La raigambre cervantina de los relatos cortos de Pedro de Répide y la preeminencia de La Mancha como marco narrativo: «Un ángel patudo», su contribución a la Novela de Bolsillo – II – Gloria Jimeno Castro

La raigambre cervantina de los relatos cortos de Pedro de Répide y la preeminencia de La Mancha como marco narrativo: «Un ángel patudo», su contribución a la Novela de Bolsillo – II – Gloria Jimeno Castro

La raigambre cervantina de los relatos cortos de Pedro de Répide y la preeminencia de La Mancha como marco narrativo: Un ángel patudo, su contribución a la Novela de Bolsillo – II

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La raigambre cervantina de los relatos cortos de Pedro de Répide y la preeminencia de La Mancha como marco narrativo: Un ángel patudo, su contribución a la Novela de Bolsillo – II

Estudio del tiempo

Un ángel patudo es la narración de los acontecimientos acaecidos en un pueblo de la Mancha, en Valflorido, entre el 5 y el 8 de septiembre de un año no precisado, aunque el narrador sugiere que estos hechos acontecen en su época. La acción de este relato tiene una duración de tres días, en los que se suceden entretenidas e inesperadas situaciones. La historia comienza in medias res, sin ofrecer los antecedentes al lector, por lo que a la hora de presentar a los personajes implicados en la acción, el narrador se verá obligado a retroceder en el tiempo, a introducir una serie de analepsis que aclararán cuál era el pasado de los protagonistas, y cuáles habían sido los motivos desencadenantes de esa situación con la que arranca la novela.

En los capítulos I y II se procede, fundamentalmente, a presentar al personaje central de la historia, a don Hilario Saldaña, el presbítero de Valflorido, y a describir el pintoresco pueblo toledano en que se desarrolla la acción, por lo que el pretérito imperfecto es el uso verbal dominante. En el capítulo III, la acción se sitúa en el día 5 de septiembre.  En él se muestra al cura triste y abochornado, ya que había prometido a sus feligreses que para las fiestas patronales celebradas en honor de la Virgen de las Azucenas compondría un hermoso y fervoroso soneto, para de esta forma rendir tributo a la Patrona. Este diletante de la poesía esperaba que con sus estrofas todo el pueblo descubriese que la vena poética de la que alardeó durante tantos años, realmente, existía.  Pero“la fiesta de la Virgen era el día 8 de septiembre, y estaban a 5 de ese mes” (p. 10), y la inspiración seguía sin llegarle a este servidor de Dios, que tenía, además, que soportar las burlas de los feligreses más díscolos: “¿Qué tal, don Hilario ese soneto? ¿Por qué verso va ya? ¿Por el segundo o por el primero?” (p. 9).

En el capítulo IV, la acción avanza hasta el día siguiente, el 6 de septiembre, para poner de manifiesto cómo el día de las fiestas grandes de la población se acercaba y nada mejoraba para el cura aspirante a vate laureado. En los capítulos V y VI,  la acción se detiene en el 7 de septiembre, un día antes de aquella  fecha  tan   señalada   para  toda  la   población, en  que  el  cura se jugaba  su credibilidad.  La inesperada llegada al pueblo de un enigmático forastero cambiará el rumbo de los acontecimientos. Gracias al empleo del indefinido, la acción va progresando, con él se van refiriendo los hechos referentes al providencial encuentro entre el poeta consagrado y el sacerdote.

En el capítulo VII se da cabida a una analepsis, con la que se aclara quién era el forastero y cómo había ido a parar a aquel pueblo perdido de la Mancha.  El concurso gramatical del pretérito pluscuamperfecto y del pretérito indefinido ponen de manifiesto cómo entramos en el terreno de una anacronía retrospectiva, que se retrotrae en el tiempo una semana, puesto que este era el tiempo que Carlos Quintanar llevaba en la sierra toledana. Esta analepsis relata la estancia en tierras manchegas de Quintanar, poeta de moda entre las clases distinguidas de la capital, que, abrumado por la fama y sus muchos compromisos sociales, se sentía agotado, necesitaba descansar y salir del bullicio de Madrid.  Su amiga, la Duquesa María Rivaclara, le abre las puertas de su finca toledana para recuperarse de su agotamiento; mas aquello lejos de suponer un alivio para sus problemas acaba convirtiéndose en un suplicio, porque la realidad era que la noble mecenas de Carlos le había llevado hasta Toledo para entretener a su amistades con sus dotes poéticas. El escritor, harto de aquella situación, huye del lugar pretextando una indisposición. Con su bicicleta pretende alcanzar la estación más próxima, que no llega a encontrar nunca, al errar en su itinerario.

