Feminismo: polémica y conflicto – I
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Mujer: ¡despierta!
La campana que toca la razón resuena en todo el universo: ¡conoce tus derechos!
El reino poderoso de la naturaleza ya no está rodeado de prejuicios, fanatismo, escepticismo y mentiras.
La antorcha de la verdad ha dispersado las nubes de la estupidez y de la arrogancia…”
OLYMPE DE GOUGES, epílogo a Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana (1791)
Que la polémica acompaña al feminismo desde sus inicios no es algo nuevo. Su historia es también la de la civilización en la que nace, pero como su objeto, la reivindicación de la igualdad entre los dos sexos, ha ocupado un segundo plano en el escenario de las principales revoluciones históricas que conforman la propia esencia y el destino de Occidente. De la mano de ellas comparten el mismo motor: el sentimiento de indignación, la denuncia como injusto lo que siempre se consideró tolerable y el intento de cambiar un orden establecido, cuya inmutabilidad y permanencia hunde sus raíces en los pilares sobre los que se levanta nuestra cultura, la tradición grecolatina y el judeo-cristianismo. Considerado en estos términos, el feminismo siempre ha contado con partidarios y detractores, con quienes luchaban por cambiar una situación de manifiesta desigualdad, la de la mujer respecto a la del hombre, y con quienes se empeñaban en ampararla además de fundamentarla. Esta diatriba y no menos difícil tarea se prolongará durante siglos y sigue vigente en nuestros días en lo que ha adquirido nuevos matices. En este sentido, no es desacertado afirmar que la de las mujeres ha sido la única revolución triunfante y no cruenta del pasado siglo en el marco occidental, si bien perviven situaciones de desigualdad e importantes lagunas en muchos ámbitos que no deben hacer bajar la guardia en la tarea de transformar las relaciones entre los sexos. El feminismo tiene aún largo recorrido, pero ¿va a poder resolver la polémica que ocasiona y que está más presente que nunca en todos los órdenes?
No deja de ser sorprendente, en este sentido, que en el marco de sociedades democráticas y con plena garantía de derechos y libertades siga siendo discutido y discutible, que persistan defensores y opositores y que continúe generando debate no solo dentro de su mismo seno, sino también a pie de calle. Por desconocimiento o no, el feminismo parece destinado a verse envuelto bajo el manto de la controversia y el desencuentro, condenado a habitar en un universo imaginario de polarización y paradoja, el mismo que lo preside desde que las mujeres -y también hombres – alzaron su voz contra la inferioridad de la mujer en la llamada Querelle des Sexes o La Querelle des Femmes.
Recientemente saltaba a la prensa el siguiente titular: “Quizá no entiendo lo que significa el feminismo”, frase más que reveladora y que nos pone sobre la pista de que existe algo más que un desconocimiento generalizado sobre el verdadero significado del feminismo, a pesar de que nunca antes había estado tan presente en la plaza pública como lo está en la actualidad. La noticia recogía como un policía local intervenía en el Congreso Internacional sobre Violencia Machista, celebrado en el Palacio de Ferias y Congresos de Sevilla con más de más de 1600 asistentes, declarando: “yo no me siento feminista, pero eso no quiere decir machista, o que yo sea mala gente o un cabrón. Quizás el problema es mío, que no entiendo lo que significa el feminismo. A ver si soy capaz de comprenderlo, quiero dar mi punto de vista porque mucha gente piensa como yo”. En la misma semana los distintos medios se hacían eco de los resultados arrojados por una encuesta que analizaba la situación del feminismo en España. Este sondeo elaborado por la empresa 40dB, dirigida por la socióloga Belén Barreiro, ex presidenta del Centro de Investigaciones Sociológicas, daba a conocer que el 52% de la ciudadanía española se sentía feminista, aunque pocos se declaraban activistas, tan solo un 1,2% de la población. La encuesta también ponía de manifiesto que eran mayoritariamente votantes de izquierdas (PSOE, Unidos-Podemos) los que se consideraban muy o bastante feministas, mientras que menos de un 40% de los votantes de PP y Ciudadanos se consideraban tales.
Datos aparte, estas dos noticias ponen sobre el tapete una realidad que conviene analizar, explicar y aclarar. En primer lugar, exige algo tan simple y a la vez tan necesario como clarificar el significado del propio término, dejando para análisis posteriores cómo se ha interpretado por parte de las distintas corrientes feministas, muchas de ellas enfrentadas a lo que han calificado como “feminismo hegemónico” y que, sin embargo, parecen disputar entre sí por este puesto. Apartando pues a un lado el debate entre los distintos tipos de feminismos, urge responder a una simple pero más que esencial cuestión: ¿qué es el “feminismo”?.
