¿Delante del Madrid de Cervantes?
Dedicado a mi padre, Claudio Jimeno Santos
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La Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876 por preclaros profesores e intelectuales, como Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo Azcárate o Nicolás Salmerón, entre otros, y que se nutrió de los preceptos de la filosofía krausista, renovó la pedagogía española de modo inusitado, dejando una huella indeleble en nuestra historia y en la forma de entender la educación.
Uno de los grandes expertos en esta cuestión era el profesor e historiador Vicente Cacho Viú, que durante mi último año de la carrera de Filología Hispánica impartió una asignatura optativa, merced a la cual relacionaba de modo docto, literatura e historia de la España finisecular, de los albores del siglo XX principalmente, deteniéndose en las obras más señeras de dichos años. La asignatura intitulada Historia social de la Edad Contemporánea poseía como valor añadido que no tenía como marco desarrollador las aulas de la Universidad Complutense, por el contrario, había que desplazarse en metro hasta la estación de Rubén Darío, y caminar hasta uno de los edificios vinculados, precisamente, a la Institución Libre de Enseñanza.
Pasear por este lugar recoleto, por el entorno de esta construcción tan singular y llena del encanto del ayer, constituía una de mis dilecciones supremas de aquel entonces. Deambular por aquel jardín, oculto del tráfago mundano de la Villa y Corte, que antaño recorrieran meditabundos quizás, Antonio Machado, Ortega y Gasset, me producía un placer inefable.
Al terminar aquellas clases magistrales de este profesor, que tanto ponderaba el valor pedagógico de los métodos didácticos que allí germinaron, solía sentarme en un banco de su umbroso jardín a meditar sobre lo expuesto y a imaginar que en ese mismo sitio donde yo aparecía acodada, años ha pudieron estar acomodados algunos de esos intelectuales de los que ahí se nos hablaba, forjando, claro es, esos grandes idearios que habíamos de analizar. En otras ocasiones, me entretenía en la biblioteca del lugar buscando información, charlando con el bibliotecario acerca de los interesantes libros, cuyos fondos no nos estaban vedados a los matriculados en aquel curso.
En una de estas clases, concretamente recuerdo que Cacho Viú, al explayarse sobre los métodos pedagógicos de la Institución Libre de Enseñanza, puso el énfasis en el hecho de que a sus profesores se debía esa idea de sacar a los alumnos fuera de las aulas, promover excursiones a la sierra de Madrid, y a otros muchos puntos de interés para ver la cultura y la ciencia en vivo; en suma, para motivar al alumno y romper con su rutina escolar [1].
Bien es cierto que aún hoy en todas las programaciones didácticas de los centros de enseñanza, y como herencia de aquella pedagogía de esas mentes liberales y llenas de iniciativas europeístas, seguimos organizando actividades de este cariz; aunque ya no las sentimos revestidas de aquel valor formador tan profundo, tan filosófico, con que esta clase de excursiones fueron gestadas por aquellos insignes profesores.
Preparar estas actividades extraescolares hoy en día, lamentablemente, nos ocasionan en los institutos interminables quebraderos de cabeza al tener que cuadrar agendas, al buscar preferentemente la gratuidad de las mismas (labor harto compleja en los tiempos que corren); y al tratar de no perjudicar las clases de los compañeros. Ello no es óbice, para que haya que seguir apostando por esta piedra de toque de la formación del alumno.
En una materia como la de Lengua Castellana y Literatura es preceptivo, máxime residiendo en Madrid, decidirse por recorrer el Madrid de Cervantes con los alumnos de 3º de ESO. Para tal cometido, ciertamente, la actividad que mejor ilustra el Madrid de Cervantes, y que bosqueja con más tino su figura y trayectoria vital en la capital, no es otra que la ofrecida por Madrid un libro abierto, y que traza un ameno recorrido por este espacio de historia y literatura de nuestro pasado: Un paseo por el Madrid de Cervantes.
