«Fragmentos: un poco carbonizados», de George Steiner – Una reseña de Sebastián Gámez Millán

«Fragmentos: un poco carbonizados», de George Steiner – Una reseña de Sebastián Gámez Millán

Fragmentos: un poco carbonizados, de George Steiner

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Fragmentos: un poco carbonizados, de George Steiner

El recurso ficticio del hallazgo de un pergamino del siglo II d. de C., atribuido a Epicarno de Agra, le permite a George Steiner adoptar una máscara y una voz, además de trazar un hilo conductor entre ocho breves ensayos que, si no fuera por este recurso, no tendrían otro aspecto en común salvo la trayectoria vital, intelectual y el estilo de uno de los intelectuales con una perspectiva más amplia y profunda de la cultura europea, si bien George Steiner es un Weltbürger, un ciudadano del mundo.

A pesar de su asombrosa erudición literaria, filosófica, científica, filológica, musical, artística, su estilo es ágil y claro. Como sostenía recientemente Enrique Lynch: “Steiner es un escritor único. Sólo él es capaz de articular con relativa consistencia el Teorema de Gödel, el poema de Parménides y la Tetralogía de Wagner y descubrir en estas proezas un inesperado tronco espiritual común. Su vocación intelectual se compara con los constructores de catedrales que reunían con pericia y razón la técnica y la belleza y las ponían al servicio de una experiencia mística”.

Pues bien, en Fragmentos, aunque son ensayos escritos por un hombre que se aproxima al umbral de los noventa años, su estilo resplandece como pocas veces a lo largo de su obra. Quizá la brevedad y la condensación con la que están escritos estos Fragmentos aligera una erudición con la que, por otra parte, no pretende ser demostrar cuánto sabe, sino más bien indicar hitos de nuestra cultura, compararlos, preguntarse y preguntarnos, en busca de la aventura interminable del conocimiento.

Me atrevería a decir que en estos breves ensayos mejora su capacidad metafórica a la vez que la limpidez y la gracia de su estilo, repleto de sentencias, juicios de valor en defensa de lo canónico, preguntas desafiantes y una enorme capacidad persuasiva para mitificar y embaucar, siempre acompañado de juego e ironía. Así, es evidente que estos Fragmentos no poseen la ambición intelectual de otras obras suyas, como Lenguaje y silencio (1976) o Presencias reales (1989), pero se diría que encuentra la extensión y el ritmo adecuado para su estilo, como si fueran maravillosas cartas de un maestro de otro tiempo acerca de temas que le apasionan y le preocupan.

En el primero de ellos, titulado “Cuando el rayo habla, dice oscuridad”, se ocupa del desciframiento de la existencia y el fondo impenetrable de la misma: “Nuestra existencia es una lectura constante del mundo; un ejercicio de desciframiento, de interpretación dentro de una cámara de eco que tiene infinidad de mensajes semióticos. Pero esto no necesariamente implica claridad; no necesariamente asegura significado con su potencial y su rendición de paráfrasis y traducibilidad”, (p. 12).

A la manera de Derrida cuando provocadoramente afirmaba que “no hay nada fuera del texto”, Steiner se pregunta aquí: “¿Hay existencia fuera de la gramática?” A lo que responde: “Lo que no se puede conceptualizar no se puede decir; lo que no se puede decir no puede existir”. Olvida una objeción que le lanzaba al Wittgenstein del Tractatus, encerrado en la lógica y el lenguaje verbal, la música, de la que se ocupará en el capítulo séptimo. Aún más, hay fenómenos que existen y que todavía no han sido conceptualizados, pero eso no quiere decir que no puedan conceptualizarse ni decirse. Puede que tengamos la impresión de que no existen porque es precisamente el lenguaje verbal lo que dota de cierta visibilidad y reconocimiento los fenómenos del mundo que nos rodea.

“Amistad, homicida del amor” es el título, el tema y acaso la tesis principal del segundo Fragmento. La primera parte es un elogio de la amistad: “la amistad es la compensación de la existencia humana” (p. 17), aunque reconoce, con Rochefoucauld “que el infortunio de un amigo no nos causa absoluta infelicidad”. Tal vez es la lucha que mantenemos con los otros, la lucha que somos. Pero, desde luego, cuando nos sentimos bien con nosotros mismos no tenemos la misma sed de esos infortunios y hasta nos alegramos de su suerte y felicidad. Por eso quizá nuestro primer deber sería procurar estar bien con nosotros mismos, a fin de relacionarnos mejor con los otros. Ya que sin los otros no somos nosotros, no podemos llegar a ser lo que somos.

En un movimiento dialéctico, responde a la tesis con esta antítesis: “la amistad asesina al amor”. Y lo argumenta: “Los amigos no son amantes. Tres inmortales palabras lo dicen todo: odi et amo” (p. 24). Mas en un movimiento de síntesis, por eso dudaba antes de que el título fuera al mismo tiempo la tesis principal, Steiner mantiene que “en el matrimonio, en vidas compartidas que surgen de un amor auténtico, el tiempo puede asentarse para transformarlo en maravillas de madurez y desprendimiento propios de la amistad, con su humor, su paciencia, su recíproca adhesión a la creatividad” (p. 24).