Puede que a simple vista la pregunta resulte algo baladí. Sin embargo, sucede en estos casos y en otros análogos que se desconoce la verdadera naturaleza del asunto que se trata. Y lo que es peor: hay un profundo desacuerdo en el significado y en el mismo uso de los conceptos, hasta el extremo de que la simple mención del término llega a generar cierta aversión e incluso rechazo, tal y como se deja traslucir en la noticia arriba mencionada. Estamos pues ante un escenario muy complejo y en este orden de cosas hay que advertir que el desacuerdo plantea una situación más difícil de solventar que la del desconocimiento. Son categorías epistémicas distintas. A diferencia de este, el desacuerdo no se desvanece mediante algún tipo de suplemento de información o aumento del saber. Es más bien la situación que se da cuando cada uno de los interlocutores entiende y al mismo tiempo no entiende lo que el otro le dice, es decir, cuando no hay disposición de cambiar el marco de las referencias ideológicas, morales y políticas en el que la persona lleva instaurada un largo período de tiempo, resultado o no en gran medida de su propia evolución y experiencia.
Estas situaciones de trasfondo epistemológico, pero con una fuerte presencia en el debate público no presentan ninguna novedad; podría incluso afirmarse que son una constante en la historia del pensamiento político. Ya en el siglo V a. C. advertía Sócrates, en medio del mar del relativismo moral y del convencionalismo político defendido por los sofistas, que si cada cual entiende por “bueno” y “malo”, por “justo” e “injusto” cosas distintas, es imposible no solo el entendimiento, sino también la comunicación entre las personas. Apremiaba entonces, como también ahora, la tarea de reestablecer el lenguaje como vehículo de significaciones objetivas para dar con conceptos universales, válidos para toda la comunidad.
¿Tenemos pues una definición universal del “feminismo” a salvo de toda discrepancia y que nos salve del eterno disenso? La respuesta, lejos de desenredar el embrollo, lo enmaraña aún más porque la propia definición del término no se ha librado del escollo de la discusión, ampliada por las diferentes corrientes. En esta línea la misma etimología del término revela, contrariamente a lo que se pueda pensar en un principio, que ni siquiera la mujer está presente como sujeto en el origen del mismo concepto. Como es sabido, el neologismo francés féminisme se formó a finales del siglo XIX, a partir de la palabra latina “femina” y del sufijo “isme”. El primer uso del término tiene un significado patológico y se remonta a 1871 cuando un estudiante de medicina, Ferdinand-Valérie Fanneau de la Cour, lo usó en sus tesis Du fèminisme et l’infantilisme chez les tuberculeux para referirse a la patología que aquejaba a los varones que sufrían de este mal y que venía a producir una detención del desarrollo de su cuerpo y un debilitamiento progresivo, presentando finalmente una feminización del cuerpo masculino. Es decir, “feministas” serían los enfermos varones que perdían los rasgos característicos de su masculinidad. Todavía hoy en el campo de la medicina el feminismo hace referencia a la presencia en una persona de sexo masculino de caracteres secundarios femeninos, debido a una alteración hormonal.
Curiosidades lingüísticas aparte, lo cierto es que el término “feminismo” está cada vez más presente en el cuadro de lo cotidiano donde opera bajo subtextos muy activos, en los que la etiqueta de “feminista” aparece por doquier. Sin ir más lejos, el término “feminismo” cuenta con más de 29.800.000 de resultados si lo tecleamos en google y últimamente se puede constatar cierta tendencia a cuestionar asuntos de la más diversa índole desde la óptica de género – rayando a veces en lo absurdo-. Se habla así por parte de ciertos sectores ideológicos de que hay que reformar nuestra Constitución para que sea “feminista”. La mayoría de las mujeres y hombres tienen clara la igualdad pero no los mensajes feministas. Han pasado a formar parte del lenguaje cotidiano expresiones como “no todos los hombres somos machistas”, “ya no se puede decir un piropo sin que te llamen acosador”, “a mí el feminismo me parece bien, pero os estáis pasando” y el repetido sofisma de “ni machismo ni feminismo: igualdad”, por citar algunos ejemplos. Por otra parte, hay muchos hombres con problemas afectivos, personales y también económicos, derivados en su mayoría de separaciones y divorcios, de los que culpan implícita o explícitamente al feminismo. Incluso parece que se ha extendido la idea de que el feminismo es una suerte de “revanchismo” que, guiado por un odio misándrico y cierto histerismo, considera siempre al varón como verdugo frente a la victimización crónica de la mujer y pretende conquistar las esferas de poder que siempre ocuparon los hombres. La pasada huelga feminista del 8 de marzo es quizá la mayor muestra de visibilidad de lo que venimos exponiendo, del desacuerdo reinante no solo en las esferas políticas sino en la ciudadanía de a pie.