Llenos de gozo por haber conseguido una fecha para realizar esta ruta literaria con nuestros alumnos, los profesores les comunicamos la buena nueva. Empero, reciben, de entrada, con displicencia el anuncio, y, seguidamente, y como es de rigor, se abren paso las quejas y surge la retahíla de preguntas de marras:
“- Profe, ¿es obligatorio?; ¿hay que pagar algo?; ¿Cuántas clases perdemos?; ¿me puedo quedar en casa?; ¿lo vas a preguntar en el examen?; ¿hay que andar mucho?; ¿llevamos bocadillo?; ¿hay que traer los libros y las mochilas?; ¿llegamos a la séptima hora?-”
Con semejante alborozo, con quejumbres y ayes lastimeros, por tanto, acogen nuestra propuesta de paseo literario los alumnos, cuando, ¡oh, ilusa profesora!, esperaba recibir su aquiescencia y sus plácemes por tan acertada idea. Infructuosos resultan, como es de suponer, mis esfuerzos por introducir como exordio a la citada actividad una encendida defensa de los valores inherentes a un recorrido histórico y literario por nuestro Madrid, testigo de los más memorables hechos de nuestro devenir histórico, y siendo una ciudad la nuestra de la que, a la postre, tan poco sabemos.
Con todo, y, concediéndole la debida importancia, preparamos al alumnado para tal actividad con unas clases, en las que a modo de preámbulo, les relacionamos de manera interdisciplinar literatura, historia, arte y filosofía de los Siglos de Oro, a fin de proporcionarles un contexto que disipe sus dudas y les permita vislumbrar de modo más claro el sentido de la visita, el pensamiento y la forma de ver y entender la vida en la época de Cervantes. Persiguiendo tales propósitos, dedicamos varias sesiones a estos pormenores, hablamos también, claro es, de Don Quijote, de su lengua, dechado de perfecciones por momentos; del feliz maridaje de la lengua culta y popular; de la variedad y riqueza de su léxico, del buen uso de sus vocablos. Es entonces, cuando un alumno interrumpe mi discurso y me espeta bruscamente su demanda:
-“Profe, me puedo ir pa’ alante?, no te oigo bien-“
Me quedo impávida ante tal exabrupto, lanzado justo cuando hablaba del genio de nuestra literatura, de la grandeza de su lengua; no encontró, así pues, este alumno un instante más apropiado. Por lo cual, el momento resultaba a todas luces el indicado para realizar una corrección:
-“No es correcto en el ámbito académico emplear como una apócope de para pa, -le advierto- toda vez que es coloquial, -inclusive, si se me permite decirlo-, vulgar. Ni tampoco se dice alante, es adelante”-
Los alumnos tuercen el gesto, en sus rostros se adivina la sorpresa, la contrariedad ante lo que les acabo de señalar. Hay quien, incluso, interrumpe mi discurso para corregirme:
“-No profe, te equivocas, se dice alante– afirma con contundencia uno de ellos.
“- Por supuesto, que se dice, claro que hay quien lo emplea, pero ello no es signo inequívoco de que su utilización sea la adecuada”- contesto yo.
La clase, de modo sorpresivo, se conduce por derroteros imprevistos, por lo que decido recurrir al diccionario en línea de la RAE, por mor de la inmediatez con que hace factible responder dudas, y para que en la pizarra digital todos vean cuál es el uso apropiado de cada vocablo, surgido a colación de la lectura o de otra actividad, sea la que fuere. Permito, de este modo, que el alumno que plantea la polémica se ponga frente al teclado del ordenador y busque la controvertida palabra. La consulta ofrece presta sus frutos, la RAE sentencia taxativamente que la palabra «alante» no está registrada en el diccionario. Como cabía esperar, la cara del susodicho es de absoluta estupefacción.
Pese a lo apuntado, hay quien dice que en los medios de comunicación lo oye diariamente, especialmente aparece con los comentaristas deportivos. Lo cual, posiblemente, es cierto; sin embargo, les insisto que las argumentaciones presentadas no deben hacerles dudar de la licitud de las afirmaciones por mí realizadas ni de las pruebas aportadas con la consulta a la RAE.
Llegados a este punto de la discusión, resulta conveniente entonces, acudir a las fuentes pertinentes, y consignar, por lo que tienen de indicativo, las puntualizaciones realizadas al respecto por los especialistas.
Manuel Seco en el Diccionario de dificultades del español [1] subraya que es una forma popular utilizada en lugar del adverbio “adelante”, y, pese a que no es la más ajustada a la norma, no obvia que algunos autores de gran fuste literario la emplean en el habla de sus personajes, aunque, bien es cierto, como uso coloquial.