“Hay leones, hay ratones” aborda un tema al que Steiner le ha preocupado y del que se ha ocupado durante buena parte de su vida, la educación. En particular se pregunta “qué cualidades existen en la mente de un genio y en la de un imbécil” (p. 28). Acepta el credo liberal, según el cual “excluyendo la catástrofe política y el gusto de la humanidad por la masacre, la educación mejorará. Una escolaridad decente llegará a más y más niños sin importar su origen étnico o económico” (p.33). Sin embargo, “si la genética molecular llegara a demostrar que las distintas gradaciones de potencial cerebral y corpóreo son innatas, heredadas, entonces ¿qué?” (pp. 35 y 36), se pregunta.

Si somos sabios, tengo para mí que ni lo que nos informe la genética ni la neurología acerca de nuestras determinaciones intelectuales, entre otras ciencias emergentes, puede ni debe impedir el desarrollo de la cultura del esfuerzo, ni extirpar la esperanza de cambiar ni robar el sueño de mejorar gracias a la educación, la formación, la disciplina, la vocación y el amor.
“El mal es” es el cuarto fragmento. Se ocupa aquí sobre la cuestión del mal, sobre la que nos ofrece una visión panorámica de cómo ha sido tratada a lo largo de la historia, desde Aristóteles hasta los racionalistas modernos: Leibniz, con el principio de razón suficiente y la idea de que todo es en última instancia para bien; visión satirizada y ridiculizada en el Cándido de Voltaire. Más inquietante y verosímil es la cosmovisión de Spinoza, que excluye cualquier vestigio de mal.

Sin embargo, Steiner se inclina por la sospecha de que “quizá más perturbadora sea la posibilidad de que los impulsos hacia el mal estén inextirpablemente engastados en la psique humana (…) El kapo del campo de concentración, los encargados del gulag o los responsables de la cura de agua son bastante normales´” (…) ¿Qué es nuestra historia –desde el asesinato de Caín hasta los hornos de gas y la incineración nuclear– sino la crónica de lo inhumano? Citar la frase `el hombre es un lobo para el hombre´ es insultar a los lobos” (pp. 42 y 43). Y concluye esta reflexión sobre el mal con unas palabras a partir de las cuales tendríamos que trabajar: “la mayoría de nosotros pasamos de largo, beneficiándonos de la falta de percepción consensual, aunque sabemos que la indiferencia es la gran cómplice” (p. 43).

“Canta dinero a la diosa” es la cuarta reflexión, dedicada a la omnipotencia de este dios en nuestros días. Contrapone una visión de filósofos, poetas, escritores y artistas, que desdeñaron los cantos de sirena del dinero, frente a una visión actual, donde la omnipresencia del dinero con frecuencia prostituye y corrompe las relaciones. “Ningún filósofo que se precie de serlo debería tener riquezas. Wittgenstein regaló su herencia. El verdadero poeta, el artista, los radicales del pensamiento, el Spinoza que pule sus lentes, tienen la intención de desdeñar los beneficios materiales. Los sofistas traicionan la verdadera filosofía al aceptar dinero por sus enseñanzas” (p. 47).

Más adelante denuncia la hipócrita e injusta atribución de responsabilidades del mercado laboral: “Cuando un negocio fracasa, miles de personas se quedan sin empleo o endeudadas; sus directos se escabullen llevándose millones en bonos y en fulgurantes apretones de manos. Y, sin embargo, a ninguno de estos rufianes, que son los responsables, se les escupe, ¡por no decir se les fusila!” (p. 50). Pero se percata de que todo o casi todo es negocio en este mundo: “Los monasterios que salpican el paisaje cristiano (…) ¿qué son sino intentos por comprar la benevolencia de los dioses, la protección mafiosa de lo sobrenatural? ¿Qué son sino intentos por canjear tesoros inmanentes por dividendos trascendentes?” (p. 52).

“Desmiente el Olimpo si puedes” retoma, desde otra perspectiva, un tema querido por Steiner: si podemos negar a Dios. En Presencias reales (1989) se había preguntado si podemos comprender adecuadamente la creación de grandes obras literarias, artísticas, musicales, sin tener en cuenta una trascendencia. Aquí concluye que “si no existe ninguna prueba lógica o teológica de la existencia de Dios, tampoco existe otra que afirme que no existe” (p. 62).

¿Es esto una razón para los creyentes? “Las razones”, nos había advertido Freud citando a Shakespeare, se encuentran como moras en primavera. Mientras, aunque resulta difícil imaginar cuándo se completará el mapa, las ciencias contribuyen poco a poco a explicar de manera empírica cómo es el mundo que nos rodea. Más bien la conclusión de Steiner es una razón para ser agnóstico, que es aquel que mantiene que puesto que no se puede demostrar la existencia ni la inexistencia de Dios, lo más razonable acerca de esta pregunta es suspender el juicio. Pero, ¿creemos las personas por lo general en función de razones? ¿O tal vez nos movemos más por emociones y sentimientos? Es decir, `me siento feliz; no me acuerdo de Dios´; `estoy enfermo y me siento desdichado, ¿dónde estás, Dios?