En el capítulo VIII encontramos una nueva analepsis, con la que esta vez se trae a colación el pasado de la sobrina del vicario, a fin de esclarecer la razón de su permanencia en un rincón apartado del mundo, donde se sentía comouna flor que se agostaba en la modorra de la aldea” (p. 25). Para determinar el alcance de esta analepsis hemos de analizar pormenorizadamente la narración, puesto que no se señala de manera explícita cuál era la edad de María en el momento que hemos de considerar el presente del relato, ha de ser el lector el que lo deduzca a partir de los datos que el narrador desliza a lo largo del texto.  Si María llega a Valflorido  cuando a los quince años queda huérfana, y si su desliz amoroso con el bizarro militar, acogido por su tío, se produce cuando contaba veinte años, y este secreto lo había ocultado la joven hasta entonces, puesto que“había tenido durante aquellos tres años guardada la historia de amor” (p. 47), quiere ello decir que la desengañada muchacha tenía veintitrés años en el momento en que arranca la acción del relato.  Por tanto, esta anacronía retrospectiva, que se remonta a la época en que María perdió a su madre y que hubo de quedar bajo la tutela de su tío, tiene un alcance de ocho años. Con esta anacronía retrospectiva se recuerda la irrupción inesperada en la vida de don Hilario de esta sobrina huérfana y desamparada de quince años, a quien el sacerdote acoge con sincero cariño y trata como a su propia hija.  La adolescente sabe adaptarse a aquel ambiente pueblerino, deja de lado sus costumbres de niña consentida, su vida privilegiada en la ciudad, y se afana en ayudar en las labores de la casa.

En los capítulos IX, X y en buena parte del XI se prosigue con la analepsis, tal y como nos revela el uso del indefinido. Son más de diez páginas las reservadas a relatar cómo había discurrido la existencia de María en aquel lugar de la Mancha. La anacronía retrospectiva se detiene ahora en la época en que María tenía veinte años, momento en que el amor se presentó en la vida de la ingenua e inexperta joven. Un gallardo militar, de maniobras en aquella comarca, se hospeda en la vicaría y enamora y seduce a la incauta doncella, ansiosa por casarse y abandonar aquel recóndito pueblo en el que se consumía su juventud lentamente.

En la página 39 se pone fin a esta larga analepsis, y esta vez es una señal tipográfica, tres estrellas, la que marca el término de la anacronía y el retorno al presente del relato.  Se retoma aquella escena que fue interrumpida en la página 20 por la serie de analepsis que presentaban el pasado de Carlos y María.  En la citada página, al final del capítulo VI, habíamos dejado al poeta y a don Hilario dirigiéndose a la vicaría, y ahora los encontramos a ambos en la puerta, prestos a hacer su entrada en la casona. El relato se vuelve a detener, esta vez a causa de una digresión introducida por el narrador, a raíz del comentario que don Hilario le hace a Quintanar, cuando le manifiesta su temor a fallarle al pueblo, a incumplir la promesa hecha a la Virgen de componerle un soneto. En ella se diserta sobre tanto literato bisoño que pierde el tiempo soñando con glorias futuras, pese a carecer de talento. Finalizada la digresión, encontramos la acción instalada ya en la noche, a la hora de la cena. Carlos había sido presentado ya al ama y a la sobrina, y había disfrutado de las ricas y abundantes viandas, con las que su anfitrión había tenido a bien obsequiarle. Tras la sabrosa cena, el huésped se retira a descansar a su habitación, hecho con el que se pone fin al capítulo.

