Hugeburc [Hygeburg], la monja de Heidenheim am Hahnenkamm- Autoría femenina y criptogramas en el siglo VIII – Juan Luis Calbarro
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Hugeburc [Hygeburg], la monja de Heidenheim am Hahnenkamm- Autoría femenina y criptogramas en el siglo VIII
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Hugeburc [Hygeburg], la monja de Heidenheim am Hahnenkamm– Autoría femenina y criptogramas en el siglo VIII
No había pasado ni un siglo desde que la cristianización de la propia Inglaterra terminara de asentarse y rendir sus frutos, cuando una legión de frailes anglosajones emprendió el camino de la evangelización allí donde entonces se encontraban los paganos: la parte oriental del imperio carolingio. Estamos hablando del siglo VIII: en colaboración con Roma y con el emperador, varias oleadas de misioneros benedictinos procedentes de Wessex y Northumbria fundaron monasterios, organizaron una iglesia nueva en lugares como Baviera, Sajonia o Frisia y a veces perdieron su vida en el empeño. Conocida en la historiografía cristiana como «la misión anglosajona en el continente» y elogiada entre otros por Tolkien, que la saluda como «una de las glorias de Inglaterra», se ha aludido también a este colectivo de hombres y mujeres sobresalientes como «Círculo de Bonifacio», dado que se desenvolvió principalmente en torno a la actividad del llamado apóstol de Alemania, Bonifacio de Maguncia. El santo de Devonshire fue autor de una obra colosal, tanto en su dimensión fundacional (la abadía de Fulda, por ejemplo), como en la organizativa (creó una amplia estructura diocesana a partir de cero), como en la pastoral (bautizó miles de paganos), como en la cultural.
El Círculo de Bonifacio era, en este último sentido, una red de hombres y mujeres de iglesia que, a lo largo y ancho de Europa –en Fulda, en Aquisgrán, en Maguncia, en Eichstätt, en Minster-in-Thanet, en Roma– salvaban las distancias geográficas y mantenían una sorprendente unidad doctrinal, litúrgica y de acción evangelizadora gracias al intercambio de cartas, poemas, acertijos, vidas de santos… Uno de los más notables frutos de la literatura anglolatina del siglo VIII, con un pie sobre la tradición anglosajona y otro sobre los clásicos latinos (principalmente en la versión estilística de Aldelmo de Malmesbury), fue la numerosa serie de vidas de santos que se redactaron y copiaron con profusión para apoyar la tarea pastoral y la liturgia en aquella Alemania que nacía al cristianismo.
Parientes próximos y colaboradores cercanos de Bonifacio, los hermanos Wilibaldo, Winibaldo y Walburga habían nacido en Wessex a principios del siglo VIII. Wilibaldo protagonizó la primera peregrinación a Tierra Santa llevada a cabo por un inglés que registra la historia. Durante ocho años (721-729), viajó y residió sucesivamente en Roma, los Lugares Santos y Constantinopla. A su vuelta a Europa, y tras una década como monje en Montecassino, cuna de la orden benedictina, Wilibaldo, junto con su hermano Winibaldo, fue convocado por su tío Bonifacio para incorporarse a la misión anglosajona en Baviera. Winibaldo fue nombrado abad del nuevo monasterio de Heidenheim, un viejo santuario pagano, y Wilibaldo obispo de la nueva diócesis de Eischtätt. A la muerte de Winibaldo (761), Walburga (la misma que da nombre a la célebre noche de Walpurgis) se hizo cargo de la abadía, que –conforme a la tradición analglosajona– era mixta.
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Alcanzada la vejez, Wilibaldo percibe la conveniencia de que su viaje a Tierra Santa sea preservado por escrito. En aquella época de fes fervientes, distancias lejanas y construcción de santidades, la peregrinación suponía un viaje interior paralelo a la vida monástica; y su función se perfeccionaba solo al regreso del peregrino, cuando este compartía su experiencia con los fieles. Para entonces, Wilibaldo había contado su historia ya muchas veces; pero en esta ocasión dispuso que una joven monja incorporada recientemente a la comunidad benedictina desde el viejo Wessex, miembro cercano de su familia y diestra en el latín aldelmiano –digna en muchos sentidos, por tanto, de la confianza requerida–, tomase nota escrita de su relato en presencia de dos diáconos como testigos. Esto sucedía el martes 23 de junio de 778. Cuando Wilibaldo murió hacia 787, casi nonagenario y después de una larguísima vida de servicio –quizá se tratase del más valioso colaborador con que jamás contó Bonifacio–, de su biografía y de la de su hermano Winibaldo ya había copias en los scriptoria de la región. Con el tiempo, las habría por toda Europa.
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¿Quién era la autora de esta doble hagiografía? La que durante doce siglos fue conocida como «la monja de Heidenheim» no solo se había ocupado de poner por escrito el itinerario oriental de Wilibaldo; con el apoyo de Walburga, indagó entre quienes habían conocido a aquellos hermanos santos, consultó fuentes y utilizó modelos literarios. Se documentó, contextualizó, añadió experiencia propia, elaboró alegorías y metáforas, allegó hipérbatos y aliteraciones y, en definitiva, redactó una Vita sancti Willibaldi et Wunnebaldi que se constituyó para siempre en la fuente principal para el estudio de las vidas de estos santos, así como fundamental para áreas de la historiografía en las que no contamos con abundancia de fuentes, como la relacionada con la Palestina de los primeros años del Islam. Su obra fue editada e impresa a partir del siglo XVII en diversas ocasiones, y traducida del latín sucesivamente al alemán, al inglés y al italiano. Se trata de la primera producción literaria de larga extensión conocida que haya salido de la pluma de una mujer nacida en Inglaterra; constituye también el primer relato de peregrinación a Jerusalén de autor inglés; y es la única hagiografía escrita por una mujer en medio de la plétora de vidas de santos producidas durante el período carolingio; pero no conocíamos su nombre.
