solaris. Poseía, pues, un profundo sentido ético de la profesión tan infrecuente como raro, en un mundo, el del cine, y en unos tiempos, los nuestros.

Suelo distinguir entre dos tipos de actores: aquellos que se interpretan a sí mismos y aquellos otros que son camaleónicos. Daniel Day-Lewis pertenece sin duda a esta segunda estirpe. Y no es que sean mejores: tan insuperable es Humphrey Bogart haciendo de sí mismo como Day-Lewis transformándose en Christy Brown, un artista irlandés discapacitado, o bien en un punky homófobo y homosexual. Todo depende de cómo se haga. Si bien la versatilidad acostumbra a ser más admirable.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dante escribió que para pintar un caballo primero hay que convertirse en él. Se cuenta que William Turner, quizá el mayor pintor inglés, se ató a un mástil en mitad de una tempestad para pintar una de sus obras maestras, Tormenta de nieve en alta mar (1842). Bajo el método Stanivslavski, que consiste en investigar y experimentar, trabajar sobre uno mismo a fin de que tenga lugar la metamorfosis de la memoria, la experiencia y la visión del mundo, Daniel Day-Lewis, con su trabajo meticuloso y obstinado, nos ofrece la impresión de poder transformarse en casi cualquier ser, de meterse en su piel, de encarnarlo.

 

 

 

 

 

Al igual que la Garbo, Day-Lewis se ha despedido a tiempo. A tiempo de qué, se preguntarán algunos. A tiempo de que, a esa edad en la que muchas veces aparecen los frutos tardíos más enriquecedores, abandone, de manera que no solo nos quedarán sus excelentes interpretaciones, sino también la sombra del mito, lo que pudo haber sido si hubiera decidido continuar su carrera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Sebastián Gámez Millán

 

 

 

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