Los universales del sentimiento en la dramaturgia de Antonio y Manuel Machado – Gloria Jimeno Castro

Los universales del sentimiento en la dramaturgia de Antonio y Manuel Machado – Gloria Jimeno Castro

Los universales del sentimiento en la dramaturgia de Antonio y Manuel Machado: El hombre que murió en la guerra

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Una de las personas que despertó en mí el interés por el teatro español del siglo XX, del cual no era especialmente entusiasta, debido a mi apego por el teatro del Siglo de Oro, y del de Lope, en particular, fue mi estimado profesor José Paulino Ayuso. Este erudito doctor en Literatura de la Universidad Complutense era experto en la obra de León Felipe, y hasta su fallecimiento, destacó por su continua y dilatada trayectoria en el mundo de la investigación y la crítica literaria, descollando por su excelente dominio de la dramaturgia española. Amén de ello, era un hombre que llamaba la atención por sus exquisitos modales, por ser extremadamente cortés y saludarnos a todos sus doctorandos con una franca sonrisa, que te reconciliaba con el mundo y la vida.

De él hube ya leído en mis años de carrera un interesante estudio sobre la poesía española contemporánea:  La poesía en el siglo XX: desde 1939 [1], y cuya lectura recomiendo encarecidamente. Ahora bien, su curso de doctorado titulado El teatro español de la renovación al exilio, me descubrió todo el valor que encerraban las piezas teatrales de los albores del siglo XX  y de sus primeras décadas, en las cuales hasta entonces no había profundizado ni me había detenido a examinarlas con más minuciosidad.

Su libro Drama sin escenario. Literatura dramática de Galdós a Valle-Inclán [2], me impresionó vivamente, y espoleó mis ansias de adentrarme más pormenorizadamente en esta parcela literaria.

En sus provechosas clases nos exponía sus claras teorías sobre los autores más señeros del teatro de esos años; mas también probaba sus atinados asertos con los comentarios realizados tras ver en clase piezas de Alejandro Casona, Valle-Inclán, Benavente, consiguiendo que tan amenas y provechosas nos resultasen aquellas tardes compartidas en las aulas de la Facultad de Filología de la Complutense, que, a la postre, se convertían en tertulias nocharniegas.

Como demostración de que habíamos asimilado correctamente los ricos conocimientos por él impartidos, y compartidos con nosotros, nos pidió realizar un estudio formal de una obra teatral de aquel periodo al que se circunscribía el curso de doctorado. A mí me asignó el estudio formal de la obra El hombre que murió en la guerra, cuyos autores, en principio, eran los hermanos Manuel y Antonio Machado.

Adentrarme en esta vertiente creativa de los Machado me produjo un placer indescriptible, toda vez que solamente poseía nociones superficiales de su faceta teatral, y no había leído más que fragmentos aislados de sus composiciones dramáticas, quedando, estos pues, desprovistos de su verdadero significado, e impidiéndome valorar en su justa medida la aportación de estas dos figuras de gran fuste literario a nuestra escena teatral.

Es lo cierto, que si examinamos la ruta literaria de los Machado nos sorprende descubrir que la precoz afición de ambos a la literatura tiene mucho que ver con la devoción sentida por el padre hacia el mundo de la escena, puesto que acostumbraba a llevar a sus hijos a los estrenos teatrales de la época, tal como revela Miguel Pérez Ferrero en su imprescindible estudio Vida de Antonio y Manuel Machado [3]. A renglón seguido, en estas páginas se pone el énfasis en cómo el padre les inculcó el amor por los clásicos, por Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, con la lectura de sus obras más notorias, que se hallaban en la biblioteca paterna.

El propio Manuel Machado recuerda en Unos versos, un alma y una época [4], páginas en que se recoge su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua Española, que tanto él como su hermano, aprendieron de niños a leer, gracias a las enseñanzas de su padre, que, prácticamente, utilizó el Romancero y los títulos más destacados del teatro clásico para enseñarles las primeras letras:

“Bien es verdad que había aprendido a leer en el Romancero y en una colección de teatro clásico a dos columnas con viñetas al frente de cada comedia. De aquí, sin duda, nos vino a mi hermano Antonio y a mí, la primitiva afición al teatro, que quedó, poco después, interrumpida por nuestra decidida afición a la lírica…”

La selección de estos volúmenes es altamente significativa y de especial interés, puesto que posibilita que su oído se acostumbre al verso de las piezas teatrales, al modo de rimar propio de los romances, a los ornatos poéticos y a la exquisitez expresiva. Todo ello, sin dudar, coadyuvará a construir los sólidos cimientos que se vislumbran, tanto en sus ocios poéticos, como en sus tanteos en la dramaturgia.

A ello hay que agregarle la admiración sentida por los hermanos hacia el actor Rafael Calvo, al cual trataban de remedar tras volver del teatro, imitando sus gestos, el timbre de su voz, sus movimientos por el escenario y declamando con entusiasmo los versos cumbres de sus actuaciones. Tal hecho determinó que los dos hermanos acabaran trabando amistad con los hijos del citado actor, y escribiendo unas comedias que representaban en su casa madrileña de la calle Alcalá con su grupo de amigos:

“De nuestras comedias, en las que siempre había unos pícaros que salían bien librados y unos personajes muy serios que solían acabar mal, recuerdo especialmente dos, El pleito de las gallinas, y La bolsa, que eran nada más y nada menos que Les Plaideurs de Racine, y El avaro de Molière, tal como podían imaginarlos dos chiquillos que éramos nosotros, y que no conocíamos, además, ni por el forro, estas dos obras maestras de la dramática universal.” [5]

Con el pasar del tiempo, Manuel es enviado a Sevilla con sus tíos, ya que sus padres deseaban que allí terminara el Bachillerato y cursara la carrera de Filosofía y Letras [7], quedando Antonio en Madrid, separado de su compañero de aficiones literarias, por lo que en compañía de su amigo Ricardo Calvo, hijo del admirado actor, decide probar suerte en las tablas como actor. [8]

La carrera de Antonio Machado como actor es efímera, amén de ello, los papeles a él asignados carecían de relevancia. En el año 1896, el autor interpreta el papel de un payés en la obra Tierra baja de Guimerá, y poco después le encomendarán un papel irrelevante en La calumnia por castigo de Echegaray [8]. Antonio comprende bien pronto que su futuro no estaba entre el plantel de actores, por lo que abandona su sueño de ser actor.

