El puro placer de contar: Conan el bárbaro o la ética de la verdadera civilización – José Miguel García de Fórmica – Corsi

El puro placer de contar: Conan el bárbaro o la ética de la verdadera civilización – José Miguel García de Fórmica – Corsi

Conan el bárbaro o la ética de la verdadera civilización

 

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Conan [Ilustración de Boris Vallejo]

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Todo comenzó con un personaje llamado Kull, soberano del reino «precataclísmico» de Valusia, al que Robert E. Howard había dedicado varios relatos publicados en la mítica Weird Tales (subtitulada con razón «la revista única») entre 1929 y 1930. El escritor guardaba otro relato, titulado ¡Con esta hacha gobierno!, que el editor de la misma, Farnsworth Wright, había rechazado en su momento, tal vez por parecerle demasiado farragoso. Sin embargo, un par de años después, Howard lo reescribió cambiando el escenario de la acción y varios rasgos circunstanciales, amén del nombre del protagonista. Ahora pasaba a llamarse Conan, rey de Aquilonia, y el cuento, rebautizado como El fénix en la espada, fue publicado en WT en diciembre de 1932. Es más, al considerar el editor que el relato tardaba en arrancar, su autor decidió suprimir sus páginas iniciales, dejando a modo de introducción un famoso párrafo (supuestamente extraído de un libro titulado Las crónicas nemedias) que supone la mejor presentación posible del personaje, y que el tebeo y el cine se encargarían de popularizar:

«Has de saber, oh príncipe, que en los años que median entre el hundimiento de la Atlántida y las ciudades resplandecientes y la ascensión de los hijos de Aryas hubo una época de ensueño en que reinos rutilantes se extendían por el mundo como mantos de zafiro tachonados de estrellas: Nemedia, Ofir, Britunia, Hiperbórea, Zamora con sus mujeres de pelo negro y sus misteriosas y sobrecogedoras torres, Zingaria con su caballería, Koth que lindaba con los pastizales de Shem, Estigia con sus tumbas custodiadas por las tinieblas, Hirkania, cuyos jinetes vestían de acero, seda y oro… Pero no había reino más magnificente que Aquilonia, cuyos dominios abarcaban el esplendoroso oeste. Allí apareció, espada en mano, Conan el cimerio, de pelo negro y mirada taciturna, ladrón, saqueador y asesino, tan desbordante de melancolía como de júbilo, dispuesto a hollar con sus sandalias los engalanados tronos de la Tierra» [1]

Sería el origen de uno de los grandes mitos de la narrativa popular: la saga del personaje conocido hoy sobre todo como Conan el bárbaro. Sin lugar a dudas, supuso el mayor éxito de su autor, en su momento uno de los grandes puntales de la época dorada del pulp, quien en el reducido espacio de poco más de cuatro años publicaría hasta 17 historias, de variada extensión, sobre el personaje (amén de otras cuatro rechazadas en su momento). Eclipsado con la decadencia del soporte editorial que le había dado cobijo, Conan resucitó sin embargo muy pronto, de la mano de diversas ediciones en libro desde los años 50 de cuya popularidad da fe su pase al mundo del tebeo, en las publicaciones de Marvel Comics, y más tarde al cine, encarnado por Arnold Schwarzenegger. Irónicamente, esos dos medios multiplicarían su repercusión, pero se convertirían en el principal acceso al personaje por encima del literario (que, lógicamente, alteraron). El descubrimiento de los relatos originales revela una de las obras culminantes de la literatura de género del siglo XX, pese a la mala fama que para muchos supone su origen en esas publicaciones baratas de evasión que fueron los pulps.

 

 

Robert E. Howard con pose de gangster en su mas famoso retrato fotografico

 

Robert E. Howard había nacido en Peaster (Texas) en 1906, y toda su vida la pasó en los pequeños villorrios texanos a donde su padre, médico de profesión, arrastró a su familia, si bien es Cross Plains el lugar en que finalmente se afincaron. El que sería, junto a Howard Philips Lovecraft y Clark Ashton Smith (amigos y corresponsales) uno de los famosos «tres mosqueteros» de Weird Tales, compartió con el primero varias características vitales: su completa devoción hacia el lugar donde había nacido (en su caso, ese entorno rural propio del western) y su aparente ensimismamiento en torno a su núcleo familiar (amén del hecho de que sus devotos gustan llamar a los dos por el acrónimo que forman sus nombres, REH en un caso, HPL en el otro).

