«Puntos de fuga (Cuaderno de Alemania)», de Rosa Romojaro – Una reseña de Sebastián Gámez Millán

Puntos de fuga (Cuaderno de Alemania), de Rosa Romojaro [Reseña]
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Puntos de fuga (Cuaderno de Alemania), de Rosa Romojaro
A medida que nos adentramos en Puntos de fuga (Cuaderno de Alemania), de Rosa Romojaro, un libro de una originalidad fascinante, la pregunta resulta casi ineludible: ¿a qué género literario pertenece? Aunque contiene poemas, incluso prepoemas, no es un poemario, género con el que la autora ha cosechado los mayores reconocimientos (Premio Manuel Alcántara, Ciudad de Salamanca, Jaén de Poesía, Antonio Machado o Andalucía de la Crítica, entre otros); tampoco podemos considerarlo un libro con tendencia hacia el ensayo, aunque haya una multitud de información en forma de ideas, definiciones, observaciones, apuntes, anotaciones o descripciones, y también subversiones, iluminaciones…
Por momentos, algunos de estos fragmentos pudieran parecer “greguerías” (“Relámpagos: venas del cielo”, p. 251), que según la definición de quien las acuñó, Ramón Gómez de la Serna, se componen de metáfora + humor. Pero tampoco son greguerías. O por lo menos no específicamente. ¿Es una novela? Si bien esta conforma un género proteico donde cabe todo, Puntos de fuga, en rigor, sin serlo, se compone de un hilo que actúa en la forma de una narración, por lo que vislumbramos un argumento no claramente explícito, junto a los elementos que componen la línea de hechos cuya configuración se emparenta con la introducción, nudo y desenlace novelístico, ¿o tal vez esa interior estructura narrativa pensando en otra modalidad de género sea más evidente? Veremos.
Nos mueve a pensar en ello la extrema novedad, gratificante, del libro de Rosa Romojaro: ¿entonces, acaso, se trata de unos diarios, de unas memorias, de una autobiografía? Aunque contiene algunos componentes de cada una de estas formas, tampoco este libro, en sentido estricto, cumple los requisitos que las definen. Se diría que hay una voluntad expresa, pero no en la superficie, creadora y literaria, de explorar inéditas escrituras y contenidos haciéndolos múltiples, de distinguir en esta senda órdenes narrativos enriquecedores, generando puntos de vista más sutiles, por lo que el texto no se aplica a normas de ningún género concreto al tratar, por ejemplo, acontecimientos decisivos en los que no se demora, detallando, sin embargo, otros aparentemente más intrascendentes, banales o menores.
Centellea también lo nuevo cuando encontramos fenómenos tan inusualmente tratados como los abundantes diálogos cinematográficos que se registran (hasta treinta y seis según las referencias incluidas al final), o las citas, los sueños, la descripción de los paseos, de las visitas médicas, la visión de los viajes o las relaciones de figuras estilísticas y retóricas, además de conversaciones, términos traídos de la infancia… y en esos recuerdos, el pasado que no termina de pasar y que conlleva preocupaciones, temores, reflexiones, ejercicios de introspección, vuelos líricos, vías de escape, salvación de instantes…
Un primer gran logro de este excelente libro: el hecho de que nos permite entrar en la literatura sin aprioris de género, y así favorece también un ejercicio esencial tan del ámbito más puro de la literatura, es decir, que el contacto del lector con lo creado sea natural, sin artificios, y que la lectura sea un vínculo de la mayor humanidad, centrado en la página, entre quien lo ha escrito y quien lo recibe. No lejos de este propósito, pero a efectos críticos, que también es seña del texto de Rosa Romojaro, asimismo, recordamos de Milan Kundera Los testamentos traicionados, donde se nos avisa contra los prejuicios que heredamos en forma de estereotipos, clichés, lugares comunes o tópicos…, y así poder mantener viva y activa nuestra capacidad de discernimiento. Es exactamente otra de las cualidades de Puntos de fuga, a través de la capacidad de reflexión sin cortapisas que traslada.
