La cueva del diablo [Relato]
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La cueva del diablo
Un espacio solitario de luz y agua. Solo el ir venir de los vientos. Si acaso, los tonos cambiantes de luminosidad: la tibieza rosada del amanecer, el duro brillo del mediodía. Es al atardecer cuando los arenales de la ría se rinden al misterio de las sombras. Sobre el agua se recuestan los últimos rayos del sol. Es la hora.
Aquel lugar, con la bajamar, cobra una actividad frenética. Mujeres equipadas de guantes y botas de goma, cubo y rastrillo, se desperdigan, cada una a su lugar, para dar comienzo a una de las tareas más antiguas de la región. Son las mariscadoras. Mujeres recias, fuertes, heroínas modernas que dedican media jornada a la recogida de los preciados bivalvos: almejas, berberechos, navajas…en medio del tibio olor de los detritus.
Martina sale de su casa con el ceño fruncido. Es primavera, pero no sopla viento del norte. Las corrientes de entrada y salida de la ría son menos intensas, no hay aporte de nutrientes, los bivalvos no crecen. De cualquier modo, irá a mariscar, hay que seguir viviendo. Ya va para seis meses que su hombre salió para el roquedal. Ese día no faenaba, era festivo. Traería pulpo para la cena. Martina sabe que se refiere a la empanada berciana de pulpo gallego. ¡Empanada de batallón! Su hombre llegó a la ría procedente de un pueblo de El Bierzo y guarda reminiscencias de su tierra. Y Martina también conoce la cuenta pendiente que tiene con el pulpo de la cueva del Santiamén. Tres veces le había burlado, por tres veces se comió la sardina de la vara cebada y le escupió tinta.
Aquella tarde no salió de la oquedad de la roca, un espacio de agua y sombra. Su hombre debería haber percibido la advertencia solapada de la borrasca que amenazaba el litoral, antes de adentrarse por las puntiagudas rocas cercanas al mar.
Estaba allí, él lo sabía. Tenía que hacer salir a ese pulpo que otros habían visto. Decían que tenía unos enormes ojos rotatorios, cristalinos, gélidos, amenazantes; era de dimensiones enormes y cambiaba de color.
Desde que falta el hombre el aire también la falta. La casa se ha llenado de una soledad sombría, espesa, que no la deja respirar. Si al menos hubiera un hijo por el que luchar, arrancaría con los dientes pedazos de vida a lo que ahora es solo muerte y ganas de venganza. Esa idea la obsesiona. ¡Maldito animal!, dice mientras se sacude con el dorso de la mano unas lágrimas calientes.
La ría y el mar. Martina se ha criado en el pueblo pesquero y conoce toda la zona. No va a arredrarla un pulpo. Pero sería bueno saber cosas de la cueva, de lo que dicen los viejos del lugar.
-¿De dónde vienes, Martina? –le preguntan las mariscadoras.
-De saber más.
-¿Qué te ha dicho la Loriña?
-Se santiguó tres veces antes de decirme que ese “polbo” es el diablo, que habita en las profundidades del infierno. Los herejes la llaman cueva del Santiamén, pero es la boca del infierno. Luego, a cambio de dos gallinas, me bendijo con el ensalmo de la zarabanda: “Echa esta hierba al agua, le verás salir. Tus ganas de venganza harán fácil todo lo demás”. La Loriña ve más allá de la raya de la vida, ya lo creo, tiene tratos secretos con hierbas, emplastos, con seres de otras especies…
Es el diablo, repite Martina una y otra vez. Un diablo con tres corazones, ocho brazos con ventosa y ojos saltones. Conoce la cueva oscura, cerca del faro. Dobla la espalda, hunde el rastrillo y escarba con rabia, es su medio de vida, lo que viene haciendo desde que era una adolescente, lo que hicieron antes su madre y antes su abuela…Trabajo penoso, mal remunerado, escaso. Pero, al final de la jornada, todavía tiene humor para canturrear alguna canción de la tierra.
Hoy no.
Absorta, fuera de la realidad, camina hacia atrás, al día en que su hombre decidió no separarse de la guarida hasta ver aparecer al monstruo. Esperó en vano. Cuando sintió su pierna atenazada por el potente tentáculo supo que no podría huir. La presión aflojó cuando el mar embravecido, repentinamente, envió una ola furiosa. El hombre fue arrojado contra las rocas y su cuerpo inerte arrastrado al pie del faro abandonado.
