«Un dios salvaje», de Roman Polanski [a partir de la obra de teatro «Le Dieu du Carnage», de Yasmina Reza] – Sebastián Gámez Millán
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Un dios salvaje, de Roman Polanski [a partir de la obra de teatro Le Dieu du Carnage, de Yasmina Reza]
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Dos matrimonios, enfrentados por una disputa violenta de sus hijos de once años, se reúnen con el fin de decidir qué van a acordar. Lo que acaso ignoran, y es lo que acaba convirtiéndose en paradójico, es que a medida que hablan se van revelando las múltiples contradicciones que encierran, tanto en forma de matrimonio como individualmente. Así como las dificultades, por no decir imposibilidades, para alcanzar un acuerdo firme, comprometido y responsable.
Al principio puede ofrecer la sensación de que lo que los mantiene alejados es una simple cuestión nominal: Penélope, como madre del hijo que ha resultado ser la “víctima”, quiere que los padres del “culpable” y éste reconozcan y asuman en los términos que ella sostiene lo que ha sucedido; pero Allen, el padre del niño que ha sido provocado, no está dispuesto a reconocer ni asumir en esos términos lo que ha sucedido. Pues detrás de los términos que ella elige para interpretar lo que ha sucedido –¿los elige ella o no tiene escapatoria?– hay algo mes que una simple cuestión nominal: hay una voluntad de poder de alzarse con el relato vencedor. ¿Y quién está dispuesto a renunciar a esa voluntad de poder?
Vemos, pues, que las llamadas cuestiones nominales son algo más que cuestiones nominales, ya que a menudo implican una concepción del mundo. Y, por consiguiente, arrastran consigo una petición de principios que no tenemos por qué compartir. Dicho de otro modo, al hablar describimos lo que ha sucedido, y al describirlo nos lo apropiamos de tal forma que solo incluimos lo que nos parece relevante, excluyendo lo demás, cuando en “lo demás” bien puede estar la visión del otro. ¿No es este uno de los motivos por los que Penélope y Allen tropiezan una y otra vez?
Allen posee una concepción del mundo naturalista y salvaje, donde se adaptan y sobreviven los más aptos, háganlo o no mediante la fuerza, mientras que Penélope, por el contrario, se resiste a dejar de creer en el poder civilizatorio de los seres humanos y la historia. (Podríamos decir que Allen ve lo que habitualmente sucede, a pesar de que pueda no ser de nuestro gusto, mientras que Penélope no puede perder de vista lo que debería suceder, aunque esto ya supone una petición de principios). Precisamente este poder civilizatorio de los seres humanos y la historia es lo que Roman Polanski parece poner en tela de juicio, pues a medida que transcurre la acción no solo vemos cómo afloran las múltiples contradicciones internas, tanto matrimoniales como individuales, sino, además, cómo dos matrimonios bien situados de modo económico, educados y formados se comportan de manera cada vez más salvaje.
Mientras asistía al drama, pensé irremediablemente en Freud, que puso en tela de juicio el proceso de civilización humana a la luz de las investigaciones psicoanalíticas a causa del elevado precio que debemos pagar por mostrarnos de forma civilizada, renunciando en consecuencia –o lo que es aún peor, reprimiendo– los deseos libidinales, la vida pulsional. Es uno de los motivos por los cuales nos disfrazamos con máscaras para desenvolvernos en el espacio social. Lo que vemos en esta obra de Polanski es que no solo somos salvajes en los espacios privados, cuando no estamos expuestos a la mirada pública, sino que en ocasiones, más de las que nos gustaría, también somos salvajes ante los otros.
Pensé, asimismo, en Flaubert, que descubrió la estupidez o, lo que es lo mismo, la incapacidad crónica del ser humano para madurar, al menos en ciertos aspectos de su personalidad. Y esto es lo que se advierte, desde una perspectiva o desde otra, en cada uno de los cuatro personajes de este drama. Por seguir con el análisis de Penélope, uno de los personajes más interesantes, si bien al comienzo es la que ofrece la impresión de ser la más educada, formada y civilizada de los cuatro, sin embargo, es la primera en llegar a las manos… con su propio marido. (Me pregunto si esa expresión, “llegar a las manos”, no será un eufemismo, tan abundante en los últimos años y, en consecuencia, una petición de principios).