Estructurado en tres partes, cada una de estas se corresponde a unos ciertos años de distintas décadas: “I. Acaban los 80. Trozos de papel para unir trizas; II. En los 90. El descenso de la casa del cielo (la catábasis) al infierno del asfalto y de las vanidades: Notas de huidas”, que con la pérdida del hábitat primigenio y el peregrinaje posterior de alquileres, pueden ser equiparados al nudo de la trama que subyace al texto; y“III. Entrados los 2000. De los lugares del desengaño a la vuelta (la anabásis) al origen. Señales del regreso”, que podemos considerarlo, en la equivalencia, el desenlace. El tiempo transcurrido abarca, realmente, unos quince o dieciséis años –desde finales de los ochenta (1988) hasta los primeros 2000 –;por otra parte, un período crucial en la trayectoria profesional de la autora, tal como indica al principio en “Confidencias con el lector”, cuyo sentido en la narración que nos ocupa conforma la introducción. “Puntos de fuga”, la locución emblemática, acorde con el sentido de la escritura paralela cuya enseña define el propio libro, tiene como subtítulo “cuaderno”, un motivo circunstancial según escribe la autora en sus palabras preliminares. Por distintas razones y el amplio espectro connotativo que ofrece, el título resulta una cabecera muy certera del libro; ahora solo quisiéramos comentar una de esas relaciones que trae este título, y es el establecimiento de una cierta analogía con la pintura: como es bien sabido, el punto de fuga es una técnica que revolucionó este arte en el Renacimiento al crear una tercera dimensión, la profundidad, hacia donde se inclina la mirada del espectador.
¿Es la literatura, al igual que el arte, aquello que dota de profundidad y cierto sentido a la vida? Una hermosa cita en el libro de los Adagia de Wallace Stevens nos invita a imaginar que sí, y en estas palabras queremos entender la proximidad de Rosa Romojaro al pensamiento estético de este autor: “La literatura es la mejor parte de la vida, siempre que la vida sea la mejor parte de la literatura. (…) Es la vida la que me interesa captar en la poesía. (…) Lo real sólo es la base. Pero es la base. (…) El mundo entero es materia para la poesía. (…) No existe materia específicamente literaria” (p. 75). ¿Una confesión implícita a través de la cita? ¿O más bien una cercanía, un rescoldo de semejanzas? Pues la autora raras veces afirma, sometiendo lo que escribe a la consideración de quien lo lee.
Y sobre todo hablamos de un libro que elude lo convencional. El novelista y crítico Juan Francisco Ferré, en su recensión del libro en el diario Sur (31-7-21), lo compara con un tipo de escritura femenina japonesa, también fragmentaria, común en las cortes del Siglo X, del que es ejemplo el Libro de la almohada de Sei Shonagon, y, al igual que pudiera suceder con la lectura de este libro de literatura cortesana, podríamos esperar en el de Romojaro que surgiera “la revelación impúdica, el chisme morboso, la indiscreción obscena. Nunca ocurre. Rosa Romojaro se desnuda sin quitarse la ropa y, cuando se despoja al final del disfraz que la encubre, el cuerpo se ha eclipsado, dejando detrás una sonrisa irónica, como el gato de Cheshire” (p. 49).
Brillante y maestra en el arte de la escritura, Rosa Romojaro construye sugestivas elipsis y sugerencias. Como sucede con la belleza de los fragmentos de las ruinas arquitectónicas, los lectores co-crean y, así, completan lo que no es explícito, mediante el libre juego de la imaginación y el entendimiento de la vida que está en el aura del libro, y, por ello, no es visible en las páginas, aunque se presiente en todo momento. En su trayectoria creadora, a través de sus sucesivos poemarios, Rosa Romojaro ha establecido una figuración del yo de gran riqueza, y así en su poesía, a diferencia obviamente de las memorias o la autobiografía, ese valor nominal se ha caracterizado sobre todo como miradas del transcurrir existencial, si bien construyéndolo merced a una muy rica y tamizada simbología. Desde el propio estilo general de la autora, verdaderamente inmerso en el corazón de la literatura, entendemos que solo líricamente se permite decirse a sí misma; una maravillosa comunicación que tanto agradecemos en este tiempo en el que bajo el imperio de las redes sociales cada vez se difuminan más las nociones del pudor, de lo íntimo o de lo distinguido, lo que no nos parece que sea ninguna conquista.
