«El árbol de la vida» / «The Tree of Life», de Terrence Malick – Una reseña crítica de Sebastián Gámez Millán

El árbol de la vida / The Tree of Life, de Terrence Malick
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A Hilario J. Rodríguez, que me llevó a él, y que quiso contar con lo que yo había visto.
Inútil tratar de describir con palabras las imágenes en movimiento de El árbol de la vida; no es que en otras películas sea demasiado útil, pero en esta lo es aún menos. Tal es la belleza que alcanza, belleza que por momentos incluso roza lo sublime, cosa que no es muy sorprendente, teniendo en cuenta que la Naturaleza ocupa un papel fundamental en esta narración cinematográfica.
Y fundamental en al menos varios sentidos: primero, en tanto que de ella emana todo cuanto existe. Como vemos, entre asombrados y admirados, en unas imágenes deslumbrantes de ese fenómeno que conocemos como el big bang, fenómeno que se me hacía inconcebible a pesar del crédito científico del que goza y que, por consiguiente, debo reconocer que no había logrado imaginar nunca antes. Gracias a Malick y a El árbol de la vida puedo ahora imaginarlo, aunque todavía no sin cierto vértigo. ¿No es esta una de las principales aportaciones del cine, ofrecernos imágenes en movimiento de aquello que andábamos rumiando o balbuceando, ensanchando de esta forma los límites de nuestra imaginación y, con ello, de nuestra comprensión?
El segundo sentido por el que la Naturaleza ocupa un papel fundamental en El árbol de la vida es por el tiempo en que durante el largometraje aparece filmada, como si pudiéramos encontrar en ella algo que andamos buscando desesperadamente. No en vano no pocas escenas desaparecen mientras observamos cómo se filtran los reverberantes hilos de luz por entre los claros de los árboles. ¿Qué es eso que andamos buscando desesperadamente, y que tal vez podríamos encontrar en la Naturaleza? Quizá, cómo vivir, la pregunta acaso más ardua de responder, pues no es con palabras, sino con nuestra vida, con lo que hemos de responder.
La película precisamente se abre con unas palabras en off que bien pudieran atribuirse a la madre: “Hay dos caminos que puedes seguir en la vida: el de la naturaleza y el de la Gracia”. Por lo tanto, si la gracia, algo que a los modernos nos resulta demasiado arbitrario, no nos ha sido concedida, no nos queda otro camino que el de la naturaleza. Esta es la elección por la que parece inclinarse el padre de la familia, representado por un convincente Brad Pitt, que quiere preparar a sus hijos con dureza, severidad y autoridad con el fin de que no caigan ante las más que probables adversidades de la vida.
Pero el camino se tuerce y no parece llevarles a buen puerto. Ni a él, como padre, ni a ninguno de la familia, como podemos ver a través de los recuerdos del último eslabón de la familia, interpretado por un Sean Penn inundado de una tristeza sin fin. ¿Acaso ni el padre ni él han sabido descifrar las a menudo herméticas líneas del árbol de la naturaleza? No debe ser fácil, desde luego, recuperarse del suicidio de un hijo, como tampoco debe serlo para un hermano. El sentimiento de culpa nos golpea y nos atrapa aunque no tengamos una relación causal directa con lo que ha sucedido, como si de esta forma pudiéramos sentir que estaba en nuestras manos el haber elegido adecuadamente, como si de esta forma pudiéramos abrigar la esperanza, desalentadora ya, de que en cierta manera éramos responsables de su vida.
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Es curioso que a finales de 1960, uno de los dos hermanos de Terrence Malick estudiaba guitarra en Madrid con Andrés Segovia. Vencido por las elevadas exigencias y el consecuente sentimiento de culpa, Larry cayó preso de una depresión y decidió romperse las manos. Entonces el padre de estos, un ejecutivo de una compañía petrolífera texana, quiso que Terrence fuera a Madrid a ayudar a su hermano. Terrence no fue, y Larry acabó suicidándose. Los paralelismos saltan a la vista. No obstante, de poco valdría este paralelismo biográfico si con esta narración cinematográfica lograra representar su vida y no al mismo tiempo las de otras posibles muchas familias o, cuando menos, desvelar algún aspecto de la condición humana. Es la diferencia, a veces casi imperceptible, entre contar un relato y hacer arte.
Volviendo a las preguntas de antes, Malick parece insinuarnos que no todo está acabado; de lo contrario, ¿qué son esas voces en off, que no sabemos bien a quién pertenecen, y que nos invocan, como si se tratara de una plegaria, a comportarnos de otro modo? “Perdona”, “sé bueno”, “ama”… ¿Cuál es la postura que debemos adoptar ante la vida? ¿Cómo vivir? Quizá aquella que nos permita vivir en consonancia con la naturaleza. Durante sus estudios de filosofía en Harvard, Malick fue alumno de Stanley Cavell, a través del cual pudo adentrarse en la filosofía de Emerson, Thoreau y Wittgenstein, entre otros.
