Hambre – Un relato de Gema García Hormigos

Hambre – Un relato de Gema García Hormigos

Hambre [Relato]

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Hambre

Mediaba el siglo cuando desaparecieron los dos guardias civiles. Los ecos de la guerra se habían extinguido en el pueblo pero aún era posible leer la miseria en las palmas de las manos.

No había llovido aquel año, el cereal estaba agostado y las ovejas andaban en los huesos, perdiendo la lana como si tuvieran tiña. Aunque la llanura estaba llena de pozos, al asomarse a ellos de sus bocas solo salían moscas negras, gordas como garbanzos. El panadero vendía unos curruscos de pan rellenos de tierra y el carnicero las vísceras más nauseabundas.

Como es natural, nadie movía un músculo dentro del pueblo sin que se enteraran los guardias en su cuartel, una construcción achaparrada de tapial y cubierta con teja, con su Virgen del Pilar y su Todo por la Patria. Situado en lo alto de una colina, dominaba el pueblo como un castillo.

Los gitanos, de negros ojos y pobladas cejas, vivían en el río aunque ya no nadaban como antes. Chapoteaban en una mezcla de aguas de cloaca y lagunillas cubiertas de algas. Además, el ayuno sostenido a lo largo de los años les restaba fuerza, ya no les brillaba la piel ni el pelo. Por lo demás, se les consideraba pacíficos, lo que no quitaba para que de vez en cuando algún gitanillo descalzo se presentara en el cuartel para pedir a los guardias que mediaran en un altercado.

Como es normal, nadie de fuera del pueblo decía esta boca es mía sin que se enteraran los guardias, y los de la carretera menos. Debido al peligroso cruce alguna vez había que ir a poner paz en algún choque o un atropello de ganado. Aunque la carretera por fin conectaba el pueblo con la civilización, el progreso no era un valor en sí mismo. Civilizados o no, seguían sin tener que llevarse a la boca.

No obstante, que desaparecieran dos guardias, eso sí que era una quiebra de la uniformidad. Al séptimo día de los hechos llegó un teniente de Toledo. Las botas destellantes, la chaqueta rígida, el bigote duro erecto y la sonrisa de matarife. El vergajo (una especie de porra) en la cintura, junto con la pistola. En cuanto el extraño apareció, las mujeres y los niños se replegaron en la intimidad de sus casas, de acuerdo en que era mejor no ver al jefe ni oler su tufo a degollina. Todas menos una mujer coloradota, que, aunque con vergüenza, se atrevió a quedarse en el umbral de su pabellón esperando quizá una oportunidad para hablar con el teniente.

¿Quién manda?, saludó el teniente, haciendo caso omiso de un guardia que estaba de puertas. Yo mismo, respondió un cabo de ojos azules.

¡Conmigo!, ordenó el teniente al cabo, señalándole que le acompañara.

El cabo intentó explicarle algunos datos de los desaparecidos, dos guardias jóvenes de ojos rojos que hacía poco habían padecido sendos ataques de anemia, uno casado sin hijos y otro soltero. No eran especialmente alegres ni tristes, no frecuentaban lugares de juego ni mujeres, solo dos guardias famélicos como dos galgos.

El teniente no necesitaba explicaciones de un subalterno paleto. Dos guardias desaparecidos y un poblado de gitanos, era fácil llegar a ciertas conclusiones. Se trataba de agarrar uno y mandarlo para Toledo de tal forma que el pueblo pudiera volver a sus duelos y quebrantos.

El teniente se manchó las botas para cruzar el río y llegar hasta los tenderetes de los gitanos. El cabo fue detrás pero no se mojó el calzado, sabía por donde pasar. Interrogaron a cada gitano, incluso a las mujeres y los perros. Retortijones, desvanecimientos, eructos… ¿Dónde está el Gordo?¿El Hartosopas?, preguntó sin éxito el cabo de ojos azules.

¿Por quién preguntas?, se interesó el teniente.

Es un payo que está siempre entre gitanos, una mala bestia, el único de por aquí con delitos de sangre.

Buscamos un gitano, idiota.

