Propaganda en la alta y en la baja manera

Raza [José Luis Sáenz de Heredia, 1941]
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Como todo régimen con pretensiones totalitarias (aunque fueran tan mediocres y alicortas como las que alumbró la victoria de Franco en la guerra civil), España también desarrolló un cine de propaganda que exaltara, para propios y extraños, los altos valores que supuestamente encarnaba. En concreto, la primera mitad de los años 40, que coincidió con el desarrollo de la segunda guerra mundial, generó un conjunto de películas que han sido denominadas por los especialistas como «cine de cruzada». Se trata de una serie de films claramente concebidos como una apología del ejército y, por tanto, de la guerra como la más noble actividad a la que puede propender el ser humano (de acuerdo con esa máxima de Spengler que tanto gustaba a José Antonio: «A última hora siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización»). Por supuesto, también se trata de una justificación de la guerra propia que acaba de vivirse sobre nuestro país, de esa Cruzada gracias a la cual España recuperaba esa recta tradición castellana de la cual la infausta Ilustración, al decir de los turiferarios del franquismo, nos había apartado.
Los títulos que componen este ciclo propagandístico son diversos y, como es natural, ni abordan su propósito del mismo modo ni consiguen el mismo resultado. Por seguir con la filiación joseantoniana, unos intentan hacer honor a esa máxima falangista de la propaganda en la alta manera, es decir, proponiendo un evidente mensaje de exaltación ideología pero sin renunciar ni al arte ni a la convicción dramática o estilística. Otros, en cambio, tuercen su senda desde la misma raíz, quizá porque en su interior no había espacio para otro aire que no fuera el asfixiante estertor con se que quiso sofocar España: podría hablarse, por antítesis, de «propaganda en la baja manera». Dicho de otro modo, pese a la distancia ideológica, un espectador sin anteojos puede encontrar buen cine en alguno de sus ejemplares mientras que, en otros, al tufo a rancio se une la estulticia estética y narrativa. No es lo mismo Raza (1941), la más famosa componente del ciclo por el involucramiento del mismísimo Franco en el proyecto, que Rojo y Negro (1942), película desaparecida durante más de cuarenta años que en nuestros días refulge como una gema del todo insólita.

Rojo y Negro [Carlos Arévalo, 1942]
Pese a su mediocridad, la primera sigue siendo el más conocido ejemplar del cine de cruzada. A estas alturas, ¿hay alguien que se disponga a ver Raza por algo que no sea curiosidad arqueológica o interés histórico? Fue una producción del recién constituido Consejo de la Hispanidad, que desde el primer momento recibió todo el mimo posible, al concebirse como el gran vehículo de propaganda nacional e internacional que mejor explicaría el régimen. Ya se sabe que fue el mismo Caudillo quien, bajo el seudónimo de Jaime de Andrade, proporcionó el argumento de base, que Román Gubern califica de «autobiografía familiar enmascarada y sublimada». Se realizó, por ello, una meticulosa selección de técnicos, actores y, desde luego, del director. De la terna finalmente propuesta se eligió a José Luis Sáenz de Heredia, por entonces un realizador de exigua carrera: tres películas filmadas durante la República y varios cortos. Las informaciones sobre el proceso de selección siempre incluyen, supongo que maliciosamente, el dato de que era el primo de Primo, o sea, primo hermano de José Antonio Primo de Rivera. En cualquier caso, Raza afianzó definitivamente su carrera, del mismo modo que, para su valoración futura, acabaría constituyendo un pesado lastre, algo injusto, por cuanto en su filmografía posterior se encuentran al menos tres películas magníficas del cine español de los 40 y los 50: la maravillosa fábula fantástica El destino se disculpa (1945), el thriller inesperadamente sórdido Los ojos dejan huellas (1952) y la entrañable comedia Historias de la radio (1955).
Toda reseña de Raza debe señalar que, tan sólo nueve años después de su estreno, el film volvió a las pantallas con el rebautizo de Espíritu de una raza (1950) y significativas modificaciones para adecuarla al signo de los tiempos, esto es, al intento de hacer olvidar su relación con los derrotados fascismos y acomodarla a la nueva amistad con los Estados Unidos. El film fue redoblado en los emblemáticos estudios de la Metro Goldwyn Mayer para así, viejo truco de la Censura, poder alterar los diálogos más desfasados de la historia: esto es, las diatribas más antiamericanas, que son muchas en la primera parte del film, en que tiene gran protagonismo la guerra de Cuba. Asimismo, se eliminaron las referencias al fascismo, sobre todo aquellos planos y escenas en que a algún personaje se le ocurría saludar a la romana (¡hasta el mismo Franco fue censurado en un plano ambientado en el Desfile de la Victoria del año 1939, por estar brazo en alto!). Incluso, el famoso diálogo final, en que uno de los personajes principales (el interpretado por Blanca de Silos), al decirle su hijo pequeño, en mitad del mencionado desfile, lo bonito que es, señalaba que eso era la Raza, la alteración suavizó un poco la expresión atenuándolo con eso de que «es el espíritu de una raza».