Penélope, que tan compasiva y humanitaria se muestra hacia los habitantes de África, posee, a pesar de ello, enormes dificultades para encajar las perspectivas de los otros, a menos que sean idénticas o similares a las suyas. Es, diríamos, poco tolerante. A diferencia de su marido, Michael, quizá el personaje que logre resultarnos más simpático a lo largo de la narración audiovisual, cuyo sentido del humor le ayuda a encajar perspectivas diferentes a la suya, salvo si se trata de su madre. Pero si tenemos por tolerante la conducta de Michael, entonces no sé si tal vez estemos siendo demasiado condescendientes, entonces no sé si estaremos confundiendo “tolerancia” con “permisividad”, como se ha hecho en los últimos tiempos con consecuencias lamentables, pues se ha vuelto todavía más difusa nuestra capacidad para reconocer cuándo estamos ante conductas incorrectas.
John Stuart Mill, que algo sabía de estos y otros asuntos, declaró en cierta ocasión que “cuando algo realmente nos concierne, todo el que mantiene puntos de vista diferentes nos debe desagradar profundamente. Prefería esta actitud a los temperamentos y las opiniones frías”. ¿Dónde, y de manera especial cómo, encontrar ese punto intermedio relativo a cada individuo y sus circunstancias? Lo que hace de Un dios salvaje una obra de arte, y no un mero panfleto pedagógico sobre cómo debemos comportarnos cuando nuestros hijos se hacen daño, es su capacidad para revelar las múltiples contradicciones humanas.
Para ello ni el guionista ni el director simpatizan más por un personaje que por otro, y si lo hacen, no lo manifiestan. De esta manera logra desconcertarnos más, puesto que no sabemos con quién debemos estar. Estamos solos ante el peligro de elegir, y si por momentos parece que estamos del lado de Penélope, luego, cuando la vemos llegar a las manos, dudamos; y si por momentos tenemos claro que nunca estaríamos del lado de Allen, pragmático, insensible y maleducado, por momentos no podemos sino abrazarnos a su sentido de la realidad.
Así consigue el cineasta desdibujar los límites siempre aparentes y a menudo cambiantes de lo bueno y de lo malo, redefiniéndolos de una forma más compleja y profunda, ante la que tenemos serias y graves dificultades para reconocer cuál es cuál, a pesar de que no dejamos de reconocernos a nosotros mismos, encerrados y presos en nuestras múltiples contradicciones.
El espacio en el que se desarrolla la narración audiovisual, inspirada en un texto dramático de Yasmina Reza, está en perfecta consonancia con el despliegue del drama, es decir, si el espacio donde tiene lugar la acción es un piso y, sobre todo, el salón, espacios, en cierto modo, angostos y claustrofóbicos, a medida que transcurre el drama, no menos angosto y claustrofóbico es el espacio interior de cada uno de los personajes, incapaces de comportarse adecuadamente y, menos aún, de hacer que los otros se comporten adecuadamente.
Comprendemos por qué el infierno pueden ser los otros: del mismo modo que los otros nos pueden permitir salvarnos cuando nos comprenden o nos sentimos comprendidos, nos pueden desterrar al infierno cuando nos impiden actuar y ser como queremos. En repetidas ocasiones, a lo largo de la película, escuchamos por parte de los distintos personajes: “Es el peor día de mi vida”. No es casual que la crítica haya resaltado esta habilidad de Roman Polanski para desenvolverse con la cámara en los espacios angostos, cuando no claustrofóbicos; esa habilidad para desenvolverse en dichos espacios es su capacidad para analizar, diseccionar y mostrar de forma cinematográfica los ángulos oscuros, los lados en sombra de la condición humana.
Cautiva la capacidad de Polanski para mantenernos en tan angostos espacios, no ya entretenidos, sino en tensión, si somos espectadores lo suficientemente cómplices. A ello contribuye el guion, junto con las excelentes interpretaciones de Jodie Foster, Kate Winslet, Chistoph Waltz y John C. Reilly, capaces de llevarnos por igual en un santiamén de una situación sumamente incómoda y desesperada a una carcajada en medio de tanto absurdo. Pero es que no podemos dejar de mirar si queremos vernos a nosotros mismos encerrados en nuestras múltiples contradicciones. Es sorprendente que Polanski, encerrando en una casa a cuatro personas –y a todos nosotros con ellas–, nos pueda ofrecer una radiografía tan precisa, una cartografía tan completa y profunda del mundo en que vivimos. Aunque, en última instancia, ¿es el desconcertado y enfermo mundo en que vivimos o es nuestra condición la que no tiene cura?
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Sebastián Gámez Millán
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