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Aquella monja escritora, como otras de la Edad Media (como Baldonivia de Poitiers o Hildegarda de Bingen), debía justificar haberse dedicado a una tarea comúnmente reservada a los hombres, como es la escritura, y por tanto había iniciado su prólogo con grandes protestas de humildad:
Yo, hija indigna de la raza sajona, última de los que hasta aquí han venido desde aquella tierra, que soy, en comparación con mis compatriotas, y no solo por mi edad, sino también por su virtud, solo una pobre criaturita […].
No soy, sin embargo, más que una mujer, manchada de la fragilidad de mi sexo, sin pretensión alguna de sabiduría o inteligencia en que apoyarme, sino instada solamente por mi propia voluntad, como el chiquillo ignorante que arranca unas flores aquí y allá, entre abundantes ramas ricas en follaje y fruta. Así arranco yo ramitas de las ramas más bajas, con la poca habilidad que poseo, y os las ofrezco para que os sirvan de recuerdo […].
Yo, un ser insignificante, no emprendo esta tarea, oh, grandes hombres de letras, por que sea ignorante de vuestros talentos, sino porque, indigna como soy, sé que nací de la misma raíz genealógica que [los biografiados], aunque sea de los brotes más bajos de sus ramas, y, por tanto, me inclino a poner en manos del lector detalles dignos de recordar concernientes a tan grandes y venerables hombres.
Está presente en este fragmento el tópico de la modestia con que la autora pretende granjearse la benevolentia del lector, y que podría utilizar cualquier hagiógrafo; pero también está el tópico de la fragilidad e incapacidad femenina, que solo las autoras usan; y, en este caso, está también, no obstante, la decisión manifiesta de escribir pese a todo, amparada en el parentesco con los biografiados. Tal vez el anonimato de la obra respondiese también a ese afán de empequeñecerse, al menos en apariencia. Así, el nombre de la autora permaneció oculto durante más de mil doscientos años.
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Y, sin embargo, en 1931, el gran historiador, paleógrafo y filólogo alemán Bernhard Bischoff encontró una pista que aquella joven escritora había dejado tras de sí, siendo aún solo, él también, un joven alumno de doctorado. Del puñado de manuscritos de la Vita que se conservan, el más antiguo fue copiado en Frisinga –no lejos de Heidenheim– a finales del mismo siglo VIII o principios del IX y, por consiguiente, muy probablemente todavía en vida de su autora. Conservado en Múnich, aparecen en él unas líneas que fueron suprimidas en versiones posteriores. Cuatro líneas que nadie entendía y que, por ello, debieron ser consideradas prescindibles por la mayor parte de los copistas:
Secdgquar·quin·npri·sprix quar.nter· cpri·nquar·mter·nsecun·hquin·gsecd bquinrc·qarr·dinando hsecdc·scrter· bsecd·bprim·
El observador Bischoff se percató de que en aquellas líneas ininteligibles del viejo documento conservado en Múnich podían rastrearse ciertos patrones. Identificó las siguientes secuencias: pri, secd/secun, ter, quar/qar y quin, que se repetían a lo largo del texto y que no es difícil reconocer como abreviaturas de los cinco primeros numerales ordinales latinos, y se dio cuenta de que si suprimía estas secuencias solo quedaban en el texto consonantes:
Secundagquarta·quinta·nprima·sprimax quarta.ntertia· cprima·nquarta·mtertia·nsecunda·hquinta·gsecunda bquintarc·q(u)artar·dinando hsecundac·scrtertia· bsecunda·bprimam·
Así que, pensó, «primera», «segunda», «tercera», «cuarta» y «quinta» deben ser forzosamente las vocales latinas por su orden. Sustituyó dichas secuencias por las respectivas vocales y el texto se iluminó en toda su nítida evidencia:
Ego, una saxonica nomine Hugeburc, ordinando hec scribebam
Tantos siglos después, gracias a que en un único manuscrito se había preservado su criptograma y a que un brillante investigador alemán se había interesado en él, supimos que la «monja de Heidenheim» se llamaba Higeburga (la transcripción española que hemos adoptado para el antropónimo anglosajón Hygeburg, que significa «fortaleza de espíritu», transcrito a su vez por su portadora como Hugeburc en el alfabeto latino). E Higeburga estaba ahí justo para reivindicar su autoría.
Es cierto que, a lo largo de la Edad Media y muy particularmente en el círculo de Bonifacio y desde Aldelmo, escritores anglolatinos y otros europeos cultivaron una rica tradición de acertijos, acrósticos, criptogramas y otros procedimientos de ingenio verbal y elipsis; pero no conocemos más casos de ocultación del propio nombre. Diversos estudiosos han analizado e interpretado este extraño y complejo acto de disimulo, desde los que lo califican de mero juego intelectual hasta los que hablan de un proceso de autorrepresión motivado por el sexo de la autora. Sea como sea, Higeburga, en la tensión entre la modestia y el orgullo, encontró la herramienta para hacer perdurar su nombre: un texto cifrado que es a la vez ocultación y declaración, que asume el riesgo de que, por ejemplo, el manuscrito de Frisinga no se hubiese conservado y el ingenioso criptograma hubiese desaparecido para siempre; riesgo que, afortunadamente, al cabo no ha impedido que distingamos por su nombre a una de las voces femeninas más importantes de la literatura carolingia, y una pionera en muchos sentidos. Con ustedes, Higeburga de Heidenheim.
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Juan Luis Calbarro
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