Del extranjero que somos
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Carmen Escalona Vega – Sobreviviremos
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Caminamos tan ensimismados en nosotros mismos que apenas reparamos en los hilos que se han ido tejiendo y entrecruzando para que estemos aquí y ahora. Cuántas generaciones de no sabemos dónde procedemos ni tampoco adónde acabaremos. Como acertadamente indicara Todorov, “el extranjero no sólo es el otro, nosotros mismos lo fuimos o lo seremos, ayer o mañana, al albur de un destino incierto: cada uno de nosotros es un extranjero en potencia”.
Quizá sea en esta fragilidad, en esta vulnerabilidad que compartimos, donde deberíamos depositar el peso de lo que nos une, que tendría que ser mayor que el que nos separa. Por encima de esas diferencias insignificantes, como el color de la piel o el lugar donde hemos sido arrojados al mundo, puesto que tales diferencias rara vez son fruto de nuestro esfuerzo, de nuestras elecciones, de nuestros méritos y, por consiguiente, deberían carecer de valor o, cuando menos, del valor que se le suele atribuir, que sin duda es excesivo teniendo en cuenta nuestra común humanidad, nuestra idéntica fragilidad, esa por la que todos hemos sido, somos y seremos extranjeros.
Pero no seamos populistas, seamos realistas: no basta con cambiar nuestra concepción de los extranjeros y tener buenas intenciones. Europa y África, por no hablar de otros lugares del planeta, necesitan una política estructural para tratar a los emigrantes como lo que son, personas, unas políticas humanas a la vez que responsables. La vieja y escéptica Europa, que perdió la hegemonía tras la Segunda Guerra Mundial, podría ir recuperándola con la autoridad moral de quien ejerce el poder tal como es debido, con la máxima libertad, igualdad y solidaridad.
Cuando el crecimiento demográfico desborda la capacidad de integración social de los ciudadanos genera desplazamientos de poblaciones. Es ley de vida. La historia es y seguirá siendo inconcebible sin estos movimientos migratorios. Según la ONU, en 2030 la población de la ribera sur del Mediterráneo contará con más de 500 millones de habitantes, lo que la equiparará a la población de los 28 países europeos actuales. Se prevé que en 2050 la población del continente africano alcance el 25% de la población mundial. Y 50 años más tarde que en África habitarán unos 4000 millones de personas, lo que significa que el 40% de la población del mundo será negra.
Puesto que no hay recursos ni servicios públicos para todos, se requiere organizar el tránsito de emigrantes a fin de que atraviesen el Mediterráneo con mayor seguridad y lleguen a Europa con unos planes de trabajo y de vida, ya que de lo contrario las mafias seguirán abusando de estas personas. Además, es un espejismo que muchos puedan tener las mismas oportunidades laborales y vitales, cuando no pocas personas nacidas y formadas en Europa no encuentran tampoco trabajo o solo en condiciones precarias. Después de los asiáticos, unos 150 millones, son los europeos, con 62 millones, los que más emigran, por encima de los latinoamericanos y los africanos, con 37 y 34 millones respectivamente. Conviene atajar los problemas desde las raíces, pues como indicaba Fernando Savater, “el primer derecho de los emigrantes es a no tener que abandonar por falta de oportunidades o por sobra de amenazas su país de origen”.
A pesar de que en los últimas décadas proliferan más distopías que utopías, es imposible renunciar a nuestra necesidad de soñar. Y aunque desconozco el grado de utopía, pues hay utopías que se pueden realizar a la larga, otras antes y la mayoría nunca, confieso que a veces tengo sueños. Sueño con que políticos de la Comunidad Europea acuerdan con políticos del Norte de África un intercambio mutuamente enriquecedor: ofrecer a empresarios invertir y construir empresas con el fin de crear un tejido industrial que propague riqueza económica, material y social, y poco a poco se extienda por el continente para que no se vean forzados a emigrar buscando otra vida y desapareciendo en las fauces invisibles del mar.
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Sebastián Gámez Millán