Reflexión anatómica – Teresa Grande [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta» – Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo]

Reflexión anatómica – Teresa Grande [Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta» – Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo]

El habitante del Otoño – Número especial

Primera Antología breve de cuentos y relatos breves «Jinetes en la tormenta»

 

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Gemma Queralt Izquierdo – Acuarela [Ilustración para El habitante del Otoño]

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Reflexión anatómica

 

Hoy corrí nueve kilómetros. Iba un poco despacio, no como el martes que iba tragándome los árboles y a todo el que paseaba tranquilamente. Este incidente tuvo naturalmente sus consecuencias. Como tuve indigestión, no fui a dar clase ni el miércoles ni el jueves. En vez de puente de Calatrava, que es hermosamente pequeño en Ondárroa, pueblo de nuestro país vecino del norte, me construí en un ataque bulímico el famoso ese de San Francisco, el que sale en las películas. Tuve tiempo para reflexionar.

Comencé por los pies. Abrí los armarios y encontré las cajas de los zapatos perfectamente ordenadas. Busqué unos zapatos y todos a la vez me gritaban su nombre: Blancanieves lazo verde, deportivas afro- friki, mostaza calados aptos lluvia racheada, turquesa azul como el mar azul, monjiles negros con hebilla, rojos de tacón zorrón. Cerré los armarios. Respiré hondo y me probé los rojos porque me iban al pelo con la lengua.

Continué con las piernas. Los muslos inusitados y las pantorrillas algo insurrectas se embutieron en unas mallas estridentes y me llevaron de nuevo a correr. Se negaban a ir donde yo las encaminaba. Me sometieron. Me obligaron a adentrarme en mi parque preferido pero no me dejaron parar cuando quise admirar las esculturas al aire libre. Reflexionaba todo el rato pero ellas mandaban.

Volvimos a casa. Llegó lo que tenía que llegar. Y ya estaba agotada de tanto pensar. Sin embargo, había escuchado por la mañana a mi vecino cantar Las noches de Fígaro de un modo irresistible. Así que me puse a cocinar: pato laqueado y fondue de queso. A la hora y media, me volví a poner los zapatos rojos y llamé a su puerta. Le dije que tenía un problema con el horno y que si tenía unos minutos para echarme una mano. Me contestó que eso era insuficiente, que él siempre echaba dos manos y me quedé mirándole diciéndome que era un poco burdo. Sin embargo, reflexioné otra vez y me acordé de su voz de tenor y volvieron mis ganas. Pero ya era demasiado tarde.

Pasé al ombligo sin más dilación y me lo miré varias veces. Me sentía orgullosa de mi ombligo, herencia de mi abuela paterna. Era singular y discreto como solo un ombligo puede llegar a serlo. Decidí que ya estaba bien de que pasara desapercibido en mi vida y volví a llamar al vecino. Le supliqué que me cantara su mejor obra y se la dedicó al ombligo. Me dio cierto reparo contarle lo del concurso, lo de que era la ganadora del ombligo más sofisticado de Europa. Lloró de emoción y no sé por qué me entraron de nuevo ganas.

Pero ya era demasiado tarde. Subí a las costillas y las toqué como si fueran una guitarra. Deseé ser una cantante de Country rubia como Dolly Parton y lo logré durante todo el concierto. La guitarra estaba desafinada pero mi único espectador, el vecino, al que llamaremos Johny Cash, me dijo que no se notaba nada y que estaba espectacular. Me lo creí, claro.

A estas alturas y con tantos halagos, yo ya sabía que Jonhy no era de fiar, que seguramente no aguantaría mucho tiempo sin mirarme el ombligo y eso sí que no, eso eran palabras mayores.

Pasé a los brazos y me puse a hacer el avión. Como nunca me ha llamado la atención la tecnología, no supe qué modelo elegir pero eché a volar igualmente y me imaginé persiguiendo al guapo de Cary Grant en Con la muerte en los talones. Pobre Cary, ¡cuánto corría!

Llegué al cuello y no pude pensar en otra cosa que no fuera en Zeus, mi cisne, oh Zeus, que soy Leda, no seas tan capullo, que vienes un rato, te acaricio levemente y ya me atas para siempre a dos pares de gemelos. ¡Destino cruel!

Mi barbilla se había ido de vacaciones a la India a hacer un curso de yoga con un gran maestro así que pasé pronto a la boca que estaba en plena huelga de palabras y ni me regaló una sonrisa. La nariz se había quedado supervisando el pato horneado y degustando la mezcla del vino blanco con el queso gruyère. Y por fin los ojos tuvieron algo de sensatez. Se abrieron tanto que quisieron escaparse de casa. Querían hacerme ver que ya no les enseñaba nada nuevo, que ya estaba bien de tanto libro-friki y de tanto friki-libro, que ni tenor ni pato ni oveja ni Dolly ni nada de nada. Me señalaron irritados las deportivas, me las calcé y me fui a correr un rato para que se calmaran y volvieran a contemplarme con dulzura.

 

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Teresa Grande
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Ilustración de Gemma Queralt Izquierdo