Román Gubern ha estudiado exhaustivamente la historia concebida por Franco, señalando los paralelismos que existen entre su propia biografía y la de la familia protagonista, esos Churruca de glorioso apellido, así como del maquillaje de aquellos elementos menos «honorables» de la misma, en especial la caracterización del padre. Figura largamente opacada por razones evidentes, es bien conocido el rechazo que Franco sintió toda la vida por un progenitor de vida «disipada» que acabó abandonando el hogar familiar para emparejarse con otra mujer y que en su historia se reconvierte en un militar ahora sí del todo heroico y ejemplar. Raza, así pues, narra el devenir de una familia de honda tradición militar, los Churruca, a la que aborda en tres momentos de la historia de España: 1898 (el Desastre de Cuba); 1928, que sirve para definir a los cuatro hijos —el noble militar, el político republicano (por tanto, la oveja negra), el monje (destinado a justificar una secuencia de martirio por parte de desaforados milicianos) y la hija (casada con otro soldado, claro)—; y por último la guerra civil en sí, concluyendo todo con el desfile triunfal del 19 de mayo.
Ya sea por el lastre del argumento de partida o por la incapacidad de los guionistas que lo adaptan para mejorarlo, Raza adolece de la falta de la necesaria estructura, incurriendo en las digresiones lógicas de su condición de sermón (la escena, en el frente vasco, en que un recluta henchido de españolísimas razones se une al ejército nacional ¡con 58 años!) e impidiendo que las peripecias la familia protagonista puedan seguirse con una mínima intensidad. Por supuesto, el burdo maniqueísmo de los personajes y el envaramiento de todas las interpretaciones (solo se salva José Nieto encarnado al Churruca «malo», y aun así no puede hacer creíble la pirueta de su regeneración final, que no le libra de expiar las culpas de su pasado con su propia vida) impiden tomar en serio a esos atribulados seres sorprendidos por el embate del «destino universal».
A ratos, la película encierra alguna curiosidad, como el divertido detalle de que, para ilustrar el tópico reaccionario de que el parlamento solo es un nido de demagogos e inútiles, para rodar la escena se abrieran por primera vez las Cortes desde la guerra civil. Y aunque, como he señalado, el director tampoco revela dotes especiales como sí haría después, lo poco destacable de la película es obra suya. En concreto, Sáenz de Heredia se luce de modo especial en las escenas de muerte. Pongo por ejemplo el fusilamiento de Alfredo Mayo (por participar en los sucesos del madrileño Cuartel de la Montaña), que resuelve sosteniendo el plano sobre el actor, sin recurrir a ningún contraplano del pelotón. Es más, la inverosimilitud de que sobreviva se atempera un tanto haciendo que el actor mantenga una expresión cadavérica cuando su amada descubre que todavía respira e, incluso, cuando es atendido por el médico: se crea así un efecto casi fantastique, como si se quisiera sugerir que Churruca sí ha muerto y es el dolor de la muchacha lo que ha provocado el delirio de la falsa ilusión de su supervivencia.

Alfredo Mayo, actor emblemático del cine de «cruzada»
Rojo y negro posee una muy curiosa historia personal: fue retirada de cartel pocos días después del estreno, cuestión extraña por su evidente adscripción falangista, lo cual se ha interpretado siempre como una maniobra de la Censura. Las nuevas investigaciones parecen señalar, sin embargo, que fue la propia productora la que retiró su película por prudencia ante la agitada situación que se vivía en el ámbito de las familias que sustentaban al Régimen y la caída del falangismo, simbolizada por la destitución de sus puestos del hasta muy poco antes poderoso Ramón Serrano Suñer. La revisión de la película ha provocado en los últimos tiempos una muy justificada revalorización de la misma. Pues siendo verdad que constituye una justificación de la necesidad del Alzamiento desde el punto de vista de la ortodoxia de Falange, eso no impide que su principal responsable, Carlos Arévalo, director y guionista, antes que facturar un panfleto ramplón y formulario como es Raza, se esforzara por traducirlo a un lenguaje cinematográfico deudor incluso de la vanguardia, cinematográfica e ideológica, más avanzada de la época: no en vano incluye la osadía de infiltrar algunos planos extraídos de la mismísima El acorazado Potemkin (Sergei M. Eisenstein, 1926), haciendo suya así la máxima que inspiraba el poderoso concepto cinematográfico del director ruso, la fusión de idea y forma.