Tras esta aventura juvenil, Antonio se centrará en sus estudios, en sus poemas y en su labor como profesor, pero su amor al teatro jamás se apagó, por lo que años después, los dos hermanos deciden trabajar realizando adaptaciones de piezas teatrales de nuestros más conspicuos autores del Siglo de Oro [9]; una tarea que enriqueció sustancialmente la formación teatral de los Machado, y que repercutirá muy favorablemente en su dramaturgia.

Nicolás González Ruiz, experto en la obra de Manuel, subraya sobre este particular cómo cuando “pisa la escena Machado como autor original no es un novel en ningún sentido (…) El caso es que hay una historia de Machado, autor teatral, que puede seguirse escalón por escalón, hasta llegar a su obra original primera, que es ya por eso una obra madura. Piensan los poetas ir adiestrándose en su cultivo, acercándose a los maestros del teatro universal, mediante versiones o adaptaciones. Así mantiene Machado, durante algunos años, su carrera teatral en un plano, secundario en apariencia, pero de eficacia positiva”. [10]

Los críticos teatrales de la época ponían de relieve cómo en las adaptaciones de los Machado eran particularmente notables sus arreglos de los versos, cómo su exquisitez poética afloraba en cada una de las modificaciones por ellos realizadas, para que el público de inicios del siglo XX asimilase mejor la profundidad conceptual de los clásicos y la magnificencia estilística de nuestros autores del Siglo de Oro. [11]

Como resultado de esa labor esmerada de Antonio y Manuel se llevan, por ejemplo, a los teatros de Madrid adaptaciones de El príncipe constante de Calderón de la Barca; Hay verdades que en amor… de Lope de Vega, y presentada en 1925 [12]; El condenado por desconfiado de Tirso de Molina, que dieron a conocer en el Teatro Español de Madrid en 1924 [13]; La niña de plata de Lope de Vega, llevada a la escena en el Teatro Lara en el año 1926, siendo su actriz principal Lola Membrives [14]; El perro del hortelano de Lope de Vega, mostrada al público en 1931 en el Teatro Español de Madrid. [15]

De todo ello se colige, por tanto, que esta fase previa de acercamiento a la dramaturgia, les facultaba para componer obras teatrales de perfecta factura, con versos que delataban la magnificencia lírica propia de la poesía de ambos hermanos, y con un léxico bien escogido y de ricos efectos evocativos.

Del numen poético de estos dos autores nacieron tiempo después piezas teatrales originales como  Desdichas de la fortuna o Julianillo Valcárcel, estrenada en 1926 en el Teatro de la Princesa de Madrid [16]; Juan de Mañara, presentada en 1927 también en el citado Teatro de la Princesa [17]; Las adelfas de 1928 y vista por primera vez en el Teatro Calderón [18]; La Lola se va a los puertos, llevada a la cartela teatral en 1929 [19]; La prima Fernanda, representada en el Teatro Victoria de Madrid en 1931 [20] y La duquesa de Benamejí , cuyo estreno se realiza en 1932 en el Teatro Español de la capital. [21]

El título que concita nuestra atención es, con todo, El hombre que murió en la guerra, estrenada el 18 de abril de 1941 en el Teatro Español de Madrid [22]. La fecha es harto significativa, puesto que Antonio ya había muerto, y es, por tanto, Manuel, quien tras la guerra, se decide a llevar a los escenarios esta obra, que parece que fue escrita en el año 1935 [23], pero que por diversos avatares de la vida no pudo ser mostrada al público.

Un dato que es necesario traer  a colación en este preciso momento es que, pese a lo dicho, la crítica parece mostrarse unánime al afirmar que el único autor de esta obra es, en realidad, Antonio Machado.

Miguel Ángel Baamonde en su esclarecedor y minucioso estudio titulado La vocación teatral de Antonio Machado [24] es quien mejor demuestra esta hipótesis, cotejando algunos párrafos de esta obra con ideas de Antonio recogidas en otras producciones suyas, especialmente en Juan de Mairena. Destaca también cómo el nombre del protagonista de El hombre que murió en la guerra, Juan de Zúñiga, nace claramente de la pluma de Antonio, habla de su profesor apócrifo, Juan de Mairena [25].

Por lo que respecta al apellido, Guillermo de Torre afirma que Antonio le contó a Ernesto Jiménez Caballero en una carta su intención de crear un tercer poeta apócrifo, cuyo nombre iba a ser el de Pedro Zúñiga [26].

La razón de que la obra llevase la rúbrica de Manuel obedecería a la necesidad de amparar el legado de Antonio bajo su nombre, ya que él era ya un académico, un poeta de prestigio y afín a las ideas del Régimen. Y, dado que en la obra se hablaba de las injusticias ocasionadas por la guerra, en concreto, por la Primera Guerra Mundial, Manuel quería evitar malas interpretaciones y conflictos ideológicos, que hiciesen actuar a la censura. Por lo dicho, la obra figura con un prólogo de Manuel Machado, redactado años después de su creación, y, tras la desaparición de Antonio, donde realiza una exégesis del texto, a la par, que guía al lector en la interpretación que debe hacer de estas páginas.