Como se sabe, Howard se suicidó el 11 de junio de 1936 disparándose un tiro en la cabeza. Según la versión oficial, propagada por ejemplo por L. Sprague de Camp, responsable de la edición (y alteración) de su obra y autor en colaboración de su principal biografía, Dark Valley Destiny (1983, publicada en España por Dolmen), lo hizo al no poder soportar la inminente muerte de su madre —enferma incurable de tuberculosis desde años atrás—, dictaminando así que el joven escritor (30 años en el momento de su muerte) era víctima de un incurable complejo de Edipo. Especialistas y aficionados se han rebelado en los últimos tiempos contra la manía «psicoanalizadora» que se vertió durante años sobre REH y aluden más bien al carácter depresivo del escritor, que sencillamente liberó sus ansias nihilistas al saber que su madre, de cuyos cuidados se había responsabilizado a medida que progresaba su enfermedad, ya no los iba a precisar más. Quién sabe: está por realizar un estudio minucioso del autor y su obra.

En cualquier caso, lo que está fuera de toda duda es que REH fue un escritor compulsivo, además de un lector voraz y de un minucioso creador de mundos. Conan no es su único personaje, si bien el prototipo conaniano participa de un rol genérico que Howard repartió por múltiples cuentos (el mencionado rey Kull, el picto Bran Mak Morn, el aventurero en tierras orientales El Borak, y tantos otros). En palabras de Javier Martín Lalanda, el mayor experto hispano en la literatura de Howard, el escritor texano es el creador del género que unos llaman Fantasía Heroica y otros Espada y Brujería, del cual Conan es su principal figura. Lalanda data su fundación en El reino de las sombras (1927), cuento perteneciente a la serie dedicada a Kull de Valusia, personaje fundamental en la creación del cimerio como ya se indicó.

«No hay empresa literaria que me entusiasme tanto como reescribir la historia so capa de ficción», escribió REH a HPL. Así, el espacio cronológico en que situó a su personaje, la Era Hiboria, se erige como una atemporal conjunción del medievo y la antigüedad tardía, con la tecnología anclada en la edad del hierro y en la que, por supuesto, los portentos fantásticos y los engendros surgidos del infierno se encuentran a la orden del día.

Lovecraft siempre le reprochó a Howard su particular nomenclatura inspirada en términos históricos auténticos. Ahora bien, con ello, lo que pretendía Howard era, precisamente, establecer en la mente de sus lectores (a los que suponía suficientemente cultivados, por más que siempre se piense que el pulp se dirigía a masas indiscriminadadas que todavía no disponían de la televisión) una inmediata filiación. En unos casos, la relación es directa: Vendhya evoca la India como Khitai la lejana China; Cimeria rescata un término extraído de Heródoto para referirse a un pueblo de las estepas euroasiáticas, que se basta para explicar el nomadismo innato de Conan (el único cimerio que aparece en los relatos, por cierto); Estigia, nombre de un reino caracterizado por la práctica de la magia negra, frecuentemente necromántica, de sus brujos, viene a identificarse con el antiguo Egipto, aun utilizando para ello un nombre griego; Zingaria, en fin, es el equivalente de España, si bien hay un reino llamado Zamora cuyo nombre fue escogido por REH lisa y llanamente, por su sonoridad… Del mismo modo, su onomástica es de lo más heterogénea, pues registra desde nombres celtas (el del protagonista) a grecorromanos, egipcios e incluso, por qué no, asirios (el de la pirata Bêlit).

 

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El mítico numero 100 de Conan the Barbarian, con John Buscema narrando la muerte de Bêlit

 

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El relato inaugural del personaje lo situaba en su madurez, convertido en rey de Aquilonia, estado que correspondería vagamente, en la geografía howardiana, a Francia. El siguiente cuento publicado, La ciudadela escarlata, que vio la luz tan solo un mes después, volvía al mismo escenario regio. Sin embargo, el tercero, La Torre del Elefante —considerado por los especialistas ya como una de las obras maestras del ciclo— retrocedía de pronto a un episodio en la primera juventud del personaje, cuando este no es más que un modesto ladronzuelo, sin hacer ninguna mención al destino futuro de Conan. Y así es como Howard fue añadiendo capítulos al personaje, con un fascinante sentido de la atemporalidad, sin pretender en ningún momento volcar sobre el mismo ningún propósito de totalidad biográfica: esta sería labor de sus continuadores, de sus reformuladores, tanto en la literatura (L. Sprague de Camp, editor, y algo más, de su saga) como en el tebeo (Roy Thomas, el guionista de Marvel que tomó sobre sus espaldas al personaje).

