Sabiduría del amor [Con motivo de la celebración del Día Mundial de la Filosofía] – Sebastián Gámez Millán
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Sabiduría del amor [Con motivo de la celebración del Día Mundial de la Filosofía]
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Desde un punto de vista etimológico, el término “filosofía” se compone de “filo”, que significa “amor”, y “sofía”, que proviene de la diosa de la sabiduría: “amor a la sabiduría o al saber”. En uno de los más bellos diálogos de Platón, El Banquete, que trata justamente del amor, Sócrates, en conversación con Diotima, y en contraposición al “sabio”, que cree que sabe, define al “filósofo” como aquel que sabe que no sabe, y precisamente por ello desea sin cesar saber.
No la ignorancia, que con frecuencia es una de las fuentes del mal, sino el reconocimiento de la ignorancia, ese “sólo sé que no sé nada” socrático, es una cualidad filosófica imprescindible en cualquier disciplina científica, ya que sin ella el saber se oxida y enmohece, cae en posturas dogmáticas; sin ella no se regenera y progresa el conocimiento. Como indicara Wislawa Szymborska, la respuesta “no lo sé” es más amplia que “lo sé” o, por lo menos, revela una perspectiva más profunda del mapa siempre incompleto de la realidad.
Paradójicamente, la creencia en la posesión de la verdad mata a la verdad, como señalase Nuccio Ordine en esa atinada reivindicación de los valores intelectuales, éticos y políticos de las humanidades, La utilidad de lo inútil:
“Sólo quien ama la verdad puede buscarla de continuo. Esta es la razón por la que la duda no es enemiga de la verdad, sino un estímulo constante para buscarla. Sólo cuando se cree verdaderamente en la verdad, se sabe que el único modo de mantenerla siempre viva es ponerla continuamente en duda. Y sin la negación de la verdad absoluta no puede haber espacio para la tolerancia.
Sólo la conciencia de estar destinados a vivir en la incertidumbre, sólo la humildad de considerarse seres falibles, sólo la conciencia de estar expuestos al riesgo del error pueden permitirnos un auténtico encuentro con los otros, con quienes piensan de manera distinta que nosotros”.
Ahora bien, ¿amor a la sabiduría o sabiduría del amor? Mejor transformar la disyunción en una conjunción. Debido a que el dualismo antropológico, de acuerdo con el cual el ser humano se compone de alma y cuerpo, ha sido la concepción más extendida desde Platón, pasando por el cristianismo, hasta los orígenes de la modernidad con Descartes, se ha mantenido con él la diferencia tradicional entre alma y razón, por un lado, y cuerpo y sentimientos, por otro.
Por la reciente neurología, pongamos Antonio Damasio, se ha demostrado que no hay razón sin sentimientos, como por cierto intuyera Unamuno en su Credo poético: “Piensa el sentimiento, siente el pensamiento”. Ni sentimientos sin razón ni razón sin sentimientos, lo que se efectúa continuamente en cada uno de nosotros es un entrelazamiento constante entre sentimientos y razones. La filósofa Martha C. Nussbaum tituló uno de sus libros de forma sorprendentemente acertada para las mentes platónica-cartesianas, que son todas aunque desconozcamos el legado de estos filósofos: El conocimiento del amor.
¿Pueden sentimientos como el amor conducirnos al conocimiento, aún más, a la sabiduría? Ciertamente, los sentimientos, sobre todo los muy apasionados, como sabían los clásicos, pueden cegarnos. Pero sin ellos estaríamos ciegos. Quizá los sentimientos alumbren razones, como intuyese Pascal cuando sostuvo que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. Mas los sentimientos caminan a oscuras, confundidos y desorientados, sin las luces de la razón.
Y entre todos los sentimientos el amor, en sus variadas manifestaciones, ocupa un distinguido espacio. No sé si “mueve el sol y la estrellas”, como dice Dante al final de La Divina Comedia, pero el valor de cuanto nos rodea –no el precio, y rememorando a Antonio Machado, no olvidemos que “necio es aquel que confunde el valor con el precio”– depende en cierto modo del amor. De tal manera que si algo llega a ser lo que es se debe en gran medida al amor que depositamos.
El amor es el poder de transformar lo que nos resulta indiferente en algo valioso. Gracias al amor lo insignificante, incluso lo absurdo, puede adquirir cierto sentido. A pesar de sus demoledoras críticas al cristianismo, uno de los pensadores que comprendió más hondamente el poder transformador del amor fue Nietzsche, quien vislumbró que con el “amor fati” (amor a la fatalidad de la vida) podemos convertir los “no” en “sí” y los “sí” en “no”, reordenar las contingencias del azar y, en suma, afirmar la irracionalidad de la existencia.
La filosofía se ha asociado a menudo a la duda (¿quién como Descartes encarna esta posición?) y a la pregunta (Heidegger la contemplaba como una devoción hacia esta), que son dos de los nombres por los que la “inteligencia sentiente” (Zubiri) puede ir más allá de lo conocido. Concluyamos con un bello poema de Szymborska, transido de metafísica, ironía y sabiduría, que es un elogio de la duda y de la pregunta. Eso sí, la pregunta filosófica, a diferencia de la científica, más concreta y práctica, no pretende tanto resolver una cuestión como ahondar en ella, reconociendo el misterio inagotable de la realidad: “sin cesar no saber algo importante” (Szymborska). Este es el reconocimiento de la ignorancia sin fin que nos abre las puertas de la infinita creación (y auto-creación):
He hecho una lista de preguntas,
cuyas respuestas ya no alcanzaré a saber,
porque es demasiado pronto para ello,
o porque seré incapaz de entenderlas.
La lista de preguntas es larga,
toca temas importantes y menos importantes,
pero como no quiero aburriros
sólo revelaré algunas de ellas:
Qué era real
y qué apenas si lo parecía
en este auditorio
estelar y bajo las estrellas
donde es necesario tanto billete de entrada
como billete de salida;
Qué pasa con todo ese mundo vivo
que no tendré tiempo
de comparar con otro mundo vivo;
Sobre qué escribirán
pasado mañana los diarios;
Cuándo acabarán las guerras
y por qué otra cosa serán sustituidas;
En qué dedo corazón estará ahora
el anillo del alma
que a mí me fue robado, que perdí;
Cuál es el lugar del libre albedrío
que es capaz de ser y de no ser
al mismo tiempo;
Qué ha sido de decenas de personas:
¿nos habremos conocido realmente?
Qué intentaba decirme M.,
cuando ya no podía hablar;
¿Por qué tomé por buenas
cosas malas
y qué necesito
para no volver a equivocarme?
Tomé nota antes de dormirme
de algunas preguntas.
Al despertarme
ya no pude leerlas.
A veces sospecho
que se trata de un código preciso.
Pero ésta también es una pregunta
que me abandonará algún día.

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Sebastián Gámez Millán
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