«El nombre de la rosa» o el invierno de la Edad Media – José Miguel García de Fórmica-Corsi

El nombre de la rosa o el invierno de la Edad Media
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Un sagacísimo monje franciscano investiga una serie de espantosas muertes que están teniendo lugar en una abadía del norte de Italia donde se encuentra la biblioteca más extensa (e impenetrable) de la Cristiandad. En 1980, Umberto Eco, conocido semiólogo, crítico literario y erudito de temas muy diversos, nos contó esta prometedora historia bajo el bello y sugestivo título de El nombre de la rosa, y nos dio el que tal vez sea el último ejemplar de best-seller genuinamente «culto» dentro de una especialidad, la novela histórica, hoy tan de moda. Lo consiguió encontrando el punto justo de equilibrio entre el denso ejercicio de reflexión histórica (que engloba, por el contexto elegido, también la religiosa y la filosófica) con la entrega desinhibida al puro placer de la narración. No sé si soy todavía más subjetivo de lo usual al hablar de esta obra —yo mismo soy licenciado en historia medieval—, pero la revisión de esta novela (y sin pretender en ningún momento que sea una obra maestra: no quiero tampoco pecar por exceso) me ha deparado uno de los placeres del verano. Un placer que, no es raro en mí, entrevera lo literario con lo cinematográfico: me ha resultado imposible no mezclar, mientras leía, el maravilloso personaje protagonista de fray Guillermo de Baskerville con el rostro y el elegante ademán irónico del hombre que lo encarnó en la gran pantalla, Sean Connery, ni pasear por el interior de sus muros sin tener bien presente la mole prismática donde transcurre la película.
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Era el primer paso de Eco desde el ensayo (que había cultivado con notable éxito, dentro de los razonables márgenes de ese campo) a la ficción. Una novela policíaca con ropaje erudito, es posible que pensaran sus detractores. Un exceso de árboles para tan poco bosque, sostendrían aquellos a quienes tantas referencias cultas aburrieron. No en vano, en un primer vistazo se podía descubrir que el libro estaba (está) salpicado de numerosas frases en latín… que en la primera edición no se traducían: las ediciones actuales se encargan no solo de hacerlo (cuidado: soy el primero en agradecerlo) sino de incluir el pequeño ensayo Apostillas a «El nombre de la rosa», donde el autor explica buena parte de sus intenciones y alguna de las claves de la historia.
Es cierto que Eco ya hacía lo que muchos de los cultivadores de la novela histórica (o del best-seller de intriga construido sobre follaje histórico: que cada uno ponga los nombres que crea conveniente), esto es, apoyarse en una estructura siempre agradecida por el hipotético lector: la exposición de un enigma, por lo común criminal. Ahora bien, la diferencia es que ese enigma es el modo por medio del cual el autor expone, con tanta coherencia como sugerencia, una concepción de la vida y del pensamiento que tiene sentido en el contexto medieval en que se inscribe pero que, como las mejores obras literarias, posee un alcance universal.
Es bien sabido que el investigador monástico que creó no es sino una recreación de Sherlock Holmes. Como él, procede de las islas británicas (y en concreto, de Escocia, como el padre de la criatura, Conan Doyle), domina la ciencia de la deducción e incluso su descripción física —que, por supuesto, nada se corresponde con la del hombre que luego lo inmortalizaría en cine— se ajusta a la de los relatos (o más exactamente, a la clásica recreación del ilustrador Sidney Paget). Es más, del mismo modo que el original se evadía de la gris realidad mediante una solución de cocaína al siete por ciento, su nuevo avatar también hace lo propio, si bien mediante la ingesta de determinadas hierbas. El mismo nombre ya es un claro homenaje a la aventura más famosa del detective de Baker Street: El sabueso de los Baskerville. Y para consolidar el paralelismo, la crónica de sus hazañas detectivescas es contada por un ayudante que no hace sino asombrarse de los prodigios intelectivos de su maestro, y cuyo nombre, fonéticamente, recuerda al del biógrafo de Holmes: Adso en vez de Watson.
Eco situó a los dobles de Holmes y Watson en pleno medievo, en el año del señor de 1327, en el contexto de una turbulenta cristiandad dividida por dos causas fundamentales: por un lado, el enfrentamiento entre el emperador alemán y el papa de Aviñón (ciudad donde los pontífices se habían instalado en 1309 —bajo la evidente influencia del rey de Francia— y en donde permanecerían hasta 1378, periodo de tiempo llamado por sus detractores el «segundo cautiverio de Babilonia); por otro, la notable agitación herética nacida de los más ansiosos por regresar a la pureza originaria del cristianismo como respuesta al lujo desmedido de la Iglesia, propagada con sangre y ahogada (por la Inquisición) con más sangre todavía. En medio de ambos conflictos se encuentra atrapada la orden franciscana, a la que pertenece Guillermo, enfrentada al papa por su proclamación de la pobreza franciscana como dogma de fe. Precisamente, si el protagonista se encamina a la abadía es porque en ella ha de tener lugar una reunión entre los rectores franciscanos y los legados papales: la comisión de los crímenes será utilizada por los enemigos de los primeros para minar su posición, al descubrirse que entre los muros de ese lugar quedan restos de esas herejías mal que bien eliminadas.
