«Cinema Paradiso»: un canto de amor al Cine – Sebastián Gámez Millán

«Cinema Paradiso»: un canto de amor al Cine – Sebastián Gámez Millán

Cinema Paradiso: un canto de amor al Cine

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Cinema Paradiso: un canto de amor al Cine

¿Cómo es posible que no lograra alcanzarme la primera vez que me senté a verla? Quizá por falta de experiencia de vida, tal vez por mi estado de ánimo, quién sabe, lo cierto que es que no tuve un buen encuentro con ella. Ahora, en cambio, sí ha tenido lugar: me ha emocionado de la risa a la lágrima. Cinema Paradiso, dirigida por Giuseppe Tornatore, es, junto con La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock, El espíritu de la colmena, de Víctor Erice, La rosa púrpura de El Cairo, de Woody Allen, o Histoire(s) du cinéma, de Jean-Luc Godard, uno de los más hermosos homenajes que desde el cine se le ha rendido al cine, un verdadero canto de amor.

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En realidad es un homenaje a los efectos del cine como arte y al cine como espacio de reunión social; a los múltiples poderes del cine, a su capacidad para hacernos menos ignorantes (a tan corta edad, Totó descubre en el cine cómo ha muerto su desaparecido padre), a su poder de despertarnos nuestro sentido erótico y, en definitiva, al poder de hacernos soñar. ¿Acaso Totó no llega a ser quien es gracias al poder del cine?

Mención aparte merece la censura del sacerdote, con la que Tornatore le saca más de una sonrisa al espectador. Paradójicamente, nada pone de manifiesto de forma más profunda y contundente el poder del arte y la libertad de expresión que la censura. ¿A qué se debe esa voluntad de eliminar unas imágenes, unas palabras, unas escenas? Si no tuviera lugar el milagro de la transustanciación artística, de acuerdo con el cual las ficciones aguardan ser encarnadas, no existiría la censura. Esta subraya el miedo a una posible verdad, a un consiguiente cambio.

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¿Cuántos homenajes y guiños cómplices a otras películas y cineastas desfilan por sus imágenes? Imposible enumerarlos todos: Chaplin, El ángel azul, La diligencia, de John Ford, Jean Renoir, Visconti, Casablanca, Lo que el viento se llevó… Alfredo cita fragmentos de algunas de estas películas, como de El hombre tranquilo, no por vanidad ni nada por el estilo, sino porque el cine revela la vida, aunque, como acertadamente le recuerda a Totó, “la vida es más difícil”.

Por momentos Cinema Paradiso puede parecer o resultar melodramática y sentimental, pero al mismo tiempo es entrañable. Los personajes del pueblo (Giancaldo, Sicilia), con sus pequeñas manías y locuras, forman parte de un zoológico humano que todos reconocemos. Y las imágenes del cine saliendo a la plaza o a la playa son enternecedoras, además de invitarnos a la rebeldía y a la utopía. Contiene imágenes que permanecen en nuestras retinas y una música de Ennio Morricone y su hijo Andrea que sigue resonando en nuestro interior después de haberla visto.

Posee esa sabia inocencia de las raras obras maestras. Contándonos la vida de Totó y del pequeño pueblo donde nace y crece, hasta su primer amor, con la crucial relación con el Cinema Paradiso, nos lleva de la sonrisa a las lágrimas, rasgos antropológicos universales que contribuyen a humanizarnos. Hay otras especies que sienten, pero ¿qué otros animales ríen y lloran? Por la risa como por las lágrimas nos hacemos humanos entre los humanos.

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La relación de Totó y Alfredo, interpretado por un magistral Philippe Noiret, es conmovedora. Alfredo salva a Totó de su madre y del cura. Luego es Totó quien salva a Alfredo de la escuela y del fuego. Totó es el hijo que Alfredo nunca tuvo, del mismo modo que Alfredo es el padre que Totó nunca conoció. Me recuerdan al niño y Santiago en El viejo y el mar, de Hemingway, que a su vez me recuerda a Don Quijote y Sancho. Ambos se sostienen mutuamente, ambos llegan a ser lo que son gracias al otro. Eso es amor, buen amor, quien lo probó lo sabe.

Como no podía ser de otra manera en el cine, la película incluye una historia de amor imposible. La escena en la que Salvatore sustituye al cura en el confesionario, y en lugar de escuchar la confesión de la amada se confiesa él, sin ser correspondido, es memorable; al igual que la larga y paciente espera noche tras noche bajo la ventana de la habitación de ella aguardando su respuesta. El padre de ella se opone a la consumación del deseo de ambos. Decía Rilke que “sólo los amores frustrados perduran”.

Censurados por el cura, la infinidad de besos que se suceden al final y ante los que Salvatore, ya un reconocido cineasta, se emociona, es la promesa de Alfredo cumplida más allá de la muerte. Y son los besos que acaso la vida nos negó y el cine nos devuelve en forma de catarsis y sublimación. Esto es cuanto le debemos: lo que fue y no fue de la vida, las vidas que nos vivimos.

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Sebastián Gámez Millán

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