Por su parte el Diccionario panhispánico de dudas asevera que es un vulgarismo propio del lenguaje popular de nuestro país, y escogido frente a las formas “adelante” o “delante”, y que sería conveniente orillar tal uso.
Fernando Lázaro Carreter, gran conocedor y amante de nuestra lengua, en El dardo en la palabra, se quejaba de forma reiterada de esta palabra. Señalaba con sorna que como “casticismo del Avapiés”[2] tenía un pase, y resultaba aceptable en el lenguaje familiar; ahora bien, verlo impreso diariamente en la prensa deportiva se torna ya en un auténtico despropósito.
Presentadas estas apreciaciones, seguidamente se plantea una duda, ¿Se debe seleccionar “adelante” o “delante”? ¿Son válidas ambas palabras en todos los contextos?
Para dilucidar esta cuestión no huelga nunca investigar los orígenes de los términos que han dado pie a nuestra disertación. Por ende, se hace imprescindible recurrir al Diccionario etimológico de la lengua castellana de Joan Corominas, quien, por un lado, llama la atención sobre el hecho de que “delante” data del año 1124, y procede del vocablo arcaico “denante”, registrado ya hacia el siglo X en nuestra lengua, y formado al unirse la preposición “de” con la palabra latina “inante”, cuyo significado era “delante, enfrente”[3]. Por otro lado, reseña que “adelante”, se documenta en el 913, y parece probable que se formara de modo análogo a “delante”, sumándosele a todo el proceso referido en líneas precedentes, la preposición “a”. [4]
Estimo oportuno, a continuación, remitir a María Moliner y a su Diccionario de uso del español [5] y aducir sus argumentaciones al respecto. Es muy de notar cómo presenta un dato sustantivo, ya que “adelante” lo define como un adverbio que se halla estrechamente relacionado con el movimiento, “con una marcha de progreso hacia cierta cosa, y expresa dirección hacia un lugar”. De lo dicho se infiere que “adelante” acostumbra a aparecer con verbos de movimiento. Así, por ejemplo diríamos, “continuemos adelante”.
Por lo que atañe a “delante”, María Moliner apunta que es un adverbio que designa el lugar que se encuentra más cercano “al observador o hacia el punto hacia donde se camina o que se dirige la acción de la que se trata” [6]. Según lo dicho, se podría decir “te espero delante de tu casa”.
Explanados estos puntos de vista, queda aludir al Diccionario panhispánico de dudas, donde se matiza lo dicho en líneas anteriores, advirtiendo que “adelante” acompaña verbos de movimiento, y que la preposición “a” que forma parte de la palabra, marca dirección. Añade, además, que, en muchas ocasiones, hay quien refuerza esa idea de dinamismo intrínseca al adverbio “adelante”, anteponiéndole las preposiciones “hacia” o “para” (por ejemplo: hay que moverse hacia adelante). Empero, se puntualiza que tal uso resulta redundante, y convendría más optar por “delante” en el anterior ejemplo.
Por lo que respecta a “delante” se pone de manifiesto que va con verbos que expresan situación o estado, aunque, curiosamente, para tal uso en Hispanoamérica se prefiere “adelante”.
Tras esta digresión de corte lingüístico, ruego a los alumnos que durante el paseo literario marchen todos juntos, atiendan al guía y se coloquen siempre delante para oír bien las explicaciones de la charla cervantina.
Llega el día fijado para llevar a cabo la ruta: día frío y lluvioso. Pese a lo cual, tenemos grandes expectativas con ese paseo.
Desde la calle Atocha partirá nuestro itinerario cervantino a través del tiempo y la fértil imaginación del paseante. Allí nos espera el guía, que se nos descubre como un erudito, que de modo sutil, y a la par que va ilustrándonos sobre el Madrid de nuestros antepasados, va desgranándonos claramente fragmentos de su tesis doctoral, y estableciendo interesantes vínculos entre Cervantes, Proust y Joyce, en los que no habíamos reparado. Ahora bien, tan doctos y elevados comentarios apabullan a los alumnos, que clavan su mirada en mí, y se acercan para preguntarme, sin disimulo alguno, si iba a pedirles en el examen aquellas cosas ininteligibles, en las que andaba enfrascado nuestro guía. Les tranquilizo, lógicamente, al respecto, y les pido que disfruten y pregunten lo que no entiendan. Nos sentimos, pues, anonadados ante el saber de nuestro cicerone, que, por momentos, me resulta un erudito escapado de uno de esos libros de los que habla, un Lope de Vega redivivo, de cuyo discurso, yo, personalmente, disfruto. Con complacencia escucho esas indicaciones trufadas de citas oportunas, de interesantes digresiones.