Así las cosas ¿puede presentarse el feminismo como un movimiento a salvo de las discrepancias? ¿Contamos con una definición del término válida para todas las personas, con independencia de su sexo, nacionalidad, religión, lengua o cualquier otra condición? ¿Se puede salvar esta situación de desacuerdo? Pues bien, si atendemos a la definición recogida en la RAE tenemos que el feminismo es: 1. m. Principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre. 2. Movimiento que lucha por la realización efectiva en todos los órdenes del feminismo. Es en la segunda de las acepciones donde el feminismo se presenta como un conjunto heterogéneo y plural y, por tanto, con un significado más restringido dependiendo de qué en corriente nos situemos. Es el campo de las controversias teóricas con manifiestas repercusiones públicas. Pero atendiendo a la primera definición, a la afirmación de la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer, igualdad que debe ser efectiva no solo en el plano legal, es innegable que su causa es UNIVERSAL y, por tanto, válida y extensible a todas las personas sin excepción alguna. A su vez, en la medida en que el feminismo promueve el cumplimiento efectivo del principio de igualdad de todas las personas va de la mano de la democracia. Ambos comparten el reto de abolir cuantas desigualdades persistan en los diferentes órdenes de la realidad. En la misma línea convendría recordar que, siendo su naturaleza esencialmente universal, está a salvo de toda posible acusación etnocéntrica de forma que es extrapolable extramuros del marco occidental, su cuna.
¿Por qué entonces genera polémica fuera y dentro del propio movimiento? ¿Por qué hay desacuerdo? ¿Por qué aún hoy cuenta con defensores y detractores? ¿Por qué en el seno de las sociedades democráticas persisten quienes no se consideran feministas, aun aceptando la igualdad plena de derechos entre el hombre y la mujer? Una de las causas hay que buscarla precisamente en los datos arrojados por la encuesta arriba mencionada. Son mayoritariamente los votantes y simpatizantes de la llamada “izquierda” los que se consideran y se “sienten” feministas, algo que no es de extrañar teniendo en cuenta que en las últimas décadas el feminismo se ha asociado casi exclusivamente a la izquierda, cuando no ha sido considerado sin más un movimiento de izquierdas. En efecto, lo que ha caracterizado histórica y constitutivamente a la izquierda han sido unas líneas programáticas muy definidas: la del progreso, secularización, compromiso con la ciencia y la exigencia de igualdad, así como el paquete de medidas políticas de corte intervencionista encaminadas a su realización efectiva. La escena política española desde la Constitución del 78 es un claro ejemplo de ello. Tras ganar las elecciones los socialistas en 1982 se implantó progresivamente lo que ha venido a llamarse “feminismo institucional”. Se creó así el Instituto de la Mujer con el objetivo de desarrollar los principios constitucionales que obligaron a implantar la igualdad social de ambos sexos y la participación de las mujeres en la vida política, cultural, económica y social. El primer Gobierno socialista despenalizó en 1985 la irrupción del embarazo en medio de una fuerte polémica social. Años después, en 1987 el PSOE logró que se aprobara una cuota obligatoria del 25% de mujeres en las listas electorales, que luego subiría al 30 y 40%. Por otra parte, el Gobierno socialista aprobó otra medida institucional importante: el primer plan para la igualdad de oportunidades de las mujeres (1988-1990), cuya estrategia consistió en alcanzar la plena igualdad en el ordenamiento jurídico, en educación, salud y protección social y en el empleo y relaciones laborales.
Hay que recordar igualmente que al volver los socialistas al poder en marzo del 2007 se va a aprobar con el apoyo de todos los partidos – excepto del PP – la Ley de Igualdad que instaura la paridad en las candidaturas electorales, que pasarían a estar integradas por un mínimo de un 40% y un máximo de un 60% de cualquiera de los dos sexos. De nuevo con el gobierno socialista se aprobó también la Ley de Violencia de Género en el 2004 y en el 2010 la nueva ley llamada de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo.