Nos cuenta Juan Antonio Ríos Carratalá* que Arévalo (director de errática trayectoria, muy pronto truncada) no militó nunca en Falange pero que para él la experiencia de la guerra fue muy dura, pues vio cómo su padre, un empresario del mármol, era ejecutado en el Madrid sitiado y él mismo tuvo que esconderse como pudo, ejecutando labores de quintacolumnista muy parecidas a las que se relatan en su película. Se entiende, por ello, el grado de implicación puesto por el director en su obra —el guion era propio y suponía una reformulación de un libreto escrito en 1934, ya sobradamente crítico con la República— y esa pasión puesta en la exposición de una historia sencilla, incluso nimia, desde el punto de vista argumental. Se trata de la relación entre dos jóvenes, Luisa y Miguel, que desde niños se han destinado el uno para el otro, hasta los días de la guerra civil en que se ven separados por sus distintas ideologías: Miguel, convertido en rojo por su condición proletaria; Luisa, activa integrante de Falange (su procedencia parece algo superior: clase media), acaba poniendo en peligro su vida en el Madrid brutal controlado por los más descontrolados.
Quien únicamente contemple Rojo y Negro desde ese punto de vista argumental, lógicamente pensará que no hay la menor diferencia con respecto a Raza. Pero quien se atreva a sumergirse en la audaz propuesta formal del director, cuyo lenguaje narrativo resulta insólito para el cine español de la época, descubrirá una película plagada de atractivos, antes atenta a la creación de sensaciones que al propósito de retratar un contexto socio-histórico de modo realista.
Arévalo estiliza esa realidad del mismo modo que lo hicieron esos falangistas puros que, como Dionisio Ridruejo, se sintieron traicionados cuando, muy pronto, quedó claro que su revolución solo había servido como máscara al rancio reaccionarismo hispano de toda la vida. La estilización implica retórica, algo muy propio del falangismo, y si bien esa retórica, cuando se verbaliza (para la elaboración de algunas de las soflamas que aparecen en la película, Arévalo implicó a José María Alfaro, colaborador de Ridruejo en la jefatura nacional de propaganda y director muchos años de Escorial, la principal revista de Falange) responde a parámetros tan conocidos como cansinos, cuando se plasma en imágenes ofrece unos resultados francamente sugestivos.
La intensidad con que hace uso de dos elementos tan expresivos como el picado y el contrapicado. El vertiginoso tráfago de imágenes yuxtapuestas, rebosantes de símbolos y metonimias, mediante las cuales cuenta el paso del tiempo, que convierte esos fragmentos en pequeñas obras maestras. El sentimiento de ahogo que consigue insuflarse en los momentos más conflictivos entre los dos protagonistas. El sencillo pero contagioso impacto que provocan instantes como aquel en que la misma pantalla de cine es rasgada por un legionario con su espada (espada que anuncia la guerra como una luz que acabará con la ignominia). El ingenioso hallazgo escenográfico —que se adelantó nada menos que a Jerry Lewis y a Jean-Luc Godard, en quienes se ha alabado sin freno— de convertir la cheka de Fomento en una gigantesca casa de muñecas desde cuyos pisos superiores se creen alguien los monigotes desaforados e injustos que gobiernan la ciudad mediante el terror, mientras sus indefensas víctimas están encerradas, perdida casi toda esperanza, en el subsuelo. Todos estos son solo algunos de los elementos que justifican el atractivo que despierta Rojo y Negro. Por supuesto, no quiero incurrir, en un arranque de maximalismo, en la afirmación de que nos hallamos ante una obra maestra, pero sí ante un ejemplo no de cine de la razón sino de cine de la sugestión. Un cine, para quienes en absoluto compartimos las ideas que expresa, insidioso de un modo inquietante. Pero eso es lo que debe hacer el buen arte: perturbar nuestras más seguras convicciones.
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José Miguel García de Fórmica-Corsi
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Nota
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