Apenas ha recogido medio cesto de berberechos y algunas almejas. Pero ya el lugar está esquilmado, todas han terminado su labor. En sus cuerpos flota un olor acre, mezcla de salitre y sudor. Martina vuelve a casa por el borde de la ría, hacia el pueblo, en el que ya se han encendido las luces. No atiende a las bromas de las otras mujeres. Lo hacen para darle ánimos, por verla sonreír. Todas han perdido algún hombre, es su sino. Allí, en la ría o en el mar, se nace y se muere marinero.
No es suficiente. No se resigna. Martina está apenada, pero también revuelta. Es una mujer sencilla en sus costumbres, en su vida, de la que excluye siempre las situaciones turbadoras, pero ahora tiene asuntos personales que resolver, tormentos que apaciguar, deseos que brotan de muy adentro. Esa mañana ha estado en el refugio del monstruo y le ha echado las hierbas de la Loriña. Ha podido ver su cabezota con los dos ojos de periscopio. Se ha enroscado al pincho largo. Martina ha sentido un sacudón que casi la desploma, pero el pulpo no ha salido. Un agua turbia teñía el agujero cuando emprende el camino de vuelta.
Las gaviotas chillonas planean entre las redes salpicadas de desperdicios. El ocaso ha dejado una llamarada en el fondo de la ría, entre nubes negruzcas, rosadas y jirones de plata. Ya se dibuja la luna como una hogaza lechosa.
Sigue caminando, pero su mente está en otro lugar. Siente cómo la vida se le adelanta, galopa más deprisa que ella misma.
¡Polbo del infierno! El animal está por fuera, por la parte del huerto. La luna le contempla de lejos. Tiene el color del fango y las ventosas de los potentes brazos le mantienen pegado a los cristales de la ventana, como una araña gigante. La mira con odio, sin clemencia. Trae hojas secas de maíz en los tentáculos. La ha seguido. El ensalmo de la Loriña está lleno de imprecaciones. Es un desahogo inútil: ¡bestia del diablo, rey de las tinieblas, yo te conjuro, el fuego divino te hará carbón!
Tiene que pensar, pensar rápido. Echa las cortinas, enciende la luz. La casa está cerrada. Todas las criaturas marinas mueren fuera del agua. Esperará. Echa un último vistazo al animal. Ahí sigue, con los ojos cerrados, adherido al cristal. Un sonido extraño, como un ronquido de mar enfurecido, se cuela por la madera carcomida. ¿Serán los estertores? Un ruido estridente la sobresalta. Los cristales están saltando en añicos. Los tentáculos alcanzan la lámpara y ella recibe un fuerte golpe en el hombro. Solo el resplandor del fuego. Los ojos protuberantes echan chispas. Avanza dando latigazos. Tira al suelo todo lo que está a su paso. Martina retrocede. Con dos tentáculos hace una pinza, intenta amordazarla. ¡Entre los ojos, entre los ojos está el cerebro! Ha oído contar historias de pescadores que matan al pulpo con mordiscos entre los ojos. Impensable con el diablo. La va a triturar. Siente los huesos crujir. El animal aúlla. La cercanía del fuego ha hecho saltar sus ojos, los lleva colgando, fuera de las órbitas. Comienza una danza diabólica de ocho brazos, con movimientos convulsivos, espasmódicos. Martina piensa en finales de película y arrastra al monstruo por uno de sus tentáculos hasta llevarle a las llamas. Chisporrotea la piel, la carne se retuerce.
El agua está hirviendo. Dentro, fuera. Una, dos, tres veces. En el agua cárdena, el polbo pierde la tensión de los brazos, la cabeza flota, las cuencas de los ojos se inundan. Ya está, ya está.
En la frente, como una obsesión, Martina lleva grabadas las palabras de su hombre: esta noche cenaremos pulpo. ¡Con una fina masa de hojaldre…!
Está cansada, como si hubiera mantenido una lucha feroz. Esa postura la está matando. ¡Ya podían estar las almejas en las ramas, como las manzanas! Abre la puerta. Deja el rastrillo y el cubo. La noche trae viento del norte. Buena señal. Habrá aporte de nutrientes, crecerán las almejas, los berberechos, los mejillones. Ella es mariscadora, como su madre, como su abuela…Otro día traerá la noche. Y verá de nuevo la cabezota iluminada por la luz de la luna mientras murmura conjuros que resbalan de su boca como hebras de venganza renovada.
¡Es el diablo! ¡Es el diablo!
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Rosario Martínez