La última partida de ajedrez de Stefan Zweig
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En un primer momento, Novela de ajedrez, de Stefan Zweig, además de con la fluidez acostumbrada en su autor, se lee con ese respeto reverente de que parecen investidas todas las ficciones que toman como centro ese juego al tiempo cotidiano y misterioso, sencillo y terriblemente complejo, cuyas sesenta y cuatro casillas blancas y negras (los escaques) acaban pareciéndonos a los profanos un símbolo de la vida, del mundo: de la realidad. Ante cualquier obra centrada en este juego, el lector —sobre todo, aquel que nunca ha pasado de conocer los movimientos básicos de sus figuras— no puede evitar sentir que, por debajo de la trama y los personajes, se esconden profundos símbolos y secretas alegorías. Zweig imaginó una historia de no largo recorrido argumental: durante una travesía en barco desde Nueva York a Buenos Aires, un grupo de aficionados al ajedrez descubre que viaja con ellos el gran campeón del momento, un eslavo llamado Czentovic. Los aficionados retan a Czentovic —realmente pagan por que este condescienda a jugar con ellos— y pierden con facilidad la primera partida, pero cuando la segunda está en el mismo camino de derrota rápida, un observador que se ha agregado al grupo los conmina a no realizar el movimiento que pretendían. Sus razones los asombran, puesto que es capaz de prever un número considerable de movimientos en el futuro si siguen su consejo, y ante sorpresa de todos, empezando por el mismo campeón, la partida acaba en tablas. Después de convencer al remiso observador a que al día siguiente juegue, ahora él solo y desde el principio, una nueva partida con Czentovic, el innominado narrador (un caballero austriaco, cultivado y cosmopolita —no es difícil reconocer en él el retrato superficial del mismo Zweig—) tiene una larga conversación con ese hombre, compatriota suyo, al que designa tan solo por su inicial (B.) y que esconde una curiosa y dramática relación con el juego de los sesenta y cuatro escaques.
El conocimiento de los elementos que intervinieron en su composición se empeña en cambiar nuestro acercamiento al libro. Novela de ajedrez es la última obra que el autor escribió antes de suicidarse. Lo hizo en su exilio final en el fin del mundo, en esa localidad brasileña con nombre de juego de mesa, Petrópolis, donde asimismo concluyó sus melancólicas memorias, El mundo de ayer. Ambos libros, por tanto, vieron la luz de forma póstuma. Las circunstancias que condujeron a ese suicidio constituyen una de las más tristes historias de la literatura. Zweig, en ese momento uno de los escritores de mayor popularidad en el mundo entero, lo cuenta con detenimiento en El mundo de ayer, esa crónica que se caracteriza, ante todo, por su sensible uso de la elipsis personal. Y es que, antes que el retrato de un escritor en primera persona, es lo que dice el título: un réquiem por un mundo que se ha ido, al que él llama desde las primeras líneas de su libro «el mundo de la seguridad». Despojado de todos los vínculos con su vida cotidiana, convertido en un apátrida fácil de humillar por cualquier burócrata de los países democráticos que tan remisamente acogieron a los fugitivos de la barbarie nazi, alejado dolorosamente de su contacto con los lectores de su lengua materna, Zweig fue hundiéndose en una grave depresión de la cual no pudieron curarle ni las atenciones de su segunda y joven esposa, Lotte (por quien abandonó a Friederike, la mujer con la que tantas cosas había compartido), ni el consuelo de saber que el talento no le había abandonado (ni el éxito —el recibimiento en Brasil fue colosal y el autor correspondió a ese cariño con un ensayo caluroso, Brasil, país del futuro—).
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Amante de la ópera (escribió varios libretos que musicó Richard Strauss), de los objetos relacionados con los grandes artistas, en especial, los autógrafos y de los vínculos que convertían a los escritores del mundo en una comunidad situada por encima de esas fronteras territoriales que habían acabado cerrándose a su paso, Stefan Zweig también sintió un profundo amor por el ajedrez, al que no olvida dedicar un espacio, aun pequeño, en un buen número de sus libros. Novela de ajedrez es, evidentemente, la obra de un enamorado de este juego. Eso sí, se trata de una pasión tranquila: su narrador señala, en las primeras páginas de la nouvelle, que para él, frente a lo que pudiera pensarse al ver jugar a los grandes campeones, es un descanso del esfuerzo intelectual. «Juego al ajedrez en el sentido cabal de la palabra», indica, inventando acto seguido un neologismo para definir lo que hacen aquellos para los que es mucho más (en la traducción de Manuel Lobo, publicada primero en Quaderns Crema y después en Acantilado, estos «seriean al ajedrez»).