Así las cosas, no es desacertado afirmar que gran parte de las reivindicaciones feministas se han visto cumplidas gracias a una serie de medidas legislativas que mayoritariamente han aprobado gobiernos de izquierdas. En la misma línea, este vínculo se ha visto reforzado por la crítica de algunas corrientes, especialmente del llamado feminismo socialista, al capitalismo y al liberalismo político, infraestructura sobre la que sostiene y se levanta el heteropatriarcado que preside la historia de Occidente, así como su actual herencia: la existencia de “techos de cristal”. En este sentido, ciertas corrientes presentan al feminismo como un proyecto de subversión radical del conjunto de las relaciones políticas y sociales en su conjunto, afín por tanto a la izquierda anticapitalista y antiliberal que combate el imperativo de competitividad, la productividad económica y el individualismo. Finalmente no se debe olvidar el papel que ha jugado la derecha y el neoconservadurismo que, incluso en su versión más moderada y por omisión, ha dejado asuntos como la brecha salarial en manos de las sacrosantas leyes del mercado. Sigue siendo raro escuchar a dirigentes de derecha declararse “feministas”, aunque defiendan la igualdad de oportunidades entre el hombre y la mujer. Y he aquí una de las razones principales de por qué el feminismo sigue generando polémica y desacuerdo: su politización y, por ende, su polarización, hoy más presente que nunca en el ambiente político actual donde ya se empieza a hablar de “antifeminismo” como rasgo característico diferenciador respecto a las tendencias políticas que se han apropiado en exclusiva del término y hasta de su objetivo.
Este mismo escenario se reproduce en el seno del propio movimiento que alberga posturas en apariencia excluyentes entre sí. Como se ha dicho, en la segunda de las acepciones del término el feminismo se presenta como un conjunto heterogéneo de movimientos políticos, sociales, culturales y económicos de largo recorrido histórico. Y así considerado, el carácter o la naturaleza polémica del movimiento, lejos de anquilosarlo, no es más que el sano síntoma de que es una doctrina compleja y viva. Sin embargo, es prioritario que las contradicciones se resuelvan para la progresiva y efectiva realización de las exigencias feministas. Solo considerando que la exigencia de igualdad real de derechos y de la no discriminación y agresión por el simple hecho de ser mujer es una CAUSA UNIVERSAL puede resolverse esta contradicción de forma satisfactoria. Esto implica que, al menos en un plano teórico, el feminismo tiene que estar por encima de toda etiqueta ideológica, así como de su apropiación por parte de unas tendencias políticas determinadas. En otras palabras, siendo asunto político no debería politizarse para evitar así la acción-reacción, característica de la polarización. En definitiva, solo la consideración universal y por ende también ética de la causa feminista permite que, lejos de dirigirse contra los hombres, lo haga hacia una estructura que no solo ha producido desigualdad e injusticia hacia las mujeres, sino que también ha limitado a los propios hombres a lo largo de la historia. En tiempos de guerra era el soldado el que iba al frente de batalla.
El hecho de que esta polarización afecte también al propio feminismo como movimiento es una de las causas del surgimiento de un feminismo calificado de “extremista” que se desliza peligrosamente a presentar las relaciones de género como una guerra entre sexos. Este es precisamente otro de los motivos principales por los que el feminismo está provocando altas cotas de recelo y malestar a pie de calle y, en especial, en los distintos foros de las redes sociales pasando por algunos círculos intelectuales. En este sentido, hay que aclarar qué ha ocurrido para que la llamada tercera ola del feminismo esté generando este ambiente enrarecido de disputas y enfrentamientos, hasta el punto de que puede hablarse en algunos sectores de la opinión pública de la presencia de cierto hastío y hasta rechazo al feminismo por reacción a estas posturas.