El primer punto en que nos detenemos es la Sociedad Cervantina, otrora centro de la famosa imprenta de Juan de la Cuesta, en que salieron a la luz los primeros ejemplares de la edición princeps de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, y en el año 1605. Un gran estudioso y conocedor de la obra cervantina, Francisco Rico, es quien recuerda que la realidad era que Cervantes, al realizar los trámites para pedir la licencia de impresión de su obra magna, pensaba que fuese encabezada, simplemente, como El ingenioso hidalgo de la Mancha, con cadencia de endecasílabo[7]; sin embargo, parece ser que en el taller de Juan de la Cuesta se alteraron las directrices dadas por Cervantes, y se imprimió con el título con el que conocemos la obra. Aprovecha el filólogo, además, el contexto de su estudio para censurar con brío esa costumbre ya tan extendida de citar la obra como “El Quijote”, con el artículo antepuesto para abreviar su título, y en cursiva, como si formase parte del mismo.[8] Recuerda que el propio
Cervantes, al aludir a esta obra en Viaje al Parnaso, lo hacía en los siguientes términos: “Don Quijote”.
Por lo mismo, Francisco Rico argumenta que hay que aludir a Lazarillo de Tormes sin “el”, y Celestina sin anteponer “la”. [9]
Poco se puede apreciar de la fachada de la antigua imprenta, al estar en obras, por lo que prosigue la ruta hacia la calle de San Eugenio. Allí se llama la atención sobre un local, en el que se ubicó la imprenta en que se dieron a la estampa los ejemplares de la segunda parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
Los alumnos me dirigen palabras en son de reproche, al no quedar nada de los antiguos edificios aludidos. Empero, trato de hacerles comprender que Cervantes se mostraba en su famosa obra como un adalid de la imaginación, como el gran mago de la ficción, y nosotros debemos seguir su juego imaginativo, y durante la visita tratar de adivinar en lo que es hoy, lo que fue ayer. Empleando la fantasía, podemos imaginarnos a Cervantes paseando por allí para interesarse por la impresión de sus libros; o charlando con los cajistas que preparaban las galeradas, a partir de las que surgiría una de las más grandes creaciones narrativas de la literatura mundial; o conversando con las gentes anónimas de aquel Madrid, que fueron testigo de cómo se gestó aquel hito literario.
Me apasiona, pues, emular a Azorín, y al igual que en Castilla, La ruta de Don Quijote, figurarme cómo debía ser aquella imprenta y aquel rincón de Madrid en vida de Cervantes.; realizar una imaginativa arqueología del ayer cotidiano de aquellos espacios históricos y sus gentes. Me declaro ferviente admiradora de aquello que Ortega y Gasset calificaba de “primores de lo vulgar”, durante su ejercicio de análisis de las sutiles páginas nacidas de la sensibilidad de Azorín, al resucitar el pasado de los rincones olvidados de España, de la gente corriente que coadyuvó en su avance y gestó su historia [11]. Azorín sentenciaba, no sin razón, que no sólo hay que afanarse en hallar “el espíritu de la historia y de la raza en los monumentos y en los libros”, es perentorio buscarlo también en ese “mundo desconocido de los pequeños hechos” [12].
Todo lo que huela a imprenta, a libros antiguos, así pues, desata mi imaginación indómita en este sentido, quizás ello obedezca a que mi bisabuelo trabajó en Rivadeneyra, allá por el Paseo de San Vicente 20, imprimiendo toda suerte de libros, incluyendo, claro está, alguna edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Aunque como hito en su meritoria y afanosa carrera, se recordaba en la familia que fue el único que se atrevió a trabajar en 1904 en la impresión de una gramática hebrea, dada la complejidad de su alfabeto, de llevar a cabo en plomo la reescritura de la obra, que era la tarea asignada a los cajistas o tipógrafos. Si ya era harto complejo estar atento a los moldes, a escoger en la caja de tipos los caracteres correctos de nuestra lengua y alinearlos, merced al componedor, trabajar con otro alfabeto y grafías, lógicamente, complicaba aún más la tarea de imprimir sin error alguno un texto [13].