En el penúltimo ensayo, “¿Por qué lloro cuando canta Arión?”, también retoma un tema querido, la música y su poder para trascender los límites de la razón, que es un argumento que empleó para rebatir la célebre proposición del Tractatus de Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. “¿Qué le ocurre a la razón, a nuestra voluntad, a nuestra templanza psicológica y moral cuando escuchamos música?” (p. 63). Recuerda que al menos desde La República y Las leyes de Platón se ha tratado de controlar a efectos políticos la fuerza de la música.

Afirma, rememorando quizá a Nietzsche, que “la música es perfecta y trascendentalmente inútil. Pero ¿podríamos vivir sin ella? (…) No sabemos de ninguna comunidad humana sin música. La literatura, no digamos ya la escritura, es mucho más rara (…) ¿Podría la experiencia musical ser el único encuentro humano con el tiempo que esté libre de temporalidad tal y como la conocemos en los procesos biológicos y psicológicos?” (pp. 67 y 68).

Repetidamente se pregunta “¿qué es la música?” La compara con otros lenguajes, por ejemplo, el verbal: “El lenguaje predica la verdad o la falsedad. Este punto es crucial. La música es arrolladoramente significante pero no tiene, no “hace” ningún sentido. Es infinitamente significante pero su significancia desafía toda transposición a la prosa del mundo. Como el seto en llamas, la música manifiesta que es lo que es”. (pp. 69 y 70). Antes había sostenido que la música “es intraducible. Tal y como lo mostró Schumann, la única explicación válida de una pieza es su repetición” (p. 68).

Pero sus inquietantes preguntas, sus desafiantes aproximaciones, no disuelven el misterio último: “¿Por qué llora Epicarno cuando escucha cantar a Arión? No hay respuesta. Solo la certeza de que nuestras vidas se verían inconcebiblemente empobrecidas si no lo hiciera” (p. 73). Tal vez este sea el método más justo: las ciencias, incluidas las llamadas humanas o sociales, contribuyen a explicar y aclarar el mundo que nos rodea, pero parece que hay un misterio que se resiste a ello.

“Amiga muerte” es el último y quizá el más bello ensayo del conjunto, quizá con “Amistad, homicida del amor”. Comienza declarando que “el momento más trascendental en la historia del hombre es el descubrimiento de la muerte. No de la muerte individual, ni de la muerte de este o aquel ser orgánico. Sino de la muerte como algo universal, inescapable, predestinado y total: descubrir que toda existencia, todo lo que vive, es el prólogo a una muerte segura” (p. 75). Posiblemente a partir de este descubrimiento cambia la organización social e individual del tiempo.

Ve como una amenaza la prolongación de la vejez por el hecho de estar en la vida, y no con vida, ante la creciente esperanza de vida de las privilegiadas economías de Occidente. Y describe con bastante acierto y realismo las miserias de la vejez: “La vista y el oído se debilitan. La orina chorrea. Las extremidades se vuelven rígidas y duelen. Las dentaduras se tambalean en bocas malolientes y salivantes. Incluso con la lamentable seguridad de un bastón o de un andador, las escaleras se convierten en el enemigo. Las noches se vuelven huecas por la incontinencia y por las vejigas estériles. Pero las debilidades del cuerpo no son nada con la devastación del cuerpo” (p. 80). Se nota que lo está percibiendo y analizando muy de cerca.

¿Cuál es el remedio para evitar estas y otras miserias de la vejez? No hay remedio: es ley de vida envejecer, si se dispone de esa suerte… No obstante, Steiner, al igual que Ramón Andrés (Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente, Barcelona, Acantilado, 2016), ve en el suicidio la puerta de la libertad. “No elegimos nuestro nacimiento. Pero podemos reclamar la autonomía de nuestro ser al elegir la manera y el momento de nuestra muerte. La geriatría, remanente de teologías obsoletas, busca privarnos de esta libertad fundamental (…) Está en juego mucho más que la dignidad. Es nuestra humanidad esencial”.

Y con esta apología del suicidio como acto de libertad para autodeterminar nuestro ser concluye George Steiner o Epicarno de Agra estos Fragmentos: un poco carbonizados. Se trata de que ahora cada uno siga tejiendo en diálogo con otros sus fragmentos, como Steiner a su manera ha hecho con Shakespeare, Heidegger, Wittgenstein, Tolstoi, Dostoievski, Kafka… fragmentos que se hilvanarán dentro del palimpsesto que es la historia de las ideas o la historia de la literatura o la historia universal.

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Sebastián Gámez Millán

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Nota

George Steiner. Fragmentos: un poco carbonizados. Traducción de Laura Emilio Pacheco. Ediciones Siruela [Biblioteca de Ensayo], Madrid, 2016. ISBN: 978-8416396689 .

Categories: Libros, libres

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