La palabra justa
“Para que las palabras y las cosas fuesen conforme” (Fray Luis de León)
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Escultura de Jaume Plensa (1955), uno de los artistas contemporáneos que ha mostrado con más sensibilidad que nuestra (in)humanidad está forjada de palabras.
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Qué difícil es el arte de nombrar justamente. De manera diaria jugamos con las palabras -¿o tal vez las palabras juegan con nosotros?- hasta que de súbito nos percatamos todo lo que depende del adecuado uso de ellas… Dependemos nosotros de las palabras, ya que una interpretación errónea puede llevarnos a actuar de manera irresponsable. Por lo tanto, de cómo las usemos depende nuestra humanidad. No es necesario ser un humanista para comprender este vínculo indisociable entre palabra y humanidad. ¿Qué era, un “abuso” o una “violación”? ¿Es un “preso político” o un “político preso por delito”? ¿“Libertad de expresión” o “insulto”? ¿“Democracia” o “dictadura”?
Los jueces dictan sentencias sirviéndose de las palabras, pero si no aciertan a elegir los términos precisos pueden contribuir a fomentar la injusticia. A su vez, ellos se guían dentro del orden de las palabras del marco legal establecido. De modo que si el marco legal no está a la altura de los tiempos se volverá a cometer otra injusticia. Pero no solo los jueces poseen esta elevada responsabilidad. En mayor o menor medida todos los seres humanos juzgamos, justo porque somos seres dotados de palabra, logos.
El concepto “logos” era esencial ya en la filosofía griega, al menos desde Heráclito (540-480 a. C.). Se ha traducido por “palabra”, “lengua”, “discurso”, “razón” y “ley”. Muchas de nuestras palabras han sido compuestas con este término, como “filólogo” (disciplina que estudia las palabras) o “biólogo” (ciencia que estudia la vida). Según Aristóteles (384-322 a. C.), el logos es lo que distingue lo específicamente humano de las demás especies de animales, pues mientras estas pueden comunicarse, lo propio del ser humano es razonar y deliberar junto a otros, en público, acerca de lo conveniente y lo inconveniente, de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto. Este rasgo antropológico, el logos, la palabra, la razón, es lo que nos lleva a la ética y a la política.
No obstante, primero con el logos obtenemos una visión, un conocimiento del mundo. Uno de los propósitos de la filosofía y, como veremos, de la poesía, ha sido descubrir la razón que se adhiere a las leyes de la naturaleza con el fin no solo de comprenderla y aceptarla tal como es, sino en su caso adaptarla mediante la técnica, la tecnología o la cultura a nuestro bienestar. Así hemos domesticado espacios de la naturaleza que antes nos eran hostiles.
Pero, volviendo al logos, la visión del mundo que obtengamos dependerá de las palabras y el orden que se nos imponga o elijamos, pues en función de ello tendremos diferentes representaciones de lo acontecido. A este conocimiento revelado por la palabra justa es a lo que apela Juan Ramón Jiménez (1881-1958) aquí:
“¡Inteligencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
… Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas…
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!”
Mas no solo la filosofía y la poesía necesitan la palabra justa (más bien se diría que viven de ella), también le ocurre algo parecido a la literatura. Quizá el caso más paradigmático sea Gustave Flaubert (1821-1880), considerado uno de los padres del realismo literario. Como le declarará a Louise Colet (1810-1876) en una de las correspondencias amorosas más conmovedoras y bellas de la literatura francesa: “Todo el talento de escribir no consiste a fin de cuentas más que en la elección de las palabras”. Por eso, después de pasar horas y horas en el pabellón de Croisset, donde escribió gran parte de su obra, salía al jardín a pronunciar en alto lo que había escrito, a comprobar si resistía la prueba y seguía conforme. Buscaba “le mot juste”.
En realidad, no solo su poética gira en torno a la palabra justa, en cierto modo es la ambición de cualquier escritor que aspire a escribir bien, ya que no se puede escribir bien apartándose de la verdad, aunque esta se pueda decir de diferentes formas. Los estilos puedan ser muy diversos, pero de una manera o de otra todo escritor persigue cazar la verdad de lo acontecido, a pesar de que su posesión, no su búsqueda, está condenada al fracaso. Hay, pues, una estrecha conexión entre palabra, verdad y justicia.
Con todo, y a pesar de la buena voluntad de Fray Luis de León (1527-1591) de que “las palabras y las cosas fuesen conforme”, tengo para mí que nunca marcharán completamente así, que siempre habrá lucha por las palabras, conflicto por generar o apropiarse del relato de los acontecimientos que se imponga o persuada por lo menos a la mayoría. Sin embargo, no por ello debemos renunciar a la tenaz e incesante búsqueda de la palabra justa: en todo tiempo sigue en juego nuestra (in)humanidad.

Esculturas de Jaume Plensa (1955)
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Sebastián Gámez Millán