Ciertamente, es de notar cómo en los largos y demorados parlamentos de los protagonistas hay mucho de recreo del pensamiento, de las disquisiciones de carácter existencial que delatan la pluma de Antonio. Las finas apreciaciones de ricos matices que subyacen en esta obra en cada uno de los discursos, no hay duda, que recuerdan a las lecciones, los consejos y divagaciones en que los profesores nos perdemos, cuando salen a colación esos temas universales recogidos en la literatura, y que queremos aprovechar para aconsejar a los alumnos, para poner el énfasis en lo que de verdad importa en la vida, y que a nosotros nos enseñaron nuestros mayores y maestros, y, que. a la postre, olvidamos por creer que tenemos todo un larguísimo camino por recorrer, en que todo será venturoso. La voz pues, del profesor Antonio Machado y la de Juan de Mairena resuenan con fuerza meridiana en estas páginas.

Manuel Guerra comenta en su libro de inexcusada lectura [27], si se desea conocer los pormenores de esta colaboración entre hermanos,  cómo ambos se reunían algunos fines de semana para dar forma a su inspiración conjunta y revisar sus escritos dramáticos. Es una verdad incontrastable que en El hombre que murió en la guerra las ideas de Antonio asoman de continuo, empero ello no obsta para que Manuel hubiese discutido con él algunas matizaciones, o, incluso, hubiese hecho alguna contribución por pequeña que fuese, dado que en todas las obras teatrales ambos aportaban lo mejor de su literatura y sus brillantes mentes.

El argumento de El hombre que murió en la guerra [28] podemos presentarlo de modo sucinto contando cómo en estas páginas sus protagonistas son un padre y un hijo, pertenecientes a una familia de rancio abolengo, y que personifican, respectivamente, a la sociedad caduca, anclada en vetustos prejuicios, y al mundo moderno surgido tras la contienda mundial. Son representantes de dos generaciones distintas, radicalmente opuestas en cuestiones ideológicas y morales, y en sus continuados y morosos diálogos vemos que mantienen una guerra dialéctica, que opone las ideas conservadoras a las más renovadoras.

Don Andrés de Zúñiga, marqués de Castellar, tuvo un hijo antes de casarse, Juan, cuya madre murió al dar a luz. El padre, si bien ampara a su vástago, decide encomendar su custodia a unos trabajadores de su cortijo de Guadix, para así ocultar a la sociedad puritana y conservadora en la que se movía, la prueba de sus debilidades y amores inadecuados, que podía frustrar sus nupcias con la prometida adecuada a un hombre de su rango.

El ama Juliana, pues, se encarga de su crianza y lo trata como uno más de sus hijos, hasta que el padre decide llevarlo aún más lejos e internarlo en un colegio de Inglaterra, cuando Juan tenía apenas siete años, a fin de darle una formación adecuada a su rango.

Juan, alejado del cariño de su familia adoptiva, y harto del desdén de ese padre que lo escondía de su círculo social, se siente solo, no le encuentra sentido a su existir, no sabe quién es, por lo que, transcurridos unos años, se rebela y escapa del internado para ver mundo y encontrarse a sí mismo.

Con el estallido de la Primera Guerra mundial, Juan decide alistarse en la Legión y luchar en las filas francesas para defender a Europa del imperialismo mal entendido, buscando apoyar la creación de una nueva Europa.

Para entonces, don Andrés toma conciencia de que no podía tener hijos con su esposa, y decide buscar a su heredero. Descubre que estaba en el frente francés, por lo que viaja hasta las mismas trincheras para traérselo de vuelta, mas no lo encuentra.

Juan le revela a su compañero de trincheras, Miguel de la Cruz, huérfano y sin porvenir, quién era su padre, cómo lo aborrecía y no deseaba volver a verlo, por lo que le propone intercambiar sus identidades y que él asumiese la vida ostentosa de su noble familia. Miguel acepta, ilusionado con tener una familia y una vida llena de lujos, pero muere en el fragor de la batalla.

Don Andrés recibe, como consecuencia de aquella trama urdida por los dos compañeros de trincheras,  la noticia del fallecimiento de su primogénito, en realidad, de Miguel.

Juan, con la nueva identidad arrebatada a su difunto amigo, y ya como Miguel de la Cruz, se pierde por el mundo, hasta que en el décimo aniversario de su supuesta muerte, desea ver a su padre, regresar al hogar, cansado de su particular calvario, de arrastrar su cruz por tierras ajenas, pero lo hace con la identidad de Miguel, y asegurando ser portador de un mensaje de Juan.

El 25 de marzo, el día, precisamente, en que el santoral recuerda la solemnidad de la Anunciación por parte de un arcángel, y el día que se recuerda a San Dimas, el ladrón bueno que murió en la cruz junto a Jesús, y cumplidos exactamente los diez años de la muerte de Juan, Miguel de la Cruz  anuncia a don Andrés que Juan le pidió que le transmitiese un último mensaje: que le quería y le tuvo presente en sus últimos instantes.

Don Andrés es incapaz de reconocer a su propio hijo, dado que apenas lo trató; en cambio, el ama Juliana, que estaba ciega ya, y Guadalupe, su madrina de guerra, que lo amaba platónicamente desde hacía años, lo reconocen al instante.

En contra de lo esperado, el tiempo pasado en el hogar, le hace a Juan, en cierto modo, acabar entendiendo a su padre, le tiene más afecto del esperado, pese a lo cual, no se decide a contar la verdad, por el contrario, huye:

“-Me marcho porque estoy perdiendo mucho tiempo en esta casa, Perdón…porque me estoy encariñando con ella. Que todo hay que decirlo, don Andrés. Sí, esto tiene su encanto… ¡Oh!, muchos…Todo es aquí encantador. Usted mismo es encantador (…) Pero mi vida es otra, mi mundo es otro (…) Porque si continúo en esta casa, voy a sentirme vagamente hijo de…todo esto, de usted mismo, don Andrés”. [29]

Juan huye, porque, en el fondo, como le dice Guadalupe, tiene miedo de cargar con el apellido nobiliario y la vida que le es aneja, escapa de ese mundo, se marcha.