El inteligentísimo Guillermo de Baskerville no tarda en deducir que los crímenes tienen que ver con la misteriosa biblioteca de la abadía, y en concreto con la existencia de un libro secreto que, de algún modo, conlleva la muerte para quien intenta asomarse a sus páginas prohibidas. Las señales son claras: los cadáveres presentan manchas negras en la lengua y en los dedos de la mano, y la causa se debe a algún desconocido y muy tóxico veneno. No es casualidad que la estructura de la novela, el gusto por detalles como la inclusión de detallados planos por parte del autor (del conjunto abacial y de la laberíntica biblioteca) y la inclusión de un capítulo final en el que el investigador hace una minuciosa exposición de los pormenores del caso supongan una curiosa reproducción del aroma de la novela-enigma anglosajona y, en concreto, de su autora más emblemática, Agatha Christie.
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El primer mérito de Eco es conseguir que la voz que narra la historia, la de Adso de Melk, tenga su propia personalidad y no se limite a realizar la crónica turiferaria de un personaje llamativo. Bien al contrario, Adso, modesto pero no necio, admira al maestro pero no sin condiciones, pues su mente abierta no se limita a mirar sino que intenta interpretar, exigiendo para ello saber. Buen recurso que el autor utiliza para, al tiempo que su maestro informa al muchacho de los entresijos de la época, nos ilustre a nosotros. procura entrar en la mente de un inquieto novicio del siglo XIII sin incurrir en anacronismos, complaciéndose en rasgos estilísticos muy propio de la época, como el uso inmoderado de las enumeraciones (de monstruos, de atributos religiosos, de hierbas medicinales, de libros arcanos…), y consigue crear un personaje en principio menos llamativo que su maestro pero sin el cual la historia, seguramente, no poseería su delicioso sentido de la maravilla.
Ahora bien, sin la menor duda buena parte del interés de El nombre de la rosa radica en el excepcional interés de Guillermo de Baskerville, uno de los últimos grandes personajes que ha dado la literatura, y el portavoz del autor para dar cuerpo a sus reflexiones. A través de este evidente alter ego, Umberto Eco registra su desconfianza hacia las ortodoxias pero también hacia las heterodoxias (llamadas herejías en el medievo), desnudando el idéntico afán que exhiben, el mismo celo y violencia con que se erigen en portadores de una única verdad («El infierno es el paraíso visto desde el otro lado», le resume el lúcido Guillermo a Adso). La opción personal de Guillermo es la comprensión del otro, la compasión, la humanitas: antiguo inquisidor que nunca quemó a nadie pero que renunció al comprender que la Iglesia no le había otorgado tal comisión para devolver al árbol las frutas derribadas por el viento sino para segar sus ramas torcidas, sabe que la única opción posible para no dejarse envenenar por el celo apostólico del iluminado por la verdad se encuentra en la convicción de que, sin compasión, el mundo se convierte en un lugar terrible para vivir.
Y la verdad no puede ser inmutable: siempre hay que completarla, siempre hay que cuestionarla. Eco, como bien explica en sus Apostillas, convierte a su protagonista en franciscano porque era en el seno de esa orden donde estaban surgiendo voces que cuestionaban el dejarlo todo en manos de Dios. Así, lo convierte en amigo del controvertido Guillermo de Occam, cuyo adagio conocido como la «navaja de Occam» aplica a su propia ciencia deductiva (o sea, el principio de economía en el razonamiento, que aconseja no complicar innecesariamente las explicaciones), y de Roger Bacon, que contribuyó a iluminar la necesidad de observar y analizar la principal obra de Dios, la naturaleza, a lo cual el protagonista se entrega con delectación.
La más admirable cualidad de El nombre de la rosa es la manera en que su autor consigue armonizar la tesis con la narración, el texto con el contexto, los personajes con una base histórica con las criaturas de ficción a los que sitúa bajo el tempestuoso viento que aquellos provocaron. Eco consigue interesar por las turbulencias ideológicas de la época porque tienen un fin dentro del enigma propuesto: a este respecto, es absolutamente memorable el capítulo «Nona» del Tercer Día, por la perfecta exposición que Guillermo la hace al ansioso Adso del enrevesado crisol de las herejías, mediante la cual, a la vez, el lector se hace una emocionada idea de la visión compasiva del protagonista hacia quienes, aun equivocados, buscan corregir la injusticia del mundo.
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Es cierto que no faltan defectos en la novela, en muchos momentos provocados por la complacencia de Eco en su propia brillantez y erudición, que aumentan de modo innecesario el número de páginas del libro. En particular, creo que sobran los momentos en que Adso se abandona a las reflexiones sobre el erotismo, primero, y la pasión romántica, después (motivadas por su fugaz encuentro sexual con una campesina atraída a las cocinas del monasterio por el monje cillerero —el encargado del aprovisionamiento— para intercambiar favores carnales a cambio de comida), o bien el largo capítulo, casi al final de la obra, en que el muchacho se ve asaltado por un sueño, y que no aporta nada ni a la trama ni a la dramaturgia ya tan cercana a su conclusión. En cualquier caso, El nombre de la rosa supone una de las mejores aproximaciones a la fascinante época retratada que he leído nunca y una novela excelente en sí misma.
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José Miguel García de Fórmica-Corsi