En los capítulos XII, XIII, XIV y XV, el narrador detalla con ayuda del indefinido las aventuras que le suceden al poeta en aquella casa, que él creía santa y apacible, durante la agitada noche que hubo de pasar en Valflorido.  La acción, por tanto, se halla instalada en la noche del 7 de septiembre, un día antes de las fiestas patronales. Después de la cena y de acomodarse en la habitación de don Hilario, que el cura gustoso cedió al joven para que su reposo fuera total, este curiosea las pertenencias de su anfitrión, cuando para su sorpresa ve que se abre la puerta de su habitación, y que sigilosamente entra la sobrina, supuestamente, a presentarle sus respetos. La conversación entre los jóvenes se va animando con las lamentaciones de María, que decía sentirse sola, necesitada de amor, y el poeta, que no era insensible a la belleza, se deja seducir.  María cumple así la venganza que prometió tres años atrás, después de ser deshonrada por un militar sin escrúpulos, aunque ahora le preocupaba su futuro. Cuando la sobrina se retira a sus aposentos, Carlos, lleno de remordimientos, decide pagar a su huésped por aquella noche tan placentera componiéndole el soneto a la Virgen.

En el capítulo XVI, la acción se sitúa ya en el 8 de septiembre. Quintanar determinó marchar con la primera luz del día” (p. 55), por ello se levantó al alba y se dirigió a la cocina, donde se hallaba el ama, pues deseaba pedirle que en su nombre le agradeciese al cura la amabilidad dispensada. El capítulo XVII presenta la acción situada unas horas después, cuando el cura se despierta, “poniendo fin a una noche de tremendas pesadillas.  El día de la Virgen había llegado y el soneto no estaba hecho.  Había quedado mal ante Dios y ante los hombres.” (p. 59). Informado por el ama de la partida de Quintanar, el cura se recluye en su habitación, y descubre que sobre su mesa se hallaba escrito el poema a la Virgen.  Sabía, claro está, que había sido obra de su huésped, pero prefirió interpretarlo como un milagro de Dios, y así se lo comunicó a sus feligreses.  De este modo acaba el último capítulo; sin embargo, el narrador añade un epílogo, en el que se comunican los acontecimientos que, derivados de aquella noche, acaecieron nueve meses después: “Y allí había sido el bíblico llorar y rechinar de dientes cuando notó que la entrevista de aquella noche con el viajero había tenido unas consecuencias harto diferentes  de  la  impunidad  que había seguido a la que tres años antes tuvo con el bizarro militar”(p. 62).

Estudio del espacio

Un ángel patudo es un relato de gran viveza, en cuyas páginas se revelan las dotes novelísticas de su autor, entre las que destacan la observación aguda y la expresión certera, tal como se aprecia, sobre todo, en aquellos pasajes que ofrecen una estampa veraz del vivir pueblerino, una crónica de la existencia de estas gentes manchegas, de estos personajes de Valflorido. El nombre del pueblo en el que transcurre la acción, Valflorido, se debe a que se hallaba enclavado en un verde valle, cubierto y engalanado siempre por una rica y variada flora:

[…] aquel valle que tomaba su nombre de la  magnificencia exuberante  con  que  la  naturaleza esplendía desde las márgenes del río a lo largo de las cañadas, hasta  la  cima  de  los  árboles eternamente verdecidos […], aquel triunfo de rosas, jazmines, madreselvas, verbenas, jacintos, cilindras y alelíes eran ofrenda de la diosa Tierra… (p. 6).

Valflorido es un pueblo tranquilo, de pocos habitantes, donde todos se conocen, donde nunca ocurre nada relevante y la vida transcurre monótonamente, sin grandes sobresaltos, no es de extrañar por ello, que la llegada de un forastero despertase tanto interés y se convirtiese en el tema central de conversación de estas buenas gentes de la Mancha. Precisamente, uno de los espacios destacables de la narración es aquel en donde se daban cita para conversar algunos de los habitantes del pueblo: la rebotica.  En este lugar de encuentro, “donde se reunían las escasas personalidades del pueblo” (p. 9), esto es, el cura, el alcalde, el médico, el maestro y el boticario, o lo que es lo mismo, las fuerzas vivas de la localidad, se celebraba diariamente una tertulia, en la cual se comentaban las escasas incidencias del día, se discutían los problemas que afectaban al pueblo.

