Las dos caras del arrepentimiento
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No he tenido últimamente “remordimientos de conciencia”, expresión asaz sublime e inquietante, por su fiera oralidad e intencionalidad hegeliana. Tal vez sea connatural a la bendita imperturbabilidad propia de la mucha edad que atesoro o debido a la desvergüenza no menos peculiar de los que han visto algo de mundo. No moví siquiera un músculo facial cuando leí en aquel lejano noviembre de 2014 la prosaica crónica deportiva de la Segunda División Andaluza correspondiente a la jornada del día 15. Aprovecho para confesar aquí que no siento ningún interés por el fútbol, salvo como fenómeno social, y que no hice en su día el Servicio Militar, lo que me convierte en una especie de pseudohombre a los ojos de muchos.
El árbitro del partido de fútbol disputado el día citado entre el “Abes” y el “Gabia” en el Polideportivo Molino Nuevo de Granada, explicó en el acta del encuentro que D. Rubén Gómez Bustamante, que asistía como aficionado al partido, «invadió el terreno de juego, se sacó su pene e intentó dar con él a un asistente». ¿Se imaginan que hubiera asistido a tan singular enfrentamiento deportivo algún ojeador de la CIA? En tal caso, el órgano más querido del exhibicionista mentado podría haber recibido la consideración de “arma de destrucción masiva”. Es fácil inferir que los Estados Unidos habrían sucumbido a la tentación de intentar un segundo desembarco en la isla de Granada, tierra que los informativos norteamericanos situaron la primera vez en plena Alhambra. Y yo me pregunto, ¿sintió el ciudadano Gómez algún tipo de arrepentimiento? Y en caso afirmativo, ¿lo habrá sido por vergüenza, o por no haber conseguido su objetivo, al emplear su miembro viril como improvisado proyectil y el cuerpo de un honrado colegiado como diana móvil? No sé si podré conciliar el sueño esta noche, en el caso de que no dar con la respuesta, Pues, siguiendo a Teresa de Jesús, noto en mí una desazón excesiva, “vivo sin vivir en mí,/ y tan alta vida espero,/ que muero porque no muero”: la cosa no es “moco de pavo” para un fogoso amante de la sabiduría.
Para el exministro y filósofo francés Luc Ferry, en su libro de divulgación titulado Aprender a vivir, nuestro pertinaz miedo a las cosas, sucesos y procesos irreversibles hace que la nostalgia, la culpabilidad, el arrepentimiento y los remordimientos se conviertan en grandes destructores de la felicidad (con un poder destructivo muy superior al impacto sobre nuestro cuerpo del pene de D. Rubén Gómez, supongo). La “saudade” de la que hablan portugueses y gallegos hace que nos precipitemos vilmente en la melancolía, que añoremos otros tiempos, tiempos lejanos, tal vez también otros espacios, meciéndonos con frialdad y parsimonia, como Greta Garbo, cerca de una mesa camilla con el brasero encendido, y que más de uno trate de corregir la bajada de serotonina con una tortilla de antidepresivos o un arrebato nacionalista. La culpabilidad, ese diabólico constructo judeocristiano, se nos agarra al estómago, cual emocional garrapata (en catalán, “paparra”), y nos fastidia con insistencia y regularidad, obligándonos a asomarnos al precipicio existencial y sentir un vértigo insoportable, mayor que el que atenaza la voluntad del personaje interpretado por James Stewart en la magistral película de Alfred Hitchcock del mismo nombre. La tenacidad de Nietzsche a la hora de seguir el rastro de los viejos y caducos valores con su instrumental genealógico puede servir aquí de lenitivo, apaciguar nuestras molestias morales y permitirnos caminar sin sobresaltos o incluso bailar beatíficamente, como en un anuncio de compresas, por tierras tan verdes y llanas como las de los Países Bajos, invadidos por una alegría dionisíaca o la atmósfera bucólica y luminosa que traza la Suite Alentejana nº 2 del portugués Luís de Freitas Branco que estoy escuchando en este preciso instante. Para Nietzsche, Kant era un redomado aguafiestas. A Kant se le metió en la cabeza –por cierto, enorme, según sus contemporáneos- que las pasiones, los impulsos, pulsiones e instintos que nos ha regalado la animalidad, entraban en contradicción con la ley moral, y que esta última era nuestra dueña y señora. Faltaría más. Y la culpa es el mejor gendarme para evitar las tentaciones que acechan con muy mala leche a los santos más famélicos de la Cristiandad y a los intelectuales laicos.