En la muy completa labor intelectual y universitaria de Rosa Romojaro como Catedrática, y en su actividad como creadora, su obra escrita abarca diversos géneros y modalidades, como el relato (No me gustan las mujeres que lloran y otros relatos, 2007), la novela (Páginas amarillas, 1992), el artículo periodístico (Rodear la tarde, 2003), el estudio teórico y académico (Funciones del mito clásico en el Siglo de Oro: Garcilaso, Góngora, Lope de Vega, Quevedo, 1998;Teoría poética y creatividad, 2010;Lope de Vega y la teoría de las funciones del mito, 2019), y asimismo el ensayo crítico (Lo escrito y lo leído. Ensayos sobre literatura y crítica literaria, 2004), que señalamos solo como una muestra entre sus numerosos libros, ediciones y artículos especializados, y otros textos de creación. Y en ello, consideramos que la poesía ocupa un espacio esencial, por la interioridad que despliega, y también porque, en esa ya dilatada trayectoria literaria mencionada, casi podríamos afirmar que desde sus inicios ningún género la ha acompañado en lo profundo de forma tan persistente y anhelante.
¿Queremos decir con ello que sobre todo es poeta? No es nuestra intención, ni tampoco dilucidarlo lo vemos necesario ni conveniente; sería reducir la mirada múltiple, que se da en sus distintas manifestaciones escritas. Si ha elegido diferentes géneros y escrituras, ello responde al sentido de que cada uno de estos constituye el medio más adecuado para expresar o trasladar lo que en esos momentos aparece en su vida o llama para ser expresado. En la poética de Rosa Romojaro, y también en toda su labor investigadora, al modo en que cada arte posee una puerta de acceso al mundo, cada género, cada forma de escritura abre un abanico de opciones expectantes siempre en busca de alcanzar una meta de excelencia. Si atendemos a su poesía, los valores expresivos, los que están a la búsqueda de la palabra exacta, el cultivo del ritmo, la capacidad figurativa y de construcción de imágenes, los espacios de síntesis, de condensación, y también de exploración original, están presentes por su refinado uso del lenguaje también en los otros géneros de los que se ha servido. Aquí apreciamos, ya sea en prosa, ya sea en verso, las formas de un estilo que declara un gran conocimiento de la lengua, preciso, claro, delicado y sutil, y rayando lo sublime cuando el idioma de su creación se hace cenital.
Por otra parte, en la literatura, al igual que en el arte, la dimensión que afecta a la existencia de los autores se relaciona con un factor a tener en cuenta, y acaso de forma inevitable: no hay nada en lo literario que de una manera u otra no remita a la vida en sus múltiples manifestaciones. Como escribía Galdós: “Por donde quiera que uno vaya lleva siempre consigo la novela”. Y no es tan sólo que se viva como si se estuviera novelando la existencia, a la manera del Quijote; más bien, al tratar el caso de los escritores, parece como si no dejaran de meditar y tejer los libros continuadamente entre los pliegues de sus vivencias.
Y así Rosa Romojaro cuando vive en un más allá de la creación de una novela o de un poemario o del texto crítico que la ocupara en otros momentos, mantiene sin embargo la pasión que lleva consigo y la expande casi inadvertidamente en fragmentos, es decir, en los “puntos de fuga” que como teselas componen el mosaico de este magnífico libro que reseñamos.