El escenario principal de la novela es, sin embargo, la casa rectoral, en ella se desarrolla la mayor parte de la acción, entre sus paredes este caballero andante oriundo de Madrid vive las más inesperadas y sorprendentes aventuras. No por casualidad, el autor hace que al poeta esta casa manchega le recuerde a aquella en que don Diego de Miranda dio posada al famoso hidalgo de la Mancha, encuentra que arquitectónicamente guarda mucha similitud con la del noble caballero que acogió a don Quijote:

Una casa anchurosa testimonio de  paz  aldeana  y  de nobleza solariega, como aquella  en   la que don Diego de Miranda ofrecía  cumplida  hospitalidad a  don  Quijote de  la  Mancha.  Allí como  en la famosa vivienda del caballero del Verde Gabán, era la casa amplia  y tenía también las armas talladas en piedra tosca encima de la puerta de la casa ,blasón del último mayorazgo que fue dueño de la casa antes de que pasara a ser rectoría,  y, como aquella  poseía  asimismo la bodega en el patio, en el portal la cueva , no faltaba en torno al zaguán  el  adorno  de  unas cuantas tinajas enormes y panzudas que a buen  seguro  pudieran  muy dignamente  pasar   por tobosescas (p. 19).

Al igual que le ocurrió al ingenioso hidalgo, Quintanar es agasajado en aquella santa casa con una copiosa y bien servida cena, en que no faltaron los productos de la tierra, que hubo degustado y disfrutado con el mismo placer experimentado al gozar de la amena conversación y de la dulce compañía de María. El poeta se siente muy halagado por la hospitalidad del cura, quien llega, incluso, a cederle su habitación, la más grande y más confortable. En estos aposentos, en que se podía respirar la santidad de su dueño, Carlos se sentía como en un remanso de paz, en un paraíso de espiritualidad. Una rara sensación la que experimenta este joven, acostumbrado a la vida agitada de la gran urbe, donde tan fácilmente sucumbía a las tentaciones:

Fuese, pues, al cuarto que le depararon, y era, como se ha dicho, el  del  vicario.  Aquella  paz, aquel orden de todo en el aposento del sacerdote daban al viajero una sensación inefable. Algo como el baño de agua tibia y perfumada después del cansancio  y  la  polvareda  de  un  largo  camino.  Los muebles, los  libros, las  ropas; todo  tan  arreglado, tan   pulcro  y  aromado   el ambiente con el olor de las manzanas guardadas en el  armario entre lienzos  y  vestidos (p. 43).

Mientras Carlos Quintanar escudriñaba la procedencia de la olorosa fragancia que se respiraba en la habitación, manzana, esa bíblica fruta con la que la primera mujer tentó al primer hombre en el  paraíso, para  luego  condenarse  ambos  y  caer  en  el   pecado, el  joven  se  ve sobresaltado por la presencia de María, que, sin él sospecharlo, penetraba en estos santos lugares con intenciones muy similares a las de Eva. El poeta, confuso por lo comprometido e inusual de la situación, no sabía cómo comportarse con aquella a la que creía pura e inmaculada, y se deja convencer por ella para charlar sobre lo humano y lo divino.  Allí, entre misales e innumerables libros religiosos, incomodado por la enigmática mirada de las imágenes de los santos que adornaban la estancia del vicario, Quintanar cede a la tentación. En aquel paraíso tan peculiar sucumbe al pecado aspirando el penetrante y simbólico olor a manzanas.  Esta vez, sin embargo, no es un diablo en forma de serpiente quien empuja a la pareja a la bíblica perdición, sino que fueel diablejo del amor” el que propició una encubridora y oportuna oscuridad en la habitación para los jóvenes, para así poder hacer “alguna de las suyas” (p. 50).

Los espacios, no nos debe caber la menor duda, son escogidos a conciencia por el autor.  La elección de un pueblo de la Mancha es intencionadamente buscada por él para homenajear al más grande de nuestros literatos y recordar una de las obras cumbres de nuestra novelística, que a tantas generaciones asombró y deleitó.

Répide se propone entretener a los lectores de La Novela de Bolsillo con las aventuras de este caballero andante, que pedaleaba despistado por la Mancha; peripecias, que si bien no son comparables a las del Caballero de la Triste Figura, que anduvo siglos atrás por esos mismos lugares, buscan sorprender, sobre todo, con situaciones tan paradójicas como la de elegir como escenario de una aventura amorosa la habitación de un santo varón.  Es una ironía del destino, una ingeniosa y maliciosa artimaña del autor que da mucho juego, que contribuye a la comicidad del relato, razón por la cual hemos de inclinarnos a pensar que el espacio es el elemento fundamental de la narración, el que le otorga sentido y ofrece las claves para su comprensión.

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Gloria Jimeno Castro

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