Se suele dividir la historia del feminismo en tres olas de progresivo empuje. La primera es la impulsada por las feministas de la igualdad en el que encontramos desde las ilustradas Olympe de Gouges (1748-1793) y Mary Wollstonecraft (1759-1797) hasta las sufragistas del fin del XIX y principios del XX. Este feminismo ilustrado criticó duramente la discriminación que sufrían las mujeres con respecto a los hombres en educación, en el trabajo y a la hora de tener voz propia en la esfera pública, por eso consideraron esencial la reivindicación de la equiparación legal y jurídica de las mujeres con los hombres. La segunda ola se asocia al feminismo de los años sesenta del siglo XX, marcados por las obras de Simone de Beauvoir (1908-1986) y de Betty Friedan (1921-2006). Esta corriente plantea las relaciones de género como construcciones sociales: “no se nace mujer, se llega a serlo”. Puede decirse que estas dos autoras denuncian lo que ha venido a denominarse la “heterodesignación” o “heteroidentidad”. Esta categoría revela que la designación de la identidad de las mujeres no es algo que ellas se den a sí mismas, sino que les viene elaborada e impuesta por otros, los hombres, detentores del poder y creadores de cultura, pero con un agravante: no hay connotación alguna de reciprocidad. Así el objetivo marcado es acabar con los esquemas patriarcales y la jerarquía androcéntrica dominante en muchas esferas de la vida social, reorganizando la sociedad hasta que esta estructura desaparezca consiguiendo una sociedad igualitaria. Este es precisamente el eje vertebrador del feminismo liberal, del feminismo socialista y del feminismo radical, la lucha por superar las diferencias de género entre mujeres y hombres porque eran y son, ante todo, desigualdades sociales y culturales basadas en la construcción social e histórica del patriarcado y del poder del varón. No hay ningún fundamento biológico ni natural que explique la subordinación de las mujeres. Lo que ha ocurrido es que la cultura -desde la Edad de Bronce- dio más valor a quien arriesgaba su vida – que es lo que hacían los hombres en la guerra y conquistas de nuevos territorios- que a quienes la daban – que es lo que hacían las mujeres con su poder de concebir -.
Ahora bien ¿existe aún en el marco de las sociedades democráticas actuales esta estructura patriarcal opresora o, por el contrario, se han logrado cambios legales y se han llevado a cabo reformas sociales que han hecho de la igualdad de sexos un principio consustancial a la democracia? Puede afirmarse que todos los ciudadanos y ciudadanas, que hemos nacido y realizado nuestros proyectos vitales dentro del marco de un Estado Democrático y de Derecho, los hemos llevado a cabo a la par que tenía lugar un manifiesto vuelco en la esfera pública: las mujeres por primera vez en la historia pasaban de estar confinadas al ámbito doméstico y minoritariamente presentes en los ámbitos del poder público a intervenir directamente en los distintos espacios de gobierno en el campo político, educativo y cultural y progresivamente también en el mundo laboral y económico. En este sentido, no es desacertado afirmar que el feminismo se ha integrado como parte de las políticas institucionales de los estados democráticos, tanto a nivel nacional como a nivel internacional.
Así las cosas, la lucha por la igualdad ya no es tarea que impulsen solo los grupos de mujeres, sino que las instituciones estatales se han colocado en el primer plano para dar soporte a los cambios que reclaman las nuevas realidades sociológicas de las mujeres, dada su irrupción masiva en las distintas esferas de la sociedad que ha cambiado al propio Estado, tanto en sus políticas como en los espacios de poder. El feminismo ha logrado cambios legales y reformas sociales y además ha implicado al mismo Estado en la defensa de la igualdad de sexos, siendo esta un mandato constitucional para todo estado democrático. Sin embargo, no hay que olvidar que las conquistas de igualdad y el camino hacia una democracia paritaria solo se están desarrollando en apenas una tercera parte del planeta y, por otra parte, en las sociedades democráticas occidentales persisten demandas como las exigencias de nivelación salarial, de conciliación laboral y familiar, la reorganización de roles en el marco doméstico, la lucha contra la trata y la explotación sexual de mujeres, así como contra la violencia machista dentro y fuera del ámbito familiar.
En este orden de cuestiones entran las aportaciones del llamado feminismo radical y su tesis de que la raíz de todas las desigualdades en las sociedades es el patriarcado sobre el que se vertebra la política, entendida como el conjunto de estrategias de poder desarrolladas para organizar y mantener un determinado sistema de dominación, el del hombre sobre la mujer. Siguiendo la estela de Simone de Beauvoir y de Betty Friedan, es Kate Millett (1934-2017) en su obra Política Sexual quien va a poner al descubierto que estas relaciones de dominación patriarcal también se reproducen en la familia y en la sexualidad, ámbitos que siempre se habían considerados personales y “privados”. Es más, Millet considera primordial ese espacio de lo personal porque es aquí donde se desarrollan las relaciones de dominación más fundamentales y primarias, las que dan soporte al resto de los poderes patriarcales. “Lo personal es político”. Así mismo, Millet va a subrayar el carácter patriarcal de todas las civilizaciones a lo largo de la historia e insiste en que el patriarcado se desarrolla como forma básica de dominación de los hombres sobre las mujeres, forma incluso más poderosa que la de las clases sociales porque se ha interiorizado como forma natural de relación entre hombres y mujeres. El patriarcado es así un modo de poder que tiene la cualidad de adaptarse a todo tipo de organización económica, política o cultural. Sobre la base de estos dos principios teóricos, “Lo personal es político” y el carácter universal del patriarcado, se amplían las preocupaciones y los espacios de reivindicación feministas. De esta forma, lo que tradicionalmente había quedado recluido al espacio de lo personal y privado, las relaciones familiares y de pareja y la forma de vivir la sexualidad, pasan ahora a ser objeto de análisis y crítica por constituir espacios de poder y dominación sobre las mujeres. Además, desde estos presupuestos se establece también la necesidad de la práctica del feminismo. Así la lucha para transformar la “política sexual” solo se puede organizar desde una plataforma de “nosotras”, desde las propias mujeres que se presentan ahora como un agente colectivo. El objetivo es generar un debate público que permita alcanzar los objetivos y soluciones que mejoren su situación en aras del cumplimiento efectivo de una igualdad real.