A pesar de lo dicho, Manuel Machado en el prólogo deja el final abierto, deja entrever que Juan, finalmente, pudo replantearse su decisión:

“Las posibilidades, pues de la posvida escénica de Juan de Zúñiga, son cada vez     más imprevisibles…Cabe pensar que, ante las perspectivas del monstruoso suicidio de la humanidad (…) nuestro protagonista se haya refugiado en los únicos elementos que en la vida se le ofrecen: el amor, el matrimonio.” [30]

Varios son los temas axiales que afloran en esta obra teatral, en esos diálogos en que se detienen con delectación, y que se perfilan como una muestra ampliamente representativa del ideario y claro pensamiento de Antonio.

El conflicto generacional y el enfrentamiento entre dos ideologías es indubitable que surge como asunto trascendental en la obra.

Don Andrés, cuyo nombre significa etimológicamente “hombre fuerte”, es enérgico, severo, de fuertes convicciones, católico a machamartillo, y personifica a la sociedad anclada en el ayer, reaccionaria, belicista, amante de la gloria militar de siglos pasados. Representa al mundo caduco y anticuado, y se caracteriza, fundamentalmente, por tener una aguda conciencia de clase que le hacía sentirse superior.

El espacio en que transcurre la acción, toda vez que hay un único espacio escénico, la casa madrileña de los marqueses de Castellar, habla de su dueño, lo define. Amén de ello, es un espacio simbólico.

De un lado, encontramos en ella indicios relevantes en este sentido, como la polvorienta panoplia con sus añosas espadas, armaduras anticuadas, un vetusto uniforme militar y decenas de retratos de los antepasados del marqués, que en siglos pasados colaboraron a forjar la leyenda gloriosa de la nación.  Revela todo ello, que don Andrés vivía anclado en el pasado, que era amante del pasado imperialista de España, de esas viejas hazañas militares, a las que los regeneracionistas, y el propio Machado, achacaban el inmovilismo de la nación, su retraso:

“Miguel: .- Una panoplia…y le falta una pieza. (Con énfasis) Las viejas espadas de tiempos gloriosos. Es decir, de aquellos tiempos en que no eran viejas. Pero estas armaduras son algo más que hierros mohosos. Hay que respetarlas… ¿Hay que respetarlas?” [31]

De otro lado, llama la atención la oscuridad de la casa, que tengan todas las ventanas cerradas, con las gruesas cortinas echadas. Se percibe, desde el primer instante, un aislamiento con respecto al exterior, viven en el hogar de espaldas al mundo, encerrados en el pasado, tal como señalaban los regeneracionistas sobre España y su desfase con respecto  a la moderna Europa.

Las estancias, incluso, a juicio de Juan, huelen a añejo, y se ahoga, no puede respirar, necesita que entre aire para acabar con esa claustrofobia que siente allí dentro. Anhela la luz, que ésta vivifique la casa, que la claridad ilumine las habitaciones, y que, metafóricamente, alumbre el entendimiento y la razón de quienes la habitan:

“Miguel: – ¡Luz, luz! Razón tenía el criado; conviene abrir la ventana. (Abre la ventana) Y sálvese quien pueda”. [32]

Significativo es también que presidiera el salón, la estancia principal, un señorial y caro reloj que iba retrasado, que vivía en otro tiempo también:

“Miguel: (Reparando en un reloj) ¡Bonito reloj! (Consulta el suyo). Con veinte minutos de retraso. Justo. No es mucho para un señor importante que debe hacerse esperar en todas partes.” [33]

A don Andrés, entonces se le presenta como un noble, con tierras y cortijos labrados y mantenidos por decenas de jornaleros y sirvientes. Él no trabajaba ni hacía nada de provecho, vivía de las rentas que le producían sus tierras en Andalucía, y se dedicaba a montar a caballo y reunirse con los miembros más selectos de su círculo social, a los que ocultó su pasado donjuanesco, y al hijo que fue fruto de esa vida oculta.

A este caballero aristócrata, de acendrado patriotismo y catolicismo, se le perfila, como se ve, como a un señorito, de esos a los que los Machado criticaban sin ambages en sus escritos, culpándolos de buena parte de los problemas de España, especialmente, de su inveterado caciquismo, el mal endémico del país [34].  No es ocioso, por ende, recordar en este preciso momento el “Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido”, que figura en Campos de Castilla, donde Antonio, remedando a Jorge Manrique, elabora una cuidada elegía, con la que con ironía fustiga la figura del señorito, con el que está emparentado, sin duda alguna, don Andrés. [35]

Este terrateniente, que en Madrid no hace otra cosa que tomar el té por las tardes con sus conocidos y pasear a caballo, se permite aconsejar que para que el país progrese económicamente se componga un himno al trabajo, que anime a los obreros a emplearse más a fondo en sus labores, fundamentalmente, para que los señoritos ociosos como él, que no sabían qué era ganarse un jornal con ímprobos esfuerzos, acumulasen más riquezas. La respuesta ante tal despropósito no tarda en llegar, Juan se indigna ante lo escuchado:

“Miguel:- …el amor al trabajo, al placer de trabajar…Sí, todo eso está muy bien, cuando lo canta el trabajador, que no suele cantarlo. En otros labios suena un poco hueco. Al trabajador no le gusta oírlo; piensa que es una invención de los ociosos que viven del trabajo ajeno, un modo de excitar, jalear al esclavo para que trabaje más de la cuenta. Todo esto es muy del siglo XIX; se quedó también en la trinchera. Hoy se vuelve a la concepción bélica del trabajo: dura ley a que Dios somete a los hombres, a todos los hombres…”. [36]

Juan, como se puede inferir de las anteriores palabras, aboga por un mundo en el que no existan tantos estratos sociales, donde no haya señores y lacayos, donde la única nobleza que se tenga en cuenta es la que se gana día a día con pundonor en la lucha por la vida. Él durante años ha sido un hombre corriente, un hombre del pueblo, no un aristócrata con privilegios, ha luchado junto a hombres sin apellidos ilustres, sin padres, sin familia y sin fortuna, ha sido uno más de ellos, por lo mismo, refuta las vacuas teorías de su padre constantemente: “La nobleza, dirás tú, se hereda; pero la mejor se gana”. [37]

