Finale: allegro vivacissimo
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Rafael Guardiola Iranzo – Puertas abiertas [Lápiz y pastel sobre papel – Madrid – 1994]
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A Mark Twain
Tienes cinco minutos. Todavía cinco minutos. Es un mundo, si lo piensas bien. No sé si el mejor de los mundos posibles de Leibniz. En cualquier caso, yo siempre he sido más de Voltaire y de las ostras que solía desayunar, aunque me acusen de crueldad hacia los animales no humanos. En el envoltorio de los ravioli cinco quesos que cenaste ayer, regados generosamente con cava catalán muy frío, éste era el tiempo que debía cocer la pasta, a fuego moderado. ¿Te das cuenta? No llevas nada bien que tu mujer haya antepuesto los fastos de la onomástica de su madre, una Lucrecia Borgia longeva y de comunión diaria, uña y carne de la esposa del Dr. Mengele y admiradora de Vito Corleone, a tus urgencias libidinosas, producto de la ingesta resentida y para vencer el sopor, de algunos de los complementos alimenticios con los que tu hijo pretende modelar su cuerpo serrano. Mar se fue ayer a la Meseta y tú no sabes qué hacer con el protagonista de las aventuras y desventuras de tu alma concupiscible después de ingerir “MuscleDrol. Testosterone Amplifier” y varias dosis de avena. Amenaza con seguir los pasos de la llave viril del desdichado Príapo o de Wilt, el celebrado antihéroe de Tom Sharpe, una de mis fuentes permanentes de inspiración.
Hoy te has levantado medio tuerto, arrastrándote, con barba de tres días y dándote golpes por las esquinas, pensando en lo poco que te apetece tocar la percusión en el concierto de la Filarmónica. Treinta y dos minutos debes esperar hasta que se te pueda escuchar, haciendo que estallen los platillos, después del golpe seco del bombo. Es tu única contribución a la interpretación de esta obra paradigmática del siglo XIX. Lo que sí tenías era una imperiosa necesidad de escribir. Te quedan menos de cinco minutos. ¿Qué vas a hacer?
Aprovechando un descuido de la Directora y la mirada inquisitorial y casi soviética de la Concertino, te has deslizado a través de uno de los paneles del escenario, tropezando con el arpa, y has recorrido los pasillos, plagados de fieltros y rocallas, que dan acceso a los palcos, como un alma en pena. Bueno, es un decir. Nunca habías experimentado una elevación tan gozosa y duradera en la hortaliza de tu secreto, ni siquiera en la inquieta y hormonal adolescencia. La Directora se columpia, en el estrado, mientras tanto, bendice aquí y allá a los miembros de la orquesta, ejecutando una coreografía involuntaria, llenando el espacio y clavando la magia de sus ojos claros con una auténtica firmeza amante. En la obra anterior, el público se había rendido ante la genialidad de los abrazos que el solista ruso dedicaba a su violonchelo. El arco del eslavo y la batuta de la Directora saben lo que estoy diciendo. Comparten manos de araña, elegancia de araña y voluntad de poder.
¿Qué vas a hacer? Quedan menos de tres minutos. Estás escondido, dentro del WC de caballeros, oliendo el rastro infame que dejan el orín y el desinfectante, tan contradictorios como los opuestos de Heráclito. Alguien ha dejado la Psicopatología cotidiana del insigne Sigmund Freud en el suelo. ¿Para provocarme? Nada parece detener el despegue de tu vehículo sideral –ni siquiera las noticias desalentadoras de los negocios inmobiliarios de un afamado astronauta, ni tu meditación apresurada sobre la muerte y unas citas de Cioran, o sobre el siniestro origen de la mandrágora. Lees, entonces, lo que tu amigo Prometeo escribiera por WhatsApp a las 12,31: “la literatura, decía Pavese, es una defensa contra las ofensas de la vida”. Y lees, por fin, el contenido de una hoja doblada que llevas en el pantalón. En ella escribiste esta mañana acres versos y pensaste: los publicaré si sigo teniendo mañana estos sentimientos malsanos, este enfado bíblico.
Aunque el milagro se ha producido, escuchas el golpe seco del timbal. Después, el silencio. El público enciende la mecha de los aplausos y te das cuenta de que todo ha podido terminar sin tu presencia y sin tu poema, antes de que tiraras de la cadena.
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Rafael Guardiola Iranzo