Pasolini, un sueño real [Con motivo del centenario del nacimiento de Pier Paolo Pasolini / 5 de Marzo de 1922 – 5 de Marzo de 2022] – Arturo García Ramos

Pasolini, un sueño real [Con motivo del centenario del nacimiento de Pier Paolo Pasolini / 5 de Marzo de 1922 – 5 de Marzo de 2022] – Arturo García Ramos

Pasolini, un sueño real [Con motivo del centenario del nacimiento de Pier Paolo Pasolini / 5 de Marzo de 1922 – 5 de Marzo de 2022]

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Pier Paolo Pasolini [Bolonia, 5 de Marzo de 1922 – Ostia, Roma, 2 de Noviembre de 1975]

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Pasolini, un sueño real

“El autor me encarga que os recuerde, ante todo, que él, al escribir, puede utilizar únicamente las experiencias que ya ha vivido: y no las que está viviendo o vivirá”.  Así, con esta captacio comienza Calderón, la obra de Pasolini, una noche de 1967. Hay algo brechtiano en la declaración: No os dejéis ganar por la ilusión, parece decirnos. Y nadie espere que la obra le traslade a un escenario histórico falsificado del Madrid austriaco. El autor, declara, no puede desprenderse de su experiencia, no puede dejar de vincularse a ella. Parte del estímulo del drama clásico, pero se niega a recrear un pasado falsificado y, sobre todo, evasivo. La fórmula no es nueva, es la misma que ha servido al director de cine para recrear sus lecturas de Boccaccio y de Chaucer, de Sófocles, porque Pasolini rinde culto a los clásicos transformándolos con su experiencia, proyectándolos desde su particular mirada interpretrativa, sesgada y parcial, programática y panfletaria. 

La obra de Pasolini conjuga las referencias al drama clásico y a la ideología revolucionaria del 68. 

Al igual que en La vida es sueño, Rosaura da comienzo al drama. Pero aquí lo hace mudada en Segismundo, pues regresa de un profundo sueño, no reconoce el mundo de la vigilia y, aunque no se trata en apariencia de una cárcel lúgubre, lo teme.  Tampoco se acuerda de lo que ha soñado. Los sucesivos despertares de Rosaura, al final convertida en la anciana Mª Rosa, esposa de Basilio, marcan el desarrollo de la obra. Los sueños perturban al poder, lo acechan y amenazan. Aún más, son lo único capaz de tambalearlo. Los sueños son también una poética: la causalidad y lo razonable, se desvanecen y la obra establece sus propias reglas. Lo irracional, el collage y lo simbólico son los principios estéticos del oscuro y a la vez lúcido mundo del sueño. Calderón hacía gala de la escalera de la lógica para alcanzar las cimas silogísticas de sus razonamientos canónicos. Pasolini inventa su drama amparándose en el estructuralismo de Roland Barthes y en el surrealismo de Buñuel, su poética es abierta, su escalera no tiene fin, como en un dibujo de Escher.

El contraste entre lo actual y lo histórico, lo permanente y lo efímero, desvela el principal interés de la obra del autor italiano. Alguna vez alentó la idea de hacer una película sobre la vida de San Pablo en que Nueva York fuese la Roma antigua, París, Jerusalén, y Roma habría sido Atenas. Le seduce la simbología del dramaturgo clásico: Basilio detenta el poder con la habilidad de un demiurgo maquiavélico, Segismundo es víctima de la autoridad y emblema de la rebeldía del ser humano contra el destino impuesto y del pueblo humillado frente al poder injusto. Sabe el autor, sin embargo, que la obra artística precisa la realización concreta y no es suficiente con la abstracción simbólica: recrea una concisa idea de España, con saltos de Madrid a Barcelona, de la riqueza del palacio a la “borgata” de Can Mulet,   y caracteres que sintetizan la etapa histórica del presente -los 60-. Pero lo actual es quizá el lastre mayor de la obra, lo que más ha caducado. El final recuerda las últimas y prescindibles escenas de Novecento. Parece que el Director de Teorema ha ido a darse una vuelta por el museo del Prado con un libro de Calderón bajo el brazo y se ha detenido ante el cuadro de Las Meninas de Velázquez, ha trucado el escenario y ha compuesto un tríptico sobre una realidad que circula y cambia al ritmo de los sueños, pero en la que hay siempre un punto fijo: Basilio. Él maneja los hilos y hace creer a Segismundo, Rosaura, Pablo, que el orden social puede cambiarse. Nada es verdad, el sueño, como en Calderón, conduce al desengaño.

