Georg Cantor, rebelión o infinito – Luis Carlos Yepes Fernández

Georg Cantor, rebelión o infinito – Luis Carlos Yepes Fernández

Georg Cantor, rebelión o infinito

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Georg Ferdinand Ludwig Philipp Cantor [San Petersburgo, 3 de marzo de 1845 – Halle, 6 de enero de 1918]

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Lo que nos amenaza nos constituye

Friedrich Hölderlin

 

Aquel seis de enero de 1918, el filósofo y matemático Georg Cantor abandonaba el invierno en una clínica psiquiátrica de la ciudad alemana de Halle, mientras un último pensamiento sobre el infinito se perdía bajo sus párpados.

Desde niño, en San Petersburgo, le había perseguido el olor de la inmensidad, la emoción de los paisajes vastos y solitarios. Con frecuencia, se quedaba durante horas mirando por una ventana cómo caía la nieve, como si no hubiera tiempo. O al menos así lo parecía, porque al salir del trance, solía interrogar a su madre sobre si las cosas tienen fin o nunca acaban.

El tiempo fue pasando, como la alegría, y ya adulto cristalizaron estas sombras. Investigaba en la universidad sobre la teoría de conjuntos y la noción de infinito, proscrita por entonces en los ambientes matemáticos. Y de golpe, como si hubiera roto una vasija sagrada, se desató toda la furia del establishment académico.

Eso es una locura, síntoma de la enfermedad que le está pudriendo la mente. Es, además, blasfemia y corrupción de la juventud” Así se pronunció su profesor Kronecker, que hizo todo lo posible por arruinar su vida y su carrera. Hienas sin piedad, se decía Cantor al sumirse en una fiera depresión, y no saber si realmente sufría un trastorno de nacimiento o la persecución y condena pública lo había provocado. Sea como fuere, la llaga abierta lo encadenó a sucesivas reclusiones clínicas hasta su muerte.

¿Por qué no reflexionar sobre el infinito? ¡Qué barbarie es ésta, él, que pertenecía a una raza filosófica, y que creía, como su hermano errante y excomulgado Spinoza, que el pensar no arruina el fervor ni la paz social y sí lo hace su represión! Tales ideas atenazaban su ánimo con la misma persistencia que el asesino abraza el cuello de la víctima.

Le ahogaba la tristeza, allí, muy adentro, en ese vacío que algunos llaman alma. Venía de fuera, por el río, como en oleadas de sangre, con el sabor a sal de los manantiales cercanos.

Otras veces, la voz de sus creencias, la severa música de la fe luterana en la que había sido acunado, le convocaba a la sumisión, al arrepentimiento.¡Pero no, no podía sucumbir, los números infinitos, su teoría, se la había comunicado Dios mismo!

Dio en escribir artículos religiosos para explicarse que no había ofensa en concebir muchos infinitos de distinto tamaño. Que el pensar es como el viento, se cuela por las rendijas y enardece la mirada. Y que Dios es misericordioso con aquellos que lo buscan limpiamente, con la desnudez de espíritu del que sabe que la idea de infinito amenaza cualquier otra idea.

La víspera de su muerte estaba muy agitado. Pidió que le trajeran un violín y, con gran secreto, no fueran a enterarse los enfermeros, le recomendó a su mujer que tuviera cuidado con la tormenta que se cernía sobre la ciudad. De pronto, como si estuviera en una reunión de compromiso,empezó a hablar del tiempo que estaba haciendo, y de lo bueno que era para la gente que no sabe qué hacer con su soledad. 

La enfermera instó a salir de la habitación a la mujer, informándola de la alegría que había experimentado Cantor el día anterior en el concierto ofrecido a los pacientes. Habían tocado fragmentos de El Mesías de Haendel. Al finalizar, le confió con cierta gravedad que la música seguía sonando, que tras la última nota había una infinidad de notas. 

El día de su muerte, acostado, escribió en unas cuartillas amarillentas que dejó sobre la mesilla. Al llegar su mujer y su hijo, Cantor parecía dormido. Se sentaron a ambos lados de la cama. Como nadie hablaba y el silencio quemaba la blancura de las sábanas, la mujer tomó las hojas garabateadas e intentó leerlas:

El infinito y la muerte no pertenecen al mundo, pero le dan sentido, tienen el mismo tacto, la misma manera de anochecer y de llevarnos”.

Por entonces, Cantor ya se había ido en pos de la lluvia.

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Luis Carlos Yepes Fernández