Según parecía, la tarde de su desaparición los guardias habían sido vistos carretera arriba, en dirección a la Cueva de los Moros. El gitano Ismael, un hombre con pocos amigos y exceso de fama, exiliado del río por saber escribir y no saber nadar, vivía allí, porque convenía a sus negocios. El teniente solo tenía que ir a la cueva, descubrir los dos muertos, apresar al gitano, hacer un atestado y volverse a Toledo. Pero, primero, había que comer.

¿No se come en este pueblo?, gritó, al volver al cuartel.

El cabo le condujo a un pabellón donde la mujer coloradota daba vueltas a una olla muy clara. Se sonrojó al verlos aparecer. Era un ser casi infantil, con un aire puro y sin mancha, si no fuera por las veces que había intentado darle hijos a su marido, empeño que no había dado frutos y que había provocado una verdadera desazón en la mujer, que solo deseaba cuidar y cuyo marido no era precisamente afectuoso. Era la posible viuda y esperaba una ocasión para poder hablar. Bajo la mesa un perro faldero husmeaba el suelo en busca de la nada.

A una indicación del cabo, la mujer sirvió un plato de cocido al teniente. Al lado, envuelta en una servilleta de tela como si fuera oro, le dejó una onza de chocolate.

¿Qué se cree, que tengo cuatro años? Ponga un poco de carne la próxima vez y déjese de chuminadas, dijo el teniente, al descubrirla.

Tiró la onza al perro que la hizo desaparecer en un segundo y cuando se acercó para pedir más recibió un puntapié. Al ver que este exabrupto no quebraba la beatífica sonrisa de la mujer, añadió:

Señora, pierda toda esperanza, su marido está muerto.

La mujer no torció el gesto, apretó los puños y decidió callar. Le miró comer, de pie junto a la olla. No sirvió al cabo, que se quedó fuera fumando un cigarro. Sabía que era verdad, que su marido había muerto y eso abría para ella un futuro muy incierto: una mujer en una casa cuartel sin nadie de quien depender. Tras terminar el plato el teniente se levantó sin dar las gracias y cuando salió, la mujer cerró con llave y acarició al perrito.

Afuera había cuatro guardias de ojos amarillos. Formaban un pelotón diligente al servicio del orden, un rebaño de caballos preparados para tirar de un carro pesado. Cuando subieron hacia la Cueva de los Moros, el teniente, el cabo y los guardias de ojos amarillos, lo hicieron en silencio. Avanzaban entre la genista quemada por el sol y la tierra arcillosa sembrada de cartuchos antiguos. Notaban el desprecio del teniente por su tierra y por ellos mismos, llegaba el ruido de la carretera.

Una vez dentro fue fácil comprobar que allí vivía alguien, por las trazas de comer y descomer y por un montón de cachivaches. Pero no había cuerpos. Lo que sí encontraron fue dos capas ensangrentadas y un par de botas de los guardias. A falta de pan.

Quiero a todo Dios listo para barrer el monte, el pueblo y las casuchas del río. Todos a la vez. Quien le encuentre, que le traiga. Y quiero los cuerpos. Que nadie duerma, gritó el teniente, satisfecho.

Patrullaron los guardias. Despertaron a los gitanos y miraron hasta debajo de la superficie del río, lo que habían descolocado por la mañana no había sido vuelto a poner en orden. Llamaron a las puertas del pueblo que reaccionaba con ausencia de sorpresa, como si aún estuvieran por allí los dos guardias, y peinaron el monte buscando a un gitano entre los surcos.

No había rastro, no había cuerpos, no había ropa de los guardias. Nadie quería cuentos; la llanura quería lluvia, no hablar de hombres que desaparecen. Solo se encontró un perrillo en un pozo que aullaba de dolor y que el teniente no dejó que se rematara. No se cenó más que unas uvas y un poco de pan. El teniente no tomó nada.

Al filo de mañana dieron con el gitano Ismael. Se ocultaba en un abrigo de roca, tan poca cosa era y tan pegado a ella estaba que había que pasar dos veces para verlo; ni rastro de los cuerpos. Llevaba unas botas nuevas.