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He releído la traducción de Calderón que publicó la revista Pipirijaina en el número 17 en 1980. La obra se había estrenado en Roma en 1973 y no obtuvo ningún éxito. La traductora, Carla Matteini, explica las dificultades de verter el texto al castellano, por una parte la expresión conceptuosa y, además su naturaleza poética, poema dramático más que drama lo presenta Moisés Pérez Coterillo y más allá de la escritura, el poeta Antonio Colinas identificó como poética la creación entera de Pasolini (“toda su obra tiene esa carga emocionada… bajo la que, …debemos encuadrar el fenómeno de la creación poética”).  El número incluye un análisis de la obra cinematográfica de Pasolini por Carlos Gortari, quien traza la curva evolutiva del neorrealismo cinematográfico que pasó de mostrar las existencias inocentes edulcoradas de Vitorio de Sica al esteticismo de Visconti para llegar a los “infiernos de la vida suburbial” de Pasolini, le borgate. Recuerda también la crítica percepción que Pasolini tenía de los movimientos estudiantiles del 68, en armonía con lo que en este drama se concluye: “Los exponentes del movimiento estudiantil no son más que anarquistas boquirrubios que confunden, con perfecta buena fe la dinamita con su excelente esperma…” Jaimitos universitarios que no hacen sino preparar “el advenimiento de un nuevo Dios exterminador, marcados en su inocencia por una cruz gamada”.  

Enemigo radical de la hipocresía, defensor de los oprimidos, colérico, violento autocrítico, en Pasolini identificamos al ejecutor de una especie de terapia radical cuyo propósito es despertar a la sociedad en la que vive de sus falsedades y contradicciones. Al decir despertar quiero decir molestar, causar dorlor, meter el dedo en la llaga. Porque Pasolini fue alguien molesto para todos, incluidos los intelectuales… sobre todo, probablemente, los intelectuales.  Escribió media docena de libros de poesía y otras tantas novelas, numerosos ensayos, cuatro dramas. Para alcanzar a dibujarnos una idea de su personalidad completa habría que reconocer en él al “desdoblado novelista, poeta, dramaturgo, lingüista, ensayista, teórico cinematográfico, reportero y, en sus últimos años, periodista de combate, amen de pintor fracasado y actor ocasional”, según la detallada descripción que de él hace José Luis Guarner (Camp de l’arpa). Hoy se le recuerda por sus películas: una venganza que el cine, arte menor, se toma con las artes mayores, opinaba el mismo Guarner.

Pero cuando se pronuncia su nombre en la conciencia de todos repercute el espantoso crimen que acabó con su vida en Ostia el 2 de noviembre de 1975. En el número 83 que la revista Camp de l’arpa le dedicó, Rossend Arqués insistía en una idea constante de Pasolini, que su muerte le convertía en mártir y nos devolvía en cierto modo la culpa a los que permanecíamos indiferentes ante la realidad. François Wahl identificaba en él no a un provocador, sino a un querellante que arriesgaba en cada pleito su vida. Phillipe Sollers clamaba por el uso que de la imagen de su muerte se había hecho en los medios de comunicación, como si se tratara de una venganza. Sorprende la semejanza de la puesta en escena iconográfica con las fotos que se divulgaron del cadáver del Ché. Probablemente, todas las muertes están anticipadas y preparadas por los hilos invisibles del destino, pero nuestra torpeza y nuestro desconocimiento nos impide reconocerlos para así sortearlas.

La muerte de Pasolini contiene algunos rasgos o detalles propios de una tragedia; es decir, está contaminada de irrealidad, como un sueño o una pesadilla. Escribió una suerte de poema acusatorio en prosa, Io so , que pudo ser el desencadenante de su asesinato (“Yo sé los nombres de los responsables de las masacres…”); su amigo Alberto Moravia soñó con él días antes de su asesinato (era “algo que carecía de rostro” y se le acercaba por detrás); concedió una última entrevista en la que declaró temer por la vida (“Siamo tutti in pericolo”).

Las sospechas sobre su asesinato no han hecho sino aumentar a medida que han pasado los años. Sabemos, que perpetraba una novela, Petróleo, en la que amenzaba con desvelar quién era el responsable de la muerte de Enrico Mattei, sabemos que el único condenado por el asesinato fue un menor de 17 años, el confeso Pino Pelosi, quien abandonó la cárcel con 25 y cargó así con la menor de las penas posibles. Pelosi mismo se encargó de cambiar su primera versión y el clamor por aclarar la verdad permitió que se reabriera y reabriera un caso que no parece posible cerrarse. El cineasta Federico Bruno propuso una versión que hacía responsables tanto al Vaticano como a la Democracia Cristiana (Pasolini, la verdad oculta), un documental de Stefano Chimisso relata las sucesivas investigaciones a que dio lugar el gradual conocimiento de los hechos. El artículo de Giancarlo de Cataldo publicado en La Repubblica el 2 de febrero de 2022 sigue las pistas y las versiones, recuerda los intentos fallidos de esclarecimiento que se han publicado en forma de libro: de Carlo Lucarelli  a Giovanni Giovannetti. Su legado sería estéril si por delante de su obra anteponemos el de su muerte; o no permitimos que aún perduren las palabras de Basilio en su drama:

Me pregunto si aún valdrá la ley

de la permanencia del amor sobre el sueño;

si se perpetuará aún

algo continuado de sueño en sueño;

y qué recabará el Poder que se me ha otorgado

de la ilusión de una nueva vida.

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Arturo García Ramos

Categories: Crítica Literaria

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