Es así que el Conan de cada cuento es Conan en su totalidad, no en vano una de las más fascinantes características del personaje es su irredimible pertenencia al presente. Conan en absoluto es consciente de que le espere ningún destino mayestático (aunque Howard se permite alguna vez la broma de hacer que el personaje especule, distendido, con que entre los múltiples oficios aventureros que ejerce a lo largo de su vida, solo le falta la realeza) ni se ve condicionado por un pasado que pese sobre su memoria. Por ello, Howard acertó al prescindir de personajes secundarios o recurrentes (tan solo, como es natural, en los tres o cuatro episodios que recogen su etapa como rey, pues es lógico que sus nobles y consejeros principales sean los mismos), por carismáticos o importantes que resulten algunos en el curso de una historia concreta.

Y es que lo que nos cuenta Howard sobre su personaje a lo largo de la saga es bien poco, como se sabe. Todo lo más, en el cuento El coloso negro, Conan declara: «Nací en un campo de batalla» —episodio, por cierto, que sería utilizado en el inicio del remake cinematográfico de Conan el bárbaro, dirigido en 2011 por Marcus Nispel—, y sin necesidad de añadir ningún otro dato que refrende esa afirmación, el lector no necesita más para saber que un hombre así es lógico que sea el guerrero definitivo.

 

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Ilustracion de John Buscema y Alfredo Alcala para Sombras de hierro a la luz de la luna, en La espada salvaje de Conan

 

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Ni siquiera se narra gran cosa sobre su tierra natal, esa Cimeria norteña y sombría de la que procede y a la que no parece que desee nunca regresar, pero a la que debe su prodigiosa constitución física y su instinto natural para la supervivencia, amén de la honestidad básica y primitiva (primigenia, podríamos decir) que es su característica ética principal. En La reina de la Costa Negra —considerado con razón uno de los mejores relatos, y desde luego el más rico en cuanto a profundización en la psicología y motivaciones del personaje—, el cimerio, preguntado por su amante Bêlit acerca de los desconocidos dioses de su tierra, le contesta que Crom, el principal de ellos, es un dios al que no solo de nada vale invocar, sino que incluso es mejor no atraer su atención, ya que atrae desdichas y no fortuna. «Es implacable y sin compasión», señala Conan, y añade: «Pero infunde poder para luchar y matar en el momento de nacer. ¿Qué más puede pedir un ser humano?».

Esta aseveración, bien memorable, supone una excelente declaración de principios del autor sobre su criatura. Conan es el clásico personaje, tan habitual en la literatura de género, caracterizado no por su recorrido vital sino por sus actos, sus gestos o sus palabras (más los primeros que las segundas, claro, aunque cuando el cimerio habla, como hemos visto, deja sentencias para el recuerdo). Cada lector, por tanto, es capaz de encontrar en él una dimensión diferente, por unidimensional que pueda parecer (exteriormente) el personaje. El mismo Howard (y es muestra de talento que surja de modo natural y no en función de un plan preconcebido, como ya señalé) fue capaz de hacer sutilmente distinto al cimerio en función de la edad del relato: la audacia irreflexiva que exuda en sus cuentos de juventud (La hija del gigante de hielo, La Torre del Elefante) va siendo poco a poco temperada por la experiencia (la que muestra en los relatos en que se narra su conversión en líder de hombres, ya sea soldados o bandidos: El coloso negro o El pueblo del círculo negro), hasta llegar al rey sabio y responsable de sus relatos regios (responsabilidad bajo la cual, eso sí, nunca dejará de latir la condición de guerrero nato, capaz de dejarse arrebatar por el éxtasis del combate).

En general, se suele presentar como idea central de la saga el conflicto entre barbarie y civilización. Conan sería el símbolo de lo primero en cuanto encarnación del instinto positivo, puesto que lo civilizado, en Howard, sería emblema de degeneración y corrupción moral. Las civilizaciones sedentarias entre las cuales se mueve Conan —los distintos reinos y ciudades-estados del continente hiborio, a los que unas veces alquila sus servicios y otras se dedica a combatirlos al frente de hombres libres (bandidos) como él— están habitadas por seres cuya presunta sofisticación moral no encubre sino la lúbrica satisfacción de las ambiciones básicas (poder, lujo y riqueza, y los llamados placeres de la carne: comida, bebida y sexo). Howard no comete el error de dibujar a su personaje como un asceta que no desee lo mismo —en todo caso, en su obra ya existía el espadachín puritano Solomon Kane—, pues su mayor goce no es sino un buen combate, una muchacha deseable y una abundante provisión de vino, mas sabe medir, incluso en el momento de mayor desenfreno, el grado de entrega a esa inmersión en los mismos placeres (por ejemplo, el puesto de rey le vendrá por casualidad: no lo buscará a propósito pero una vez conseguido, considerará estúpido rechazarlo).