El gitano apenas pesaba un par de arrobas y el cabo se lo puso a hombros como un cordero. Lo llevó así hasta el cuartel, a un cuarto blanco alicatado en paredes y techo. Con la delicadeza que merecía alguien a quien iban a moler a palos aunque probablemente no hubiera hecho más que traficar con leche condensada y latas de conserva, lo posó sobre el único mueble de la estancia, una silla metálica fácil de limpiar. El hombre temblaba, como si ya le hubieran pegado; para los demás, como si fuera culpable.

El teniente llegó a la habitación, se quitó el barro del monte de las botas y usó ese mismo trapo como mordaza para el gitano. Sacó el verdajo y lo colocó en la mano. Ismael, que llevaba en la frente su destino, gritó, pero no demasiado. Confesó que se había encontrado las capas y las botas en la cuneta de la carretera, que alguien o algo se las había arrancado del cuerpo a los guardias y que había intentado venderlas, pero que ya estaban muertos cuando los encontró. Aunque resultaba difícil creer que aquel espíritu de la golosina hubiera podido con dos hombres y por el único peaje de unas botas, el rechazo del pueblo y de los suyos le hacía un buen candidato al garrote. Firmó el documento sin faltas de ortografía que le pusieron delante, con el trapo axfisiado aún en la garganta. Que los tiró a un pozo.

Con el cansancio en el cuerpo de haber metido tantos palos y la sensación saciante de haber concluído un deber, el teniente salió del cuarto e irrumpió en el pabellón de la viuda. Se sentó a la mesa y enseguida la mujer le trajo un plato, como si le hubiera estado esperando. Me lo he quitado de mi boca, para usted, dijo la mujer, secándose una lágrima.

Pues muy bien, viuda. Debería ir tiñendo los trapos que tenga.

La mujer apretó los puños. En la mesa, huevos con chorizo frito. El olor mareó al cuartel que había desayunado miel y uvas. Nunca fue más nauseabundo un olor tan rico. El teniente se relamió, pleno. La mujer le miró comer de pie, intentando contener el ruido de sus tripas y muerta del asco, pero con una paz deliciosa. Se despidió sin dar las gracias. Los labios rojos de la grasa del chorizo le daban aspecto de estar enfermo o de haberse envenenado con alguna pócima anaranjada.

Esa misma tarde el teniente marchó sin su reo. El gitano Ismael se quedaba atrás, a la espera de que viniera una pareja de policías a trasladarle a la capital. No se despidió ni siquiera del cabo de ojos azules y ni un solo guardia llegó a saber su nombre.

Pasan los días. No llueve. El pueblo contiene la pestilencia de su aliento pero a la vez no para de murmurar. Susurra sobre los guardias, sobre la cueva, sobre los pozos, sobre los cerdos con disentería y los conejos con fiebre.

Pasan los días y no llueve. El pueblo adelgaza como una sombra de media tarde. Ismael, encerrado, ha sido olvidado por el mundo como si hubiera conseguido por fin hacerse invisible en el cuarto de los azulejos. La única que le presta atención es la viuda, vestida ya de luto, que le lleva caldo y le adecenta los moratones. Cuando se lo lleven, o antes, ella misma tendrá que marcharse pues ya no tiene cabida en una casa cuartel. Mientras lava al prisionero, la mujer barrunta que hará ese día; probablemente camine hasta su pueblo de origen, a cincuenta kilómetros, y se quede en casa de un hermano, donde con suerte podrá cuidar de alguno de sus hijos. Ismael aprecia mucho su compañía y se lo hace saber cada vez que la ve, apenas tiene recuerdos de alguien que le tratara tan bien.

Un gitanillo descalzo sube al cuartel pidiendo un guardia. Un camionero borracho se ha salido de la carretera y ha estado a punto de atropellar un par de bueyes. Algunos quieren lincharle. Los guardias de ojos amarillos se lo llevan para protegerle. Sin que nadie le pregunte, como si fuera un chaparrón que no se espera, confiesa que hace unas semanas atropelló a dos hombres con tricornio y capa, que ya no quiere hacer la ruta porque se le manifiestan en el arcén desfigurados y que ha empezado a beber al volante por ver si se desvanecen.