Juan de Zúñiga nace con el siglo, en el año 1900, por ende, para Machado es el representante de esa juventud española en la que él tenía tantas esperanzas puestas para el avance del país, de ahí ese simbólico acto del protagonista de abrir las ventanas para que un aire renovado entre en la casa del conservador marqués, para que la luz ilumine a todos sus moradores y logren ver la vida desde otra perspectiva. [38]

No huelga insistir en cómo en el prólogo, Manuel Machado ofrece las claves para entender la idiosincrasia del protagonista, y subraya lo siguiente:

“Es aquel momento en que la juventud que había sido llevada al combate –separada de la anterior generación, la de los padres, por el abismo en que había fracasado, desembocando en aquella guerra- buscaba a tientas el mundo nuevo, el nuevo ideal humano, la nueva vida en que había de desarrollarse. Uno de esos jóvenes representativos de la nueva generación, de la que paradójicamente podía decirse que había muerto, había nacido en la guerra, es nuestro Juan de Zúñiga. Ni en el corazón, ni en la mente de Juan de Zúñiga estaba aún concretamente cuajado el nuevo ideal. Pero su alma lo  presentía y reconocía de antemano y de momento, la necesidad de romper con todo lo que le ataba al pasado”. [39]

Como consecuencia de todo lo observado, Francisco Ruiz Ramón asevera que en esta obra se oponen “dos ideologías, la clasista y reaccionaria de don Andrés Zúñiga, y la del liberal y humanista de su hijo Juan que murió en la guerra para renacer convertido en el hombre nuevo”. [40]

El mito de Ulises, en cierto modo, se recuerda en estas páginas. Hay claras concomitancias entre el periplo de Ulises tras la guerra de Troya, y el viaje existencial de Juan tras finalizar la Primera Guerra Mundial.

Juan, como Ulises, se mantuvo diez años ausente del hogar, y en su Ítaca madrileña le esperaba también una fiel enamorada, Guadalupe, cuyo nombre etimológicamente significa, no por casualidad, “río de amor”:

“Miguel: – ¿Y Guadalupe? ¿Por qué la llamaba yo Penélope? Sí, ¡claro!; la imaginaba yo esperando, una mujer que espera… ¡Linda Penélope, sin tela que tejer, ni esposo, ni pretendientes!, esperando a Juan de Zúñiga, al que murió en la guerra.” [41]

Guadalupe siempre lo tuvo presente, para ella era un amor verdadero, pese a ser un amor más soñado que vivido, un amor platónico, un amor propio del siglo del Romanticismo. Miguel la reprueba por ello, por amar a un hombre que jamás conoció realmente, por tener de él una imagen falseada, e intenta acabar con ese amor por su bien:

“Miguel: – Sin conocerlo soñó usted un idilio con Juan de Zúñiga, hecho de novelerías sentimentales y películas; lo lloró usted por muerto, sin saber a quién lloraba….” [42].

Mas es lo cierto que engaña a su padre, quien no lo reconoce, pero a Guadalupe, por más que intenta confundirla, no lo logra. Ella tiene la certidumbre de que Miguel es Juan, el hombre que ama, y no puede conseguir que niegue esa verdad dictada por su corazón:

“Guadalupe: Miguel de la Cruz o como quieras llamarte, hombre puro, sin más orgullo que el de ser hombre, piensa que yo también tengo el orgullo de ser mujer y nada más (…) Nunca has sido más Juan de Zúñiga que ahora (…) Sigue tu camino… Mi papel es aguardarte. Muchos años te he esperado sin esperanza; los mejores de mi vida. Ahora, ¿por qué no he de esperarte?”. [43]

Al igual que le acaeció a Ulises, que fue reconocido antes que nadie por su aya Euriclea, Juan tiene en Juliana, más una madre que un aya, a su mejor valedora. Ella, pese a estar ciega, lo siente como su hijo, sabe quién es desde el primer instante. La preceptiva anagnórisis que se daba en los relatos griegos o bizantinos de aventuras, curiosamente, en esta pieza teatral está presente.

El amor de ambas mujeres, el hecho de que lo reconozcan, así pues, es una de las cosas que retiene a Juan en la casa más tiempo del planeado.

Sentirse querido, experimentar cómo realmente le importaba a alguien y jamás lo olvidaron, le hace replantearse todo. Él, que tanto tiempo se mantuvo errante por los mares de la vida buscándose, al tener las cosas meridianamente claras, opta por volver al hogar, a su Ítaca.

Es sabido que volver a Ítaca es símbolo de regresar al hogar, al punto de partida, mas se retorna transformado, realizado como persona. Recordemos al poeta griego Constantino Kavafis, y el poema en que convierte a Ítaca en el trasunto de sus versos, desde entonces este tema ha sido recurrente en la literatura universal, y Antonio Machado, obviamente, lo leyó y lo tenía presente al pergeñar estas páginas.

Todo el mundo, incluido, Juan de Zúñiga, anhela tener un sitio al que poder volver, en el que refugiarse de los embates de la vida, con alguien que lo espere, con alguien que lo ame y lo acepte sin condiciones. Y él descubre que su deseo es factible, y siente tentaciones de confesar quién es para dejar de huir, de navegar por los mares procelosos de la vida.

La interrogación sobre la verdadera identidad del individuo es otro de  los asuntos tratados con especial insistencia, y que surge en los diálogos más transidos de dolor, más reflexivos.

Juan se haya en la disyuntiva de elegir entre su “yo” pasado, hijo de aristócrata, abandonado y repudiado por su condición de hijo ilegítimo, que marcó su existencia de soledad, aislamiento, ensimismamiento, confusión, o su “yo” presente, creado, a raíz de arrebatar su identidad a su amigo.