En el texto varían las personas gramaticales del discurso y, así, en ocasiones, la autora construye una segunda o tercera persona cuyo sentido reside en focalizar mediante un prisma de perspectivas aquello que se va observando: “En su diario había escrito: Estoy tan torpe, tan ajena, tan perdida, que necesitaría empezar de nuevo. Todo. (…) Lo achaco a la dispersión, al mucho trabajo, a las preocupaciones y disgustos, al cansancio, al deseo de `tomarme unos días´ después de estar año tras año pendiente del escritorio (alumnos, papeles, libros o artículos…), pero puede ser el principio de una enfermedad agazapada” (p. 246).
¿Quién habla? ¿A quién se refiere en este desarrollo? Y, efectivamente, en la escritura de Rosa Romojaro, junto a la técnica de la alteridad que enriquece el punto de vista, no se trata de eludir ninguna responsabilidad en relación con la existencia y hacerlo de un modo inauténtico, como diría Heidegger, sino de tomar cierta distancia con el fin de aclarar lo vivido, un mayor compromiso en suma, e intentar a ese propósito discernir más claramente el propio discurrir vital, como se apunta en el texto (p. 50). Pero, también, en otros instantes recoge reflexiones de críticos o escritores de tal manera que estas citas, en ciertos casos, propenden a difuminar las fronteras entre lo vivido y lo escrito, un mensaje que nos da el mismo libro; así, la siguiente cita de Roland Barthes: “Quien habla en el relato no es quien escribe en la vida, y quien escribe no es quien existe”; y también la debida a Paul Auster: “El que vive en el mundo –aquel cuyo nombre aparece en las cubiertas– no es el mismo que escribe el libro”; o la que igualmente se recuerda de Milan Kundera: “El novelista derriba la casa de su vida para, con las piedras, construir la casa de la novela” (p. 195).
En otro aspecto, esas variaciones que contienen el uso de la segunda o de la tercera persona, también caracterizan un rasgo específico en la poética contemporánea que aporta el desdoblamiento como un posibilidad tanto temática como estilística, y que en la estirpe de las más notorias escrituras en nuestra tradición se ha empleado por parte tanto de poetas como de narradores –Antonio Machado, Luis Cernuda, José Ángel Valente, Juan Goytisolo…–. Además, en ello, la alteridad, y lo que aporta como fórmula literaria indirecta, es un signo de gran riqueza expresiva por la pluralidad de miradas y connotaciones que conlleva a la hora de dar cuenta de la complejidad que quiere trasladarse.
Junto a estas características dichas, no se renuncia a la ironía y al humor en el conjunto del libro, que es así mismo un punto de fuga, cuya presencia en el texto ofrece un claro matiz en relación con tendencias de la poesía crítica contemporánea. Fragmento como el que sigue es esclarecedor de esta clave: “En el sueño los señores instaban a la criada para que durmiera con ellos. Ella llegaba a sentir (y yo) la consistencia flexible del pene del señor. Luego, la criada, con el palo de golf que le habían regalado los señores, daba a una pelota que era una manzana gigantesca” (p. 254).
Por otra parte, resultan de especial valor en el libro las reflexiones de carácter social que se van dando a lo largo de sus páginas, y aunque por las décadas tratadas no alcancen el presente, poseen, también la ejemplaridad que es posible aplicar al mundo actual. Valgan las siguientes muestras: “Vivimos una civilización que hace enfermar, aunque, paradójicamente, todo está concebido para que vivamos más tiempo. Y vivimos. Padeciendo o huyendo del sufrimiento que proporciona vivir. (…) intentamos huir del dolor de forma sistemática (…). No queremos llorar desgracias, ni las ajenas ni las propias. No queremos llorar. Sólo vivir a tope. Y trabajar (o no trabajar) a tope. Y para todo hay recetas y profesionales que nos cuidan” (pp. 208-209). Coincide con lo que diagnosticaba Susan Sontag en Ante el dolor de los demás: ¿qué estamos haciendo para anestesiar con infinidad de imágenes nuestra capacidad de compasión, de sentir con los otros? Sin dicha capacidad nuestra humanidad enmudece y se desorienta; y al mismo tiempo aumentamos hasta límites infantiles el individualismo y el narcisismo; por ello, debilitamos nuestro sentido de lo comunitario, lo que equivale hasta cierto punto a un debilitamiento de la mirada política.