Es posible que, una vez, Zweig considerara el juego como un afortunado bálsamo con el que distraerse de los esfuerzos considerables que dedicaba a escribir sus libros y a promover la concordia de los hombres a través de las letras. Pero Novela de ajedrez es un grito de angustia de un hombre que ya es incapaz de encontrar un bálsamo en nada, ni siquiera en lo que antes era un inocente entretenimiento. No se olvide que no era la primera vez que Zweig clamaba con tristeza, con amargura, contra las circunstancias que doblegan la vida. Más de una década atrás, en 1929, cuando el nazismo era todavía una sombra (si bien ya consistente) en el futuro, el escritor había publicado un breve pero inolvidable relato, Mendel el de los libros (al que dediqué un artículo en este mismo espacio hace varios meses), en el que pasaba una desaprobadora revista sobre su propio pasado, sobre esos años en que hasta él se dejó arrastrar por el belicismo de esa Gran Guerra con la que comenzó, lo veía ahora, el hundimiento del mundo de la seguridad.
Novela de ajedrez ya no remite al pasado, sino al presente: a la destrucción que todavía no ha terminado, que se producía ante sus ojos. En sus paseos por las verdes calles de la exuberante Petrópolis, vestido con la impecable distinción que siempre lo caracterizó, este caballero (no tan mayor como, sin duda, indicaban sus rasgos cansados) urdió una segunda despedida. Si El mundo del ayer lo fue del ensayo (campo en el que, no se olvide, alcanzó éxitos tan grandes como con sus novelas y cuentos —recuérdense sus famosas biografías de personajes de la historia como María Antonieta o Erasmo de Rotterdam—), Novela de ajedrez lo sería de la ficción. Y como sus mejores obras en este campo, está recorrida por esa contenida tristeza que fue su marca reconocible, que se vuelve tenue pesimismo en las más amargas: una tristeza y una amargura que siempre expresó en ese tono en voz baja, impregnado de sencilla y admirable emoción, que ha permitido que su literatura vuelva a emerger desde el olvido en que estuvo durante décadas.
No hay que olvidar el escenario donde se encuentran los personajes: un barco que realiza una larga y perezosa travesía. Un recorrido que Zweig había hecho ya demasiadas veces en los últimos años, del Viejo al Nuevo Mundo, de una punta a la otra de este último. Viajero empedernido toda su vida, entusiasta de la navegación por mar, también este placer había acabado convirtiéndose en una tortura, en símbolo de su condición de exiliado, que lo tornaba en nuevo holandés errante, sabedor de que, por mucho que los múltiples barcos que tomó en esos años acabaran llegando a puerto, en realidad ya no existía destino alguno en que sentir la acogida del hogar. El hogar no existía; el viaje se había convertido en huida. También el ajedrez se transmutaba. El anterior pasatiempo intelectual devenía ahora lo que para tantos otros siempre había sido: un campo de batalla, un símbolo de la vida, un laberinto sin paredes del que puede que nunca encontremos la salida…
Es difícil leer Novela de ajedrez y no estremecerse, pese a la aparente placidez de su desarrollo (como denuncia de la debilidad de los verdugos nazis y, en general, de cualquier sicario del totalitarismo, por destrozar a sus enemigos, sin duda hay obras mucho más duras), al descubrir entre sus líneas la implicación personal del escritor. Zweig se proyecta dentro de su obra no solo en la persona de su narrador interpuesto, sino en la de los verdaderos protagonistas del cuento: el campeón de ajedrez y el anónimo genio que sabe ponerlo contra las cuerdas.
Desde su misma identidad austriaca, B. es el más evidente trasunto del propio Zweig: un hombre destrozado por el cercenamiento de su vida y su entorno cotidiano por culpa del totalitarismo. B. es un abogado vienés, perteneciente a una familia que durante varias generaciones ha prestado servicios al trono, que regenta un bufete que, bajo la oscuridad de su pequeño renombre, se encarga de llevar todas las gestiones relacionadas con la familia imperial austriaca y la Iglesia católica de su país. Aunque la discreción y el secretismo con respecto a tales clientes es total la Gestapo, sin embargo, conoce a la perfección su filiación con aquéllos, de modo que, el mismo día en que se produce el Anschluss, es detenido y sometido a encierro para desvelar los datos confidenciales que puede poner en manos del III Reich una enorme cantidad de dinero y patrimonio. B., sin embargo, no es sometido a la esperable tortura física, sino que se intenta minar su resistencia mediante un método más sutil: someterlo a la más completa soledad en su celda, sin nadie con quien hablar ni posibilidad alguna de ejercicio intelectual, la peor arma contra un hombre que se considera social por encima de todo
En efecto, el sistema empieza a tener éxito y la resistencia de B. se ve gravemente minada, hasta que una noche, esperando el enésimo interrogatorio, consigue apoderarse de un libro que encuentra en el bolsillo de la gabardina de uno de sus guardianes. En principio, se siente vencido por la decepción: el libro no es lo que se considera un texto «normal», pues consiste en el desarrollo de 150 grandes partidas de ajedrez. Sin embargo, poco a poco, B., hombre de intensa inteligencia y gran capacidad de abstracción, empieza a saciar su voraz necesidad de utilizar la mente en la puesta en práctica (dentro de su cabeza, sin ningún tablero delante de él) de los problemas que plantea el libro. Ahora bien, en su intensa entrega a los retos del ajedrez, acaba incurriendo en una monomanía obsesiva que acaba con su salud mental, si bien no en el modo en que esperaban sus captores: si los nazis acaban permitiéndole que abandone el país es porque están seguros de que ese individuo ha sido destruido, por mucho que no comprendan cómo ha sucedido. En el caso de Zweig, esa destrucción fue más lenta, pero no por ello menos implacable.