Este último punto nos lleva a la cuestión arriba planteada. ¿Existe realmente un modelo de igualdad en todos los órdenes en los que la paridad se asuma como un hecho real y efectivo o, por el contrario, cabe hablar aún de heteropatriarcado y, por tanto, de una estructura opresora en la que la mujer está condenada a desempeñar un papel de subordinación? En otras palabras, ¿sigue siendo víctima la mujer de un sistema de dominación esencialmente masculino que en la actualidad se presenta con otras máscaras? Los casos de violencia contra las mujeres, en los que se incluyen maltrato y asesinatos en el ámbito relacional de parejas o exparejas, acoso, agresiones sexuales y violaciones son especialmente problemáticos no solo por la alarma social que despiertan, sino porque en la inmensa mayoría visibilizan en el orden de los hechos a la misma víctima, la mujer, y al mismo verdugo, el hombre. Se ha llegado incluso a hablar de “terrorismo machista”, del que se culpa en exclusiva al hombre y que en exclusiva sufren las mujeres – y a veces también los hijos e hijas -. Ahora bien ¿está el hombre por el mero y simple hecho de ser hombre condenado a su papel de verdugo? ¿Es el heteropatriarcado o, más en concreto, los vestigios que aún perduran del mismo la única causa de estos hechos? ¿Responde esta lacra social a razones estructurales o son más bien el aciago resultado de una serie de factores en los que también intervienen algunos específicamente individuales como pueda ser el caso de trastornos psíquicos o distintas psicopatologías?
No son pocos los artículos en los distintos periódicos y medios digitales -escritos en su mayoría por feministas militantes y alimentados por la repercusión mediática- que atribuyen los casos de violencia machista que sufren las mujeres, no ya al patriarcado estructural, sino al que consideran su principal sujeto beneficiario: el hombre. En este sentido ha tenido lugar un cambio sustantivo de considerable importancia que rebasa el marco teórico. La lucha no se dirige ya contra una categoría abstracta, el heteropatriarcado, que designa a un sistema sociopolítico en la que el género masculino – y la heterosexualidad – ha tenido históricamente supremacía sobre el género femenino y otras orientaciones sexuales. Estamos ante un escenario distinto porque la denuncia tiene ahora por objeto al hombre concreto y real, al que se le acusa directa y explícitamente de la violencia constante y estructural que sufren TODAS las mujeres, simplemente por el mero hecho ser hombre. Se culpabiliza así al colectivo completo por hechos cometidos por algunos individuos. Lo particular ha mutado en universal. Además, se apela a uno de los mecanismos psicológicos y de control social más poderosos: el miedo. Las mujeres tienen miedo porque son ellas las que corren el riesgo (demostrado lamentablemente en las estadísticas) de que sean acosadas, agredidas o violadas en cualquier lugar y en cualquier momento, de que incluso se pueda acabar con sus vidas. Por eso modifican sus costumbres. Por eso no pueden llevar la misma vida que los hombres. La igualdad no existe. Los hombres no perciben este problema porque no lo sufren ni padecen, de ahí que se pongan de perfil. Como se les acusa directamente, no se les puede pedir que sean defensores. Se les excluye. El varón solo puede claudicar y asentir. Y aun condenando esta violencia y defendiendo la igualdad de oportunidades, el ciudadano de a pie es sentado en el banquillo de los acusados sin llegar a entender por qué. Y lo que es peor: ya se le ha condenado de antemano, de forma que solo le queda acatar la sentencia, sin juicio, sin defensa y sin presunción de inocencia. El resultado es que muchos hombres se sienten injustamente culpabilizados, porque su acusación y condena se basa en una generalización perversa: se extiende la responsabilidad de “algunos” a “todos”. Y he aquí el segundo de los motivos por los que este feminismo es campo abonado para la controversia y el desacuerdo, despertando un gran recelo entre hombres – y también mujeres-. El conflicto de percepciones está servido y, con ello, también de nuevo la polémica.