No es ocioso recordar que estos trabajadores debían poseer una sólida cultura, conocimientos de toda especie, así como un buen dominio de la gramática y ortografía, y, claro es, una devoción absoluta hacia los libros, la erudición y el mundo de la imprenta. Algo de tinta, por ende, y de la “Divina Arte Negra” (así llamaban también a la imprenta), debe correr por mis venas. Y de modo rápido, les comento a algunos alumnos que me observan y me preguntan que en qué pensaba, mis vínculos con la imprenta, el trabajo de mi bisabuelo, sin atreverles a confesar todo lo que pasaba por mi mente mientras miraba aquel local relacionado con los libros cervantinos, ya que cuando compartimos algunas de nuestras tribulaciones de este tipo con ellos, tienden a decir que a los profes “se nos va la pinza”; aunque, por otro lado, como en la ruta hablamos de don Quijote, podemos tomarnos la licencia de perder la cordura a ratos, y como tributo a él.
Seguimos nuestro paseo, que va a desembocar en la iglesia de San Sebastián. Nos detenemos en la estrecha acera de aquella angosta calle para atender al guía; de repente, una furgoneta invade la acera y a punto está de llevarnos a todos por delante, y ni tan siquiera el conductor tiene la galante ocurrencia de tocar el claxon para anunciar sus pérfidas intenciones de atropellarnos. Algunos alumnos, cargados de razón, increpan al conductor por su comportamiento incívico; sin embargo, éste, lejos de guardar un prudente silencio, de modo zafio se encara con nosotros y señala que entorpecemos el tránsito al apelotonarnos en la acera, que nosotros y el dichoso Cervantes dificultamos su labor de carga y descarga.
Prosigue la charla bruscamente alterada, y otra furgoneta nos acomete, metiéndose en la acera sin miramiento alguno. Acabo por pensar que si hay que morir en acto de servicio no es un mal sitio, resulta del todo literario para un fin teatral, pues hay un cementerio al lado, bueno, mejor dicho, había. Allí reposaron los restos de Lope de Vega, y los de María Ignacia, el gran amor de Cadalso, a la que quiso desenterrar, tal como nos relata en sus Noches lúgubres.
Mientras se nos cuentan estos funestos hechos al lado del cementerio, suenan las campanadas de un reloj cercano, pero no dan las doce de la noche, la terrorífica hora de aparición de los fantasmas, sino otra hora más temible, las once de la mañana, la hora sagrada del recreo y del bocata:
-“Profe, es la hora del recreo, ¿podemos comer?”- pregunta un alumno, apoyado sobre la verja del antiguo cementerio, y sin pestañear ni temblarle la voz por lo surrealista de la situación.
– “¡Por supuesto que no! Está hablando el guía, nos encontramos ante los restos de un cementerio, ¡un poco de compostura y decoro!”- reclamo yo.
Obviamente, me hacen caso omiso. El guía continúa contando cómo a ese lugar vienen los fanáticos de los hechos paranormales a realizar psicofonías. Mientras, unos alumnos se pasan trozos de bocata, puñados de gusanitos junto al camposanto, vulnerando la ley impuesta por la profe; otros se sientan derrengados en el suelo, allí donde se situaran las tumbas de los ilustres personajes de nuestro panorama literario. Unos comerciantes chinos con sus fardos de ropa nos golpean al pasar, y se permiten lanzarnos denuestos y anatemas en una lengua que ni siquiera es la de Cervantes. Y el guía continúa hablando de los dichosos fenómenos paranormales. Todo lo que me rodea adquiere tintes, no sé si de paranormal o para gritar y ponerse a llorar.
Toca caminar luego hacia la Plaza de Santa Ana, para entonces hablar de los primitivos corrales de comedia, así como de Calderón de la Barca y de su obra más memorable, La vida es sueño. Me ahorraré reproducir lo que decían los alumnos, al ser citada la obra calderoniana, ya que los rostros de algunos y sus bostezos denotaban estar ya hacía rato anhelando entregarse a los brazos de Morfeo. El guía reta a los alumnos a recitar unos poemas de Cervantes frente al Teatro Español, sito en este rincón, y un fragmento de la aludida obra de Calderón, con lo que se anima un poco la visita.