Más delante de la página arriba citada, se evoca la Guerra del Golfo de una forma que nos suscita paralelamente recuerdos de los análisis de Baudrillard: “Todavía recuerdo aquellos días de 1991 –parece que fue ayer–, cuando los televisores nos adentraron en los puntos de mira de aquellos misiles inteligentes que bombardeaban Irak. Nunca supimos a qué cifra llegó el número de víctimas ni cuál fue el alcance de las secuelas. Cadáveres invisibles y ciencia ficción. (…) Luego, después del aluvión mediático, el silencio y el olvido. (…) Y, así, muchos hemos ido recibiendo las cruentas guerras de Yugoslavia, de Chechenia, las matanzas de Oriente Medio, e, incluso, lo que parece insuperable, la hecatombe de las Torres Gemelas” (p. 218).
Y a continuación añade esta certera y humanamente dramática lectura de todo aquello: “El otro desvelamiento de la Guerra del Golfo fue que nada está en nuestras manos, que todo lo deciden los gobernantes y sus políticas de alianzas internacionales, a veces tan espurias. Y la conciencia de que jamás sabremos la verdad de nuestra propia historia, o de que no nos dejarán saberla” (p. 219). Difícil es no tener presente lo que está sucediendo ahora en Afganistán. La historia se repite con variaciones previsibles o imprevisibles, pero en todos estos casos no menos trágicas y desoladoras. Es la guerra que no cesa. Sí, no gobernamos la historia, del mismo modo que no gobernamos nuestra vida, por lo menos tal como sería deseable por cada uno de nosotros.
En un modo ya conclusivo, parece oportuno citar otro fragmento de Puntos de fuga que emociona y llega a lo más profundo del lector, y que, con los matices diferenciados, puede relacionarse con “Recuerdo infantil”, de Antonio Machado, en prosa, al darse una sorprendente simultaneidad de tiempos: desde la inesperada y trágica realidad, pasando por la historia que se relata a través de los medios, hasta la lectura inocente de los niños en clase, unido todo por el nombre de un poeta. El fragmento de Puntos de fuga dice así: “2-3-1989. Instituto Blas de Otero, Madrid: Hacía cinco minutos que había terminado el recreo y los alumnos habían vuelto a sus aulas para reanudar sus clases. De pronto, el estruendo: el helicóptero militar se desplomó dentro del patio.Murieron tres oficiales. (…) Sobre esa misma hora, en un instituto de Málaga, los alumnos comentaban con la profesora un soneto de Blas de Otero: “Invasión”: “Entro en el centro de la sombra inerte, / y, desde allí, retorno al aire, rondo / la luz, revivo y viro en el más hondo /maravilloso mar: el de la muerte” (p. 37).
Si el libro en no pocos momentos aborda lo que fue y no fue y pudo haber sido la vida, hacia el final leemos estos versos: “Esa tristeza irremediable al ver / que ya no queda tiempo, que has jugado / tus cartas y has perdido” (p. 243). Un mensaje lleno de contenido humano, pero también de figuración acerca de la pérdida, de lo irremediablemente ido. ¿Cómo explicar el sentido de estos versos si no es acudiendo al ciframiento del destino, máxime cuando se es poeta, intensificándose el enigma de quien asume la compleja tarea de transmutar en belleza los sufrimientos y la pátina grisácea de la vida. Rosa Romojaro con plena maestría consigue en Puntos de fuga esa expresividad que permite que la literatura, unidas sus modalidades, y en poesía y prosa en este libro, cumpla su alta misión de restituir la diversidad de lo humano en su más pura integridad.
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Sebastián Gámez Millán
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Nota
Rosa Romojaro. Puntos de fuga (Cuaderno de Alemania). Editorial Renacimiento [Colección Los Cuatro Vientos], Sevilla, 2021. ISBN: 978-8418818110.
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