En medio de todo este debate no se puede dejar de lado la contribución del feminismo de la diferencia que inaugura la llamada tercera ola. Como su propio nombre indica, reivindica la diferencia del género femenino y aboga por su desarrollo en todos los órdenes simbólicos. Partiendo de los presupuestos de la segunda ola, defiende la no equiparación de la dualidad de un género a otro, por eso exige la igualdad entre mujeres y hombres, pero no con los hombres. La igualdad no consiste en parecerse a los hombres, sino en conquistar ser iguales desde la diferencia del género femenino. “La igualdad es todo lo que se les ofrece a los colonizados en el terreno de las leyes y los derechos. Es lo que se les impone en el terreno cultural. Es el principio sobre cuya base el colono continúa condicionando al colonizado. El mundo de la igualdad es el mundo de la superchería legalizada, de lo unidimensional; el mundo de la diferencia es el mundo en el que el terrorismo depone las armas y la superchería cede el respeto de la variedad y multiplicidad de la vida. La igualdad de los sexos es el ropaje con el que se disfraza hoy la inferioridad de la mujer”. El feminismo de la diferencia apuesta así por identificar y defender las características propias de la mujer basándose en el lugar que esta ocupa en el mundo y que le define. En concreto, las mujeres al tener la cualidad de ser madres, tienen una sexualidad tierna e interpersonal y, por tanto, representan los principios de la naturaleza y la salvación del planeta, mientras que los valores de la cultura están dominados por los hombres, cuya sexualidad es agresiva y con tendencia al dominio. Los valores de las mujeres son superiores, pero la cultura construida por los valores ha oprimido y silenciado esos principios específicos de las mujeres, incluso ha llegado a anular la esencia femenina.
La representante más conocida de este feminismo es Luce Irigaray (1930) quien sostiene que los valores de los que las mujeres son portadoras no son suficientemente reconocidos y apreciados, incluso por las mismas mujeres. Sin embargo, reconoce que son valores de los que el mundo hoy tiene necesidad urgente, bien por lo que se refiere al mayor cuidado de la naturaleza, bien por lo que se refiere a la capacidad de entrar en relación con el otro. Se necesita cultivar y desarrollar la identidad y la subjetividad en la feminidad, sin renunciar a sí mismas. La diferencia sexual, por otra parte, no es una esencia cerrada, sino que implica aceptar la diversidad también dentro del propio género femenino. En síntesis, no se trata de ser iguales a los hombres ni tampoco entre sí mismas todas las mujeres.
El feminismo se presenta así no como simple una doctrina, sino como un proyecto abierto hacia la igualdad desde la diferencia en todos los ámbitos de la vida, desde la política y el derecho, hasta las relaciones entre personas, pasando por el propio pensamiento. Hay que fortalecer, animar y alentar a las mujeres a ocupar sus propios espacios de identidad, derechos, y expectativas. Este proceso por el que las mujeres toman conciencia de su situación tanto en lo privado como en lo público y deciden asumir cuotas de poder, sobre todo, en su vida personal, desechando imposiciones, prejuicios y supuestas obligaciones naturales y culturales es el empoderamiento.
En conclusión, hoy en día está claro que la cuestión de género no es la misma que en los siglos XIX ni XX. Podría decirse que el feminismo del siglo XXI plantea la abolición definitiva de las desigualdades derivadas de si se nace mujer o hombre, o de las opciones de género por las que se opte. Implica una revolución en todos los ámbitos sociales y en la vida cotidiana, de modo que el género o el sexo ni supongan privilegios ni imponga subordinación alguna. Para la consecución de tal fin es necesario que el feminismo resuelva el conflicto de percepciones en el que se halla inmerso y se aleje de todos los marcos de confrontación. No puede defender ni esgrimir derechos de las mujeres contra los hombres, sino más bien un modelo de equidad en el que se asuma la paridad como un hecho cotidiano. En este sentido, es una tarea que incumbe a todas las personas, en tanto en cuanto intenta transformar todas las esferas de la vida social y personal. Esto nos lleva a subrayar nuevamente lo que afirmábamos al principio: el feminismo se caracteriza esencialmente por su pretensión universal y por desarrollar metas de transformación social en un mundo global. Solo considerado en términos universales puede ser el eje de un posible orden alternativo. Pero para lograr este objetivo es necesario que resuelva la situación de desacuerdo en la que se halla inmerso actualmente.