Desde luego, nada más distante del viejo concepto del «buen salvaje». Y es que, pese a todas las imprecaciones que el Canon contiene contra el mundo civilizado, el escritor lo que hace es convertir al cimerio en el verdadero portador de los valores de la civilización. Para REH, la «civilización» no es un concepto material, sino un conjunto de valores que forman parte de la ética personal de cada uno, y este es el rasgo que une a todos sus héroes y antihéroes, más allá de lo más obvio (la fuerza y la inteligencia, el valor y la intrepidez).

Así, y por debajo de su rudeza —es más, cohabitando de forma insoluble con ella—, Conan posee un sentido de la humanidad (o de la ecuanimidad, ese valor del hombre civilizado que en nuestros días parece estar pasado de moda) que enseguida intuyen todos aquellos que precisan de ella: las víctimas de la violenta vida que reina en la Edad Hiboria. Incapaz de aprovecharse de una ventaja (de ahí su odio inveterado hacia los brujos o practicantes de cualquier magia negra), Conan no duda en matar —sabe bien que, en ese mundo, la alternativa es morir— pero comprende cuándo la sed de sangre es ya producto del envilecimiento y es el momento de enfundar la espada (pero ay del que ponga a prueba su instinto de supervivencia).

Evidentemente, Conan es una fantasía masculina, lo cual no equivale a una fantasía machista. El ciclo contiene una galería de personajes femeninos cuyo valor e intrepidez, incluso su carisma y capacidad de mando, están a la altura de cualquier oponente masculino, comenzando por Bêlit, la reina de la Costa Negra, o Valeria, la compañera de aventura de esos Clavos rojos, por no hablar de otros personajes que se derraman en otros ciclos narrativos del autor, como esa indomable guerrera en el histórico sitio de Viena llamado Sonia de Rogatino que los tebeos y el cine convertirían en compañera de andanzas de nuestro cimerio bajo el nombre de Red Sonja.

En cualquier caso, los mejores relatos de Conan desbordan de un sentido del erotismo verdaderamente malsano, que desarma tanto por la sofisticación sexual que exhibe como por la franca ingenuidad con que Howard (ese mocetón texano que no tuvo relaciones femeninas conocidas) lo traza. En especial, el relato Clavos rojos (WT, sept.-oct. 1936), resulta inolvidablemente perverso en su conjunción de safismo, sadomasoquismo, locura asesina y degeneración mental. Sin la menor duda, este cuento, el último que escribió sobre el personaje, es la obra maestra del ciclo.

La saga de Conan desborda en grado sumo las dos grandes virtudes de Howard como escritor. La primera, la estupenda fluidez narrativa, capaz de unir la acción con la descripción (física y moral) en una sola frase, esa virtud que poseen aquellos escritores (no tantos como parece) que saben transmitir el puro placer de contar. La segunda, la coherencia con que conoce a su criatura para saber hasta dónde puede llevarlo, y conseguir así que acabe siendo algo más que un mero icono aventurero: esa ética de la barbarie que señalaba, esa capacidad para unir el vitalismo más anárquico con la melancolía existencialista, contraste ciertamente apasionante que gobierna la obra de los más grandes, de R. L. Stevenson a Fritz Lang pasando por John Ford.

 

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Una de las magníficas cubiertas de Frank Frazetta para Conan

 

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Conan, el héroe activo por excelencia, también es consciente de cuáles son los límites del azar o del destino, pero su fatalismo tiene la virtud de no arrojarlo al ciego pesimismo sino de conducirlo a la más práctica sensatez. Sabiendo que la calma o la abundancia pueden verse sucedidas, del modo más abrupto, por el peligro y la escasez, no queda otra opción que aceptar las cosas tal como vienen, afrontar hasta el fondo las posibilidades de cada situación y asumir el cambio vertiginoso de suerte sin caer en la desesperación, mientras haya una espada a mano o, sencillamente, pueda valerse de sus músculos de hierro. La mañana de junio de 1936 en que puso fin a su vida, Robert E. Howard —el vitalista melancólico, el complejo primitivo— olvidó esta lección y apretó el gatillo.

 

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Estupenda ilustración de Conan, por Barry W. Smith

 

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José Miguel García de Fórmica – Corsi

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Nota

  1. De las varias accesibles en español, he escogido la traducción de Rodolfo Martínez para el primer título (se anuncian tres más) de la edición completa de los relatos de Conan, Nacerá una bruja. Las crónicas nemedias I (Sportula, 2018). 
Categories: Crítica Literaria