La visión de los dos primeros a través de la naturaleza es bastante palpable. De hecho, uno de los aspectos que más me ha interesado de la película es el ejercicio cinematográfico al que invita: ver los fenómenos con la debida distancia, comprenderlos desde la perspectiva apropiada. Si llegáramos a ello, muchos de nuestros problemas cotidianos se disolverían. El propio Wittgenstein decía que “nuestra vida es tan infinita como ilimitado es nuestro campo visual”. Si esto es cierto, la vida de Malick debe de ser bastante amplia, a juzgar por el casi ilimitado campo visual que abarca con su mirada.
En cuanto a la pregunta qué postura adoptar ante la vida, es sabido que Wittgenstein la abordó en repetidas ocasiones. Así, en la proposición 6.521 del Tractatus, escribe: “La solución del problema de la vida se nota en la desaparición de ese problema”. Es decir, si conseguimos vivir adecuadamente, no experimentaremos la vida como un problema; si lo experimentamos como un problema o, de modo más exacto, como una interminable fuente de problemas, es precisamente porque no adoptamos la postura adecuada ante la vida. ¿No es esto lo que de una forma muy sutil nos propone Malick a través de El árbol de la vida? Que procuremos encontrar una postura adecuada ante la vida, de tal modo que la vida deje de resultarnos problemática.
Cuál es esa postura, es lo que cada uno ha de descubrir. Pero no estoy seguro de que queramos vivir sin problemas, es más, ¿podríamos desarrollar la vida sin problemas? No obstante, el espíritu de la película creo que está bien captado en estas palabras: “La vida no es un enigma que habría que resolver. Ni una competición que habría que ganar. Ni un libro que habría que comprender. Ni un síntoma que habría que interpretar. ¿Cómo podría tener un sentido, puesto que sólo hay sentido en ella, por ella y para ella? ¿Absurdo? Solamente para aquellos que prefieren el sentido a la vida; y la absurdidad están en ellos, Camus lo vio muy bien, y no en ella. Nuestros momentos de sabiduría son aquellos, por el contrario, donde la pregunta sobre el sentido de la vida ya no se plantea. ¿Porque habríamos encontrado ese sentido? Pues no. Sino porque ya no lo necesitamos: porque la vida es suficiente, y el amor, y el valor. Es lo que llamamos la simplicidad quizás”.
Decía que Malick lo hace de una forma sutil porque la película, a pesar de que está impregnada de religiosidad, en el sentido de estar vinculada a algo, en este caso a la naturaleza, no incurre casi en ningún momento en moralismo o, peor aún, moralina. Esto lo consigue, entre tanto, por el peculiar uso de la voz en off, que si por una parte ofrece la impresión de no saber bien a quién se está dirigiendo, por otra parte parece que se está dirigiendo a nosotros, a todos nosotros, con una desnudez y libertad inusitadas. No recuerdo muchas películas con semejante desnudez y libertad; pienso ahora en Sacrificio, de Tarkovski, y algunas, contadas escenas de otras películas. Si bien, en líneas generales, la película prescinde de los diálogos en beneficio de las imágenes, los sonidos y la música, deslumbrantes, cuando no sublimes. Ciertamente, alcanzamos antes la sensación de infinitud por medio de las imágenes, los sonidos y la música que por medio de las palabras.
Por otro lado, estos efectos los consigue por medio de lo que a falta de otros términos denominaría “retórica de la indeterminación”, es decir, Malick crea ambientes naturales con unos juegos de cámara maravillosos y una fotografía y una filmación en estado de gracia, pero en lugar de proseguir, va construyendo el montaje por escenas cortadas de manera un tanto abrupta, dejándonos esa sensación de infinitud que dejan los discursos entrecortados acompañados de imágenes sublimes. Sentimos, asimismo, que Malick no emite juicios a través de la filmación, o que antes que a ello, presta atención y cuidado en comprender, lo que lo libera de caer preso en moralismos, pues con frecuencia la moral veda el paso de ciertos caminos aún no transitados, que es de lo que se trata.
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Un crítico de cine, Carlos Colón, ha señalado que “el montaje es la estrella de la película y en él reside su sobrecogedora fuerza emocional”; aunque comparto bastantes observaciones con él, tengo para mí que más que el montaje, que es la auténtica escritura cinematográfica, uno de los aspectos más logrados de El árbol de la vida es la fotografía, de la que es director Emmanuel Lubezki, ya que el orden del montaje no sé si facilita o más bien dificulta sin necesidad qué nos está diciendo o proponiendo el cineasta.
En resumen, si juzgamos a un cineasta por el poder de sus imágenes y por la mirada al mundo de la vida que nos ofrece, no hay duda de que Terrence Malick, en El árbol de la vida, es un gran cineasta. Aunque no estamos seguros de qué nos está hablando, ni siquiera, por momentos, qué nos está diciendo. Pero, ¿no es esta una característica común de no pocas obras maestras, sentir que no sabemos a ciencia cierta dónde estamos pisando? Quizá, si no anduviéramos con esa incierta sensación no tendríamos sospecha de habernos llevado a otra parte. ¿No es eso lo que sucede ante El árbol de la vida? Como en todo tiempo, al igual que respecto a la vida, esta es una respuesta que ha de contestar cada espectador.
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Sebastián Gámez Millán