El arrepentimiento tiene dos caras, como he sugerido anteriormente, en el caso del belicoso pene de un aficionado al fútbol. Hace poco he vuelto a disfrutar con la lectura intempestiva del “Heráclito cristiano y segunda arpa a imitación de la de David” del insigne Francisco de Quevedo, un conjunto de poemas graves, cargados de solemnidad y enjundia filosófica, que escribió hacia 1613, tras una larga crisis de conciencia. Con el lector se sincera el autor de La vida del Buscón y de memorables poemas satíricos: “Tú, que me has oído lo que he cantado y lo que me dictó el Apetito, la pasión o la naturaleza, oye ahora con oído más atento, lo que me hace decir el Sentimiento verdadero y arrepentimiento de todo lo demás que he hecho; que esto lloro porque así me lo dicta el conocimiento y la conciencia, y esotras cosas canté porque me lo persuadió así la edad”. Quevedo renuncia a los trofeos sensuales de la juventud, busca el recogimiento, y se siente nacer a una vida ordenada y sosegada: “Un nuevo corazón, un hombre nuevo/ ha menester, Señor, el Alma mía: / desnúdame de mí, que ser podría/ que a tu piedad pagase lo que debo”, afirma en el Salmo I. El poeta quiere desprenderse de la oscuridad y de sus pasos torcidos, y no oculta el profundo dolor que le proporciona la memoria de su errada vida mundana. Reclama incluso el castigo y no duda en censurar la sal de sus recuerdos, en favor de una nueva existencia, muy kantiana ella, en la que reine el deber y la conducta virtuosa. Pero, ¿se puede ser feliz con tanta mortificación y tanta asepsia?
Leo en la red, que Genaro Blanco, de profesión pellejero y natural de León, fue devoto amante de los prostíbulos y de las excelencias etílicas del orujo. Quiso el destino que viera truncada su veleidosa existencia en la madrugada del Jueves Santo de 1929, atropellado por un camión del servicio de limpieza, y que un selecto y cachondo grupo de sus conciudadanos decidiese, acto seguido, fundar jocosamente la espuria Cofradía de Genarín. Desde entonces, los cofrades se reúnen cada Jueves Santo, a las doce de la noche, peregrinando hacia el lugar donde se produjese el óbito de tan ilustre libertino, siguiendo un via crucis con parada obligatoria en todos los bares del lugar. ¿Será una señal que el deceso de Genarín acaeciese en el funesto año del crack de la Bolsa de Nueva York, año uno de los desastres que atesora la memoria histórica del capitalismo triunfante, desastres que prologan con descaro la crisis del pan nuestro de cada día?
Gracias a las aventuras y desventuras de Genarín recupero las palabras que el divino Marqués de Sade pone en boca de un “moribundo”, como respuesta a la invitación de arrepentimiento de un “sacerdote”, en su opúsculo Diálogo entre un sacerdote y un moribundo: “Fui creado por la Naturaleza -dice el moribundo- con los más intensos apetitos y las más ardientes pasiones y fui puesto en esta tierra con el único propósito de aplacar ambos rindiéndome ante ellos (…) Me arrepiento solo de que nunca he reconocido suficientemente la omnipotencia de la Naturaleza y mi remordimiento se dirige únicamente contra el uso modesto que hice de las facultades –criminales a tus ojos pero perfectamente comprensibles a los míos- que ella me otorgó para su servicio (…) Tan solo recogí flores cuando pude haber reunido una más abundante cosecha de frutas maduras.” Ustedes tienen la última palabra.
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Rafael Guardiola Iranzo
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