Tras la guerra surge, como se ha visto, un Juan que cree en la igualdad de todos los seres humanos, contrario a los estamentos sociales y a las distinciones por razón de cuna. Juan es un hombre renovado, que tiene esperanzas en un mundo mejor y en Dios, al que apela en reiteradas ocasiones, por lo que con denuedo inicia una vida nueva y lo deja todo atrás:

“Miguel: (Aparte) -¡Resquiecat in pace Juan! ¡Miguel, Miguel para siempre!” [44]

Llega un momento en que duda, que quiere saber si algo queda en él de su antiguo “yo”, y regresa. El amor de Guadalupe lo turba e inquieta, le hace replantearse todo, poner en tela de juicio quién quiere ser realmente, y no hace otra cosa que confundir a su enamorada, obligarla a no amar a Juan para no sentirse atado a ella:

“Miguel: Y Juan era indigno de usted. Además él no la hubiese querido nunca. Juan no quiso a nadie. No era bueno Guadalupe. ¡Ah! Y él lo sabía. Se odiaba, se despreciaba a sí mismo; por eso quiso cambiarse por mí. ¡Claro! El que se estima no se cambia por nadie”. [45]

En estas líneas y en este tema, en general, el influjo del pensamiento de Miguel de Unamuno, incontestable maestro, es claro. Recordemos aquellas palabras del escritor y filósofo en  Del sentimiento trágico de la vida (1912), concretamente, en El hombre de carne y hueso, donde cuestiona a aquellos que desean ser otro, le resulta un despropósito, algo inadmisible, propio de una mente enferma: “Eso es lo que yo no acabo nunca de comprender, que uno quiera ser otro cualquiera. Querer ser otro, es querer dejar de ser uno el que es. Me explico que uno desee tener lo que otro tiene, sus riquezas o sus conocimientos, pero ser otro, es cosa que no me la explico.”

En el fondo, por tanto, algo hay en Juan que nos remite al dilema de “serlo todo” y “serse” de Unamuno [46], Juan quiere ser quien es por nacimiento, pero con las ideas impuestas por el nuevo sesgo vital, ser como su amigo Miguel, ser “intrahistoria”, ser del pueblo, y se lo trata de explicar a su madre, a su ama Juliana, que no entiende la insistencia de su hijo en negar la verdad:

“Miguel: – Dime, Juliana. ¿Qué era entonces yo para tus hijos?

Juliana: – Como un hermano…que los llevaba por donde quería.

Miguel: – ¿Y para ti?

Juliana: – Un hijo más.

Miguel: ¿Y necesitaba yo para eso ser el señorito Juan?

Juliana: – No.

Miguel: – Pues ahora tampoco.” [47]

Guadalupe no comprende tampoco su proceder, a ella le da igual cómo quiera llamarse ahora o ser, lo ama sin reservas, como su madre. El problema lo tiene él, según ella, ya que sigue sin saber lo que quiere, quién es, puesto que afirma con contundencia que “no importa el nombre sino el hombre. Eso lo comprendemos las mujeres mucho mejor que vosotros”. [48] A ella sus disquisiciones metafísicas le son indiferentes, pues el amor es más simple que todo eso, y Juan, que no estaba ya acostumbrado a recibir cariño, afecto, a su juicio, se complica en demasía su existencia. Pese a todo, ella entiende a lo que ha ido a esa casa, “a averiguar si estaba bien muerto ese hombre tuyo que murió en la guerra, para seguir tu camino sin miedo a que resucitase. Pero no cantes victoria: en mí no lo has matado, y en ti (…) tampoco”. [49]

Llegado a este punto de desconcierto existencial, en que acaba tomando conciencia de la divergencia existente entre lo que deseaba y la realidad, Juan acaba equiparándose con Segismundo, trae a colación el famoso monólogo en La vida es sueño de Calderón de la Barca, toda vez que cree ser también víctima de un incierto sino:

“Miguel: Pues, en el lenguaje calderoniano, somos ya muchos los reos por duplicado del gran delito del hombre. Los que hemos nacido dos veces, y la segunda en condiciones totalmente abominables”. [50]

Dios, el tema espiritual está latente en la obra, las resonancias evangélicas son obvias. Juan, que etimológicamente significa “el fiel a Dios” cree, como se ve, en un Dios justo, que ampara al hombre y le da sentido a su paso por la tierra. La guerra, el sufrimiento en las trincheras, ver tantas muertes a su alrededor le hicieron volver los ojos hacia la religión, asirse con fuerzas y esperanzas a unas creencias.

Para Dios, claro es, todos los seres humanos son iguales, y Juan se lo recuerda a su padre, puesto que él se declara católico, pero se olvida de muchas de las cosas remarcadas por Jesucristo, de aquellas que no le interesa oír, debido a su orgullo clasista de terrateniente y aristócrata. Y a este respecto, en más de una ocasión, le contesta al padre con un tono acre e irónico, al creerse tan buen creyente y abandonar a su hijo por las habladurías de la sociedad:

“Miguel: – …si el Cristo vuelve y nos habla otra vez sus palabras serán aproximadamente las mismas. Acordaos de que sois hijos de Dios, de que por parte de Padre sois alguien, niños. Traducido al lenguaje profano: nadie es más que nadie. Porque por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre”. [51]

No juzgamos aventurado afirmar que tras estas palabras está Antonio Machado, que en sus versos siempre meditaba sobre su fe, sobre sus creencias. [52]

Por otro lado, es de notar cómo Manuel Machado en el prólogo afirma que el final de la obra queda abierto, que Juan se marcha en ese momento en que sus vivencias personales se tornan en pesadumbre, pero pudiera regresar otra vez, al replantearse su situación, o pudiera ser que su fe, “el sentimiento consciente, ferviente y humilde a la voluntad divina”, le llevase a acabar “haciéndose cartujo…”. [53]

La soledad, por cuanto llevamos visto, es un asunto que prevalece en la obra y en la vida de Juan.