Los guardias civiles le escuchan como quien oye llover, porque es un palurdo supersticioso, aunque venga de la ciudad, y fue Ismael el que tiró a los compañeros al pozo. El hombre sigue con su relato de fantasía.

Paré, pero no llegué a bajar; enseguida vino un hombre, que los sacó de la carretera. Un hombre bueno. Se fue. Me quedé de piedra, como si estuviera bajo un sortilegio. Al rato, bastante rato, vino otro…Y los devoró. Podía haber sido una bestia, pero era un hombre gordo, muy gordo.

Esto fue lo que colmó la paciencia de los guardias. No hay gordos en el pueblo, le dijeron. La viuda, que había oído todo, fue a contárselo al cabo. Yo conozco un gordo, o más bien tres. Primero, el panadero. Después, el carnicero. Y Hartosopas. Y luego, está lo que dicen. ¿Sabes lo que dicen, no?

El cabo asalta esa misma tarde la panadería del pueblo y a parte de una harina de mala calidad y gusanos, no encuentra nada. Después va a la carnicería y descubre una artesa con sangre.

El carnicero relata con calma que compró la carne a Hartosopas, que no lo hacía habitualmente pero los cerdos de ese año habían salido para tirar. Aquí empieza a tartamudear. Que la carne de calidad era bienvenida, y que bueno, él había probado la mezcla y estaba muy dulce. Su cara se descompone. Que había vendido un poco al cuartel, a una mujer que se lo dejó a fiar y otro poco a los ricos del pueblo, que al rato habían venido pidiendo más. El carnicero se lleva las manos a la cara y la hunde en ellas.

El paradero de Hartosopas se convierte en un artículo de interés regional, cuyo precio se dispara en cuanto aparece en una taberna de mala muerte, con la ropa manchada de lamparones de sangre y tosiendo como un muerto por la avanzada tuberculosis. Una mala bestia, un hilo del que habría valido la pena tirar cuando no le encontraron entre los gitanos. Hay algo en él de coplero, no le cuesta narrar su historia.

Esa noche Ismael intentó venderle unas botas. Le sonsacó donde las había obtenido y fue allí, al arcén, a ver si podía sacar algo más. Con su navaja hizo el resto. Metió en el morral los trozos de carne, enterró los huesos en la cuneta.

Los cuerpos de los guardias no habían sido encontrados porque no existían. Después de ser atropellados, su carne había pasado por la navaja del maleante y por la artesa. A pesar de las confesiones de Hartosopas y el carnicero, que corroboraban lo que la mayoría sospechaba en el pueblo, las cosas no cambiaban para Ismael. A parte de él, nadie sufriría consecuencia alguna. En el caso del conductor, había sido un accidente, en el caso del carnicero, una negligencia y en el caso de Hartosopas, acabaría muerto en cualquier tugurio antes de que acabara el año. Ismael, en cambio, ya estaba allí y había robado. Cuando los policías vinieran a por él, seguro que se lo llevarían, al menos para no hacer el viaje en balde.

La viuda, antes de ir a buscar los restos de su marido (y de un tramo de su existencia que se acababa) corre al cuarto de los azulejos a contarle las noticias a Ismael. Le lleva una onza de chocolate envuelta en una servilleta de tela.

¿Ya no queda chorizo?, bromea Ismael al verla. El gitano está tan delgado y pálido que parece cerca de irse a fundir con el blanco de los azulejos.

Se lo di todo a ese cerdo, respondió la mujer, que ya no parecía ni tímida ni vergonzosa.

Se lo agradezco, pero no me entra.

El gitano se levanta la camisa y deja ver un vientre traslúcido.

Lo siento en el alma, le susurró. Es usted un hombre bueno.

Ya ve, contestó Ismael. Pero soy yo el que lo siente.

¿Y eso por qué?

El gitano colocó en la mano de la mujer la onza de chocolate.

Yo me voy…pero a usted…. Aún le queda a usted el resto de la vida. Coma.

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Gema García Hormigos

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