Y ¿cómo llevar a cabo este cometido? ¿Cómo ponerse a salvo de esta peligrosa situación de polarización, causa principal del desacuerdo? ¿Es posible en una escena política en la que han hecho aparición posturas extremas y enfrentadas? ¿Cómo escapar de la confrontación? ¿Cómo ponerse a salvo del conflicto? Un primer paso estaría en la revisión histórica del feminismo, analizando y examinado ciertos presupuestos que hoy en día se dan por sentados en el imaginario colectivo, especialmente por lo que se refiere a la asociación y hasta identificación del movimiento feminista con la izquierda. Un análisis crítico de sus inicios y ulterior desarrollo lo pone más que en entredicho. Incluso desde un simple rastreo histórico al movimiento que se refiere a la dignidad y al valor del «otro» sexo, de su igualdad y equivalencia y hasta de su superioridad respecto al masculino puede afirmarse que la llamada “izquierda” no ha sido precisamente la principal abanderada y defensora de esta causa, sino más bien una fuerza detractora en muchos casos.
Embarcarse en esta tarea exige a su vez hacer una serie de advertencias. Por una parte, es evidente que muchas reflexiones y consideraciones por parte no únicamente de filósofos, sino de destacadas figuras intelectuales y políticas, desde la perspectiva actual nos resultarían escandalosamente “machistas”, si bien en el tiempo histórico en el que fueron formuladas estaban dentro de la “normalidad” de una sociedad heteropatriarcal y del androcentrismo imperante. Sin embargo y siendo el presentismo incompatible con la historia, esto no debe ser óbice para lanzar una mirada crítica a los mismos. Hijos o no de su tiempo y adecuadamente contextualizados en el tiempo histórico en el que fueron formuladas sus teorías, lo cierto es que en el mismo contexto también surgieron voces disonantes, masculinas y femeninas, que alzaron su palabra contra lo que siempre se consideró admisible, válido y adecuado. No debe ser pues el contexto histórico excusatio asumida para justificar, además del discurso de la defensa de la desigualdad entre el hombre y la mujer, el intento de legitimarla y fundamentarla. Tal es el caso, por ejemplo, de Jean Jacques Rousseau (1712-1778). Resulta ciertamente paradójico que uno de los padres ideológicos de la izquierda y defensor de la igualdad de todos los seres humanos se la niegue a la mitad del género humano que representa el sexo femenino, cuya situación de subordinación al hombre, sostiene el ginebrino, es conforme a la leyes de la naturaleza. Y no deja de ser curioso que un sacerdote antes católico y luego calvinista Poullain de la Barre (1647-1723) tenga una perspectiva radicalmente diferente y que trasciende el marco vigente de su época. El título de su tratado más importante lo deja ya más que de manifiesto: De l’egalité des deux sexes, discours physique et moral où l’on voit l’importance de se défaire des préjugez (1673). En esta obra no solo se critica sino que además se demuestra desde la herencia cartesiana contra el prejuicio, el argumento basado en la autoridad, la costumbre y la tradición que el trato desigual que sufren las mujeres no tiene un fundamento natural, sino que procede de un prejuicio cultural que las excluye de recibir una verdadera educación. “L’esprit n’a pas de sexe”. Es precisamente la obra de Poulain de la Barre la que inaugura de la primera ola del feminismo, el feminismo ilustrado.
Compartiendo época nos encontramos también al Marqués de la Condorcet (1743-1794), al que Voltaire llamaría el “filósofo universal”. Este girondino adoptó una posición activa en la lucha de las mujeres, mostrándose partidario de que votasen. Así lo recogió en un artículo con el título Sobre la concesión del derecho a la ciudadanía a la mujer (1790) donde afirmaba que la diferencia existente entre mujeres y varones no sería ningún argumento contra la igualdad de derechos, pues «no es la naturaleza, sino la educación y la existencia social los que crean esas diferencias».
Datos historiográficos aparte, no busquen ustedes los nombres de estas dos figuras en la mayoría de los manuales de Filosofía ni de Historia. Son considerados excepciones, como lo son también las mujeres filósofas dentro del canon. De ellas y de los principales defensores y detractores de la igualdad de los sexos nos ocuparemos en los siguientes artículos.
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Inmaculada Morillo Blanco
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