Los críticos teatrales de la época señalan cómo los excesivos monólogos y largos parlamentos lastran la obra, son una carga onerosa para el desarrollo de la acción. El crítico de Pueblo opina que esto “da a la obra un ritmo bastante lento, ya que la acción es parva, porque los autores han desdeñado la peripecia argumental, buscando más bien el ahondar en las conciencias de los personajes…” [54]. Aquí como en su poesía, Antonio escribe, como él decía “mirando hacia adentro”, vaciando su alma y la de sus personajes, merced a la palabra.

No huelga, por lo dicho, mostrar cómo Juan no deja de hablar desde que llega a la casa, porque para él, que pasó solo tantos días, tantos meses y años sin tener a nadie para conversar diariamente o comunicarle sus cuitas y alegrías, la charla, el diálogo es vida. No nos olvidemos nunca del poder consolatorio de la palabra, tratado en la literatura desde antiguo, de la necesidad de comunicación del ser humano, lo cual nos permite comprender la alegría desmesurada de Juan cuando le dice a su padre: “quince días llevo en Madrid sin hacer cosa mejor que charlar con usted”. [55]

La soledad tanto tiempo arrastrada por Juan se mitiga, por fin, en familia, simplemente, dialogando. Es lógico, por otra parte, que en esta obra aparezca el motivo de la soledad,  no olvidemos que Antonio es autor de un libro titulado Soledades, donde el sentimiento de soledad aflora a cada paso, ya que Antonio, profesor, viudo, que tantas horas pasó encerrado en sí mismo, escribiendo, preparando oposiciones, organizando clases, experimentó de continuo esta sensación. A ella, en Nuevas canciones le dedicaba versos como:

“¡Oh soledad, mi sola compañía,

oh musa del portento, que el vocablo

diste a mi voz que nunca te pedía..!”

Antonio, pues,  paliaba su soledad escribiendo, usando la palabra para dirigirse al otro o proyectarse sobre el otro, tal como justifican los estudios sobre ello. [56]

En conclusión, en esta obra hay un protagonista que va a la guerra a luchar, a la Primera Guerra Mundial, empero también se habla de la otra lucha que libra Juan y todos nosotros mantenemos: la lucha de la vida. En nuestra existencia, todos batallamos como Juan, por saber quién somos, por encontrar a alguien que nos ame y nos comprenda, por ser felices con los seres queridos, por tener un hogar al que volver y donde podamos sentirnos protegidos, por entender qué sentido tiene nuestro vivir, cuál es nuestra misión en el mundo.

Los dilemas de Juan son los del ser humano, los del propio Antonio Machado, ya que la voz del poeta, sus hondas meditaciones, su sentir es el que se rastrea aquí de modo más patente. Por las muestras que hemos podido aducir, cabe señalar, pues, que Antonio Machado aquí sigue “mirando hacia adentro” al redactar, al elaborar los diálogos teatrales, a fin de tratar en estas páginas de lo que de verdad importa al hombre desde los orígenes, “los universales del sentimiento”: amor, Dios, soledad, muerte…

Al igual que en los escritos sobre sus profesores apócrifos, con los que dialogaba desdoblándose, aquí Antonio, parece hablar a través de Juan de Zúñiga y Miguel de la Cruz, confrontar pareceres sobre el vivir y todo lo que le es consustancial, y a un mismo tiempo, llevar a cabo una interacción dialéctica con nosotros para que cavilemos sobre lo que importa realmente, para apelar a nuestra conciencia dormida y decidirnos a vislumbrar nuestro camino vital.

El profesor Antonio Machado, poeta y autor teatral, nos ha brindado la oportunidad de dialogar con él, merced a estas páginas, y, al cabo, nos invita también a conversar con los demás para encontrarnos y para luchar contra nuestra soledad y la de los demás. Debemos, como se ve, ser más generosos con nuestras palabras, regalarlas para reconfortar, para ayudar, porque la soledad como compañera ocasional y musa a la que apelaba Machado, de vez en vez, es aceptable, ahora bien tenerla como compañera cotidiana como Juan de Zúñiga, no parece muy recomendable. Sin embargo, hoy como ayer, hay quien sigue enfrentándose a la soledad con las armas que más a mano posee, conversación, escritura terapéutica, desahogos poéticos, amistad…

Llegados a este punto, deseo consignar el hecho de que cuando trato de literatura con mis alumnos, siempre hay unos nombres y unas obras ante los que ellos, por razones que son fáciles de adivinar, guardan respetuoso y meditativo silencio. Estos son: Jorge Manrique y sus Coplas a la muerte de su padre, Lope de Vega y su soneto a la definición del amor (“Desmayarse, atreverse…”) y Antonio Machado con sus poemas de Soledades. Ningún espíritu medianamente sensible puede dejar de conmoverse ante la expresión desgarrada por la muerte de un padre, o de una adolescente y amada esposa, o no percibir el dolor acuciante de la soledad en las vivencias de Machado y todo aquel que por sus pérdidas vitales se siente solo.

Los temas universales tratados en la literatura, hoy como ayer, traspasan el espíritu, inquietan, y más cuando de ello disertan exquisitos poetas de verbo fecundo, que saben tocar el alma de niños, adolescentes o adultos, puesto que lo que importa a cualquier edad ya sabemos lo que es.

Mis alumnos han  expresado en reiteradas ocasiones, cómo la vida se torna muy triste y amarga, cuando de repente aparece en su vivir la soledad. Por cierto, e introduciendo un breve paréntesis a colación de ello, que no me resulta improcedente, he de señalar cómo por motivos que se me escapan, hay una gran mayoría de alumnos que escriben esta palabra junta (derrepente), quizás así lo súbito de cualquier cosa les resulte más impactante, pero nada hay que lo justifique. Pudiera ser que el influjo de expresiones como “enseguida”, les lleve a convertir o creer adverbio lo que es realmente locución adverbial.

Joan Corominas en su Breve diccionario etimológico de la lengua castellana  señala que esta locución adverbial, que significa “súbitamente”, surge de la unión de la preposición “de” con el término “repente”, procedente del latín, y datado en 1570 [57], y se escribe separado. Por lo que hay que luchar para evitar la rápida extensión de este error.