Ahora bien, si B. simboliza esa desoladora pérdida a partir de la expulsión de su identidad nacional, ¿acaso Czentovic no encarna el temor a verse reducido a una mera condición vegetativa, capaz todavía de una mínima brillantez intelectual —las dotes literarias, en su caso; el ajedrez, en el de su personaje— pero sin verdadero contacto con la realidad que tanto le había estimulado? En principio, diríase que no puede haber personaje más opuesto a él que Czentovic: es un campesino eslavo sin la menor cultura y cuya inteligencia parece reducirse a su prodigioso dominio de la estrategia sobre las sesenta y cuatro casillas del tablero. Hostil a todo contacto con otros seres humanos (en especial, si sospecha que pertenecen a una clase social o intelectual superior a la suya), Czentovic aparece caracterizado como un individuo especialmente insignificante y vulgar, devenido inesperadamente en pequeño dios por un don que, ante todos los demás hombres, resulta inexplicable que posea. Es más: sus limitaciones en el terreno intelectual llegan hasta el punto de ser incapaz de jugar a ciegas, es decir, de no poder imaginar jugada alguna si no tiene delante el tablero, lo cual contraviene toda la ortodoxia de los grandes maestros y lo convierte, dentro del juego dramático del relato, en el opuesto de B. No en vano, la razón inicial que B. esgrime para no aceptar el reto a jugar una partida es que (fuera de sus años jóvenes, en que, como todos, jugaba al ajedrez sin jugar realmente) nunca se ha puesto frente a un tablero de verdad. El ajedrez, para él, es una construcción abstracta.
El campeón que solo reconoce como real lo que es tangible a sus ojos y el anónimo exiliado para quien la realidad (la vida) estuvo a punto de convertirse en una abstracción son, así, dos caras de un mismo espejo, el reflejo invertido el uno del otro. Dos parias, dos hombres separados de la humanidad: el uno (Czentovic) por su incapacidad para compartir nada con nadie, por la terrible limitación interior que lo separa de todos, y lo obliga a dominar o a servir, sin posibilidad intermedia; el otro (B.) por la terrible amputación emocional que los torturadores nazis efectuaron sobre él, incluso de modo inconsciente, empujándolo a una obsesión que, si en un primer momento pareció salvar su estabilidad mental, en el fondo ha acabado situándolo al borde de un precipicio en el que puede caer de un momento a otro. De hecho, la última partida amenaza con acabar para siempre con su cordura tan frágilmente recobrada, al devolverlo interiormente al borde del abismo al que fue conducido por sus captores, que lo obligaron a huir dentro de sí casi sin posibilidad de volver a la salida.
Apoyado en la amura una noche cualquiera, en camino a su último destino en Brasil, que ya sabía ilusorio, ¿soñó Stefan Zweig —el narrador sin nombre, B., Czentovic— con este último relato, en el que volvería a encerrar, como años atrás en Mendel el de los libros, la triste constatación del fracaso de su vida? Sabemos que no abandonó el ajedrez en sus días de Petrópolis, que incluso intentó que su joven esposa dominara los fundamentos del juego lo suficiente como para servirle de rival solvente. Pero todo lo estaba abandonando ya: el placer de situarse ante esas casillas blancas y negras, el estímulo de reemprender su viejo sueño de biografiar a Balzac, el amor por los cafés y las tertulias; por la vida. Novela de ajedrez concluye sin tragedia, puesto que B., en el último momento, consigue encontrar de nuevo el norte (o mejor, el sur), pero queda en el aire la doble sensación de que no podrá desprenderse nunca de la amenaza que se cierne sobre su cordura y de que el mismo Czentovic, el hombre unidimensional, también encierra dentro de sí la promesa de paranoia final si alguna vez se cierra esa ventana al mundo que para un ser tan limitado es el ajedrez. Zweig prefirió cerrarla para siempre una madrugada de febrero de 1942.
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José Miguel García de Fórmica – Corsi
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Nota
Stefan Zweig. Novela de ajedrez. Traducción de Manuel Lobo Serra. Editorial Acantilado [Narrativa del Acantilado, 10], Barcelona, 2015. ISBN: 978-84-95359-45-2.
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