En fin, Fernando de Rojas ya recordaba en el Prólogo de La Celestina que ya Heráclito aventuró que “Omnia secundum litem fiunt”, todo en nuestra vida es lucha. Entonces, luchemos con pundonor en las batallas que nuestro existir nos impone de modo inexorable, combatamos contra el dolor, la soledad, las añoranzas y sufrimientos varios y no nos rindamos, vivamos a través de las palabras y de la escritura, de la lectura, y escuchemos los sabios consejos de los que nos precedieron y nos dejaron su ejemplo de vida y de lucha en letras de molde.

***

Gloria Jimeno Castro


Notas

  1. Paulino, J.: La poesía en el siglo XX: desde 1939. Madrid. Playor. 1987.
  2. ________: Drama sin escenario. Literatura dramática de Galdós a Valle-Inclán. Madrid. Ediciones Antígona. 2014.
  3. Pérez Ferrero, M.: Vida de Antonio y Manuel Machado. Madrid. Editora Nacional. 1968
  4. Machado M.; Pemán, J. Mª: Unos versos, un alma y una época. Madrid. Ediciones españolas. 1940.
  5. Ibidem, 64.
  6. Pérez Ferrero, M.: Op. cit., pág. 63
  7. Ibidem
  8. Ibidem
  9. Ibidem
  10. – González Ruiz, N.: “Manuel Machado y el lirismo polifónico”, en Cuadernos de Literatura Contemporánea, número 2, 1942, pág. 70.
  11. Ibidem, 71.
  12. – Sobre este particular resulta de suma importancia consultar el estudio detallado realizado en: – Dougherty, D.; Vilches, Mª F.: La escena madrileña entre 1918-1926. Madrid. Editorial Fundamentos. 1990.
  13. Ibidem, 128.
  14. -Consúltese Vilches, Mª F.; Dougherty, D.: La escena madrileña entre 1926-1931. Madrid. Editorial Fundamentos. 1997. Pág. 273.
  15. Ibidem
  16. – Pérez Ferrero, M.: Op. cit., pág. 76.
  17.  Ibidem
  18.  Ibidem
  19.  Ibidem
  20.  Ibidem
  21.  Ibidem
  22. – Pérez Ferrero, M.: Op. cit., pág. 77.
  23.  Ibidem
  24. – Baamonde, M.: La vocación teatral de Antonio Machado. Madrid. Editorial Gredos. 1976.
  25.  Ibidem
  26. – Torre, G.: El fiel de la balanza: identidad y desdoblamiento de Antonio Machado. Madrid. Taurus. 1961.
  27. – Guerra, Manuel H.: El teatro de los hermanos Machado. Madrid. Editorial Mediterránea. 1966.
  28. – Machado, A., Machado, M.: Las adelfas. El hombre que murió en la guerra.  Espasa Calpe. 1947.
  29. – Todas las citas presentadas sobre el libro son tomadas de la edición de Espasa Calpe de 1947 de El hombre que se fue a la guerra. Pág. 141.
  30.  Ibidem, 4.
  31.  Ibidem, 118.
  32.  Ibidem
  33.  Ibidem
  34. Sobre las denuncias al caciquismo en las obras vinculadas a autores regeneracionistas, conviene revisar títulos como: – Romero, L.: “El caciquismo: tentativa de conceptualización”, en  Revista de Occidente, 127, 1973. – _________: “La novela regeneracionista”, en Etreros, M. y otros: Estudios sobre la novela española del siglo XIX, anejo 38 de Revista de Literatura, Madrid, CSIC, 1977.
  35. – Acerca de este aspecto consúltese:- Fernández Ferrer, A.: Campos de Castilla de Antonio Machado. Barcelona. Laia. 1982. – Gullón, R.: Una poética para Antonio Machado. Madrid. Gredos. 1980.
  36. – Machado, A.; Machado, M.: Op. cit., pág. 118.
  37.  Ibidem, 147.
  38. – Sobre este particular resultan muy clarificadoras las apreciaciones realizadas por Pont, Jaume en “La juventud como tema en los escritos de guerra de Antonio Machado”, en AA.VV.: Antonio Machado; el poeta y su doble. Barcelona. Universidad de Barcelona. 1989. Págs. 195-206.
  39. –  Machado, A.; Machado, M.: Op. cit., pág. 5.
  40. -Ruiz Ramón, F.: Historia del teatro español. Siglo XX. Madrid. Alianza Editorial. 1971.
  41. – Machado, A.; Machado, M.: Op. cit., pág. 142.
  42.  Ibidem, 136.
  43.  Ibidem, 149.
  44.  Ibidem, 124.
  45.  Ibidem, 135.
  46.  – Sobre la deuda explícita de Machado con el pensamiento de  Unamuno, atiéndase a lo especificado en Albornoz, A.: “Miguel de Unamuno y Antonio Machado”, en La Torre, 9, 1961, Revista de Filología de la Universidad de Puerto Rico.
  47. – Machado, A.; Machado, M.: Op. cit., pág. 173.
  48.  Ibidem, 150.
  49.  Ibidem
  50.  Ibidem, 140.
  51.  Ibidem, 132.
  52. – Para el presente fin deben analizarse los estudios en que se ahonda en la espiritualidad de Antonio: – Aranguren, J. L.: “Esperanza y desesperanza de Dios en la experiencia de la vida de Antonio Machado”, en Cuadernos Hispanoamericanos, 11-12, 1949. – González Ruiz, J.: La teología de Antonio Machado. Barcelona. 1975.
  53. – Machado, A.; Machado, M.: Op. cit., pág. 5.
  54. Pueblo, 19 abril 1941, núm. 262, pág. 2.
  55. – Machado, A.; Machado, M.: Op. cit., pág. 141.
  56. – Complétese lo dicho con la información ofrecida en López Castro, A.: “Antonio Machado y la búsqueda del otro” en Estudios Humanísticos, Filología, 28.
  57. – Corominas, J.: Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Madrid. Gredos. 1990.  Pág.  503.

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