Tras estos momentos álgidos de remembranza de nuestra mejor dramaturgia, la tragedia parece cernirse sobre el grupo:
-“Profe, me muero…, me muero de hambre. ¿No hay un chino por aquí para comprar comida?”- me dice un alumno con tono dramático y rostro doliente.
Pienso entonces, que el futuro de la tragedia y de los actores españoles tragicómicos está asegurado, entre mis alumnos parece haber una cantera inagotable de amantes del teatro, hay mucho teatrero, no me cabe ya duda.
Seguidamente, hemos de ir hacia donde se situó la casa de Cervantes, aunque se nos advierte que no tenemos tiempo de pararnos frente a ella. Ya se me hace difícil entender cómo no se conserva la casa de nuestro más universal literato; ahora bien, que, además, en la ruta de Cervantes no nos dejen detenernos frente a ella, me resulta del todo absurdo. Pero sí que nos detenemos al lado, donde estuvo el Mentidero, que en la actualidad es una zapatería, en cuyo escaparate se exponen coloridas pantuflas destinadas a la población en edad provecta del barrio, y que ni don Quijote se calzaría en medio de uno de sus ataques vesánicos. La razón estriba en que se nos quiere mostrar cómo Cervantes desde las ventanas de su casa podía enterarse de todo lo que se cocía en el mundo teatral.
La siguiente parada es el convento de las trinitarias, donde descansan en paz los restos de Miguel de Cervantes, y donde los alumnos me piden también descansar y que el guía y yo les dejemos también ya en paz. Pese a ello, el guía nos propone como colofón a la visita, y fuera de programa, entrar a la casa de Lope de Vega, sentarnos en su huerto. La propuesta me resulta irrechazable.
Al cruzar el dintel de aquella puerta de madera con cuarterones, me siento como si me adentrase en el túnel del tiempo, y al desembocar en el huerto de Lope, con su pozo, sus árboles frutales, una sensación de paz, de sosiego me invaden, hasta los alumnos se relajan y admiran la sencilla belleza y el encanto de aquel lugar, en que el tiempo parece haberse detenido. La presencia de Lope puede adivinarse en aquel lugar mágico, único. Y me siento en el banco de aquel huerto a pensar en Don Quijote, y me pregunto qué haría este caballero andante en el siglo XXI, quiénes podrían ser sus herederos. La respuesta me llegaría tiempo después, cuando me encerré con mi padre en el hospital a luchar contra su cáncer.
Allí sí que es fácil encontrarse en cada rincón con los herederos de don Quijote, y que a lomos, no de un palafrén sino de una camilla, en la que se hallan ya postrados, o en una silla de ruedas recorren la meseta de pasillos del hospital, buscando gestar nuevas hazañas, luchar contra el monstruo del cáncer; acometer en el campo de liza contra los ejércitos de la metástasis; enfrentarse sin temor, y sin miedo a la derrota, a los molinos de la feroz quimioterapia; defenderse sin armas de las hirientes espadas que les secan las venas diariamente para analizar su sangre o para abrirles vías en el cuello o pecho, al no haber ya por dónde inyectarles algo de fuerza y vida.
A su lado, los escuderos, sus familiares, que, cabalgamos pegados a ellos en un incómodo butacón azul, permanecemos compartiendo sus quimeras de pronta curación, y nos enfrentamos a los genios malévolos y gigantes que su cabeza forja, y también tratamos de vencer en buena lid a los fieros enemigos que los golpean y los van matando poco a poco. Curiosamente, mi padre no dejaba de citar párrafos enteros de Don Quijote a las enfermeras y compañeros, y sin haber perdido la razón, que ya es difícil, porque en los hospitales hasta los escuderos también nos quijotizamos, y acabamos teniendo extrañas ideas, tras tanto tiempo encerrados en una habitación, día tras día, semana tras semana, mes tras mes.
Yo me he quedado sin mi padre, sin mi defensor de causas justas, sin mi don Quijote culto y erudito, que me enseñó a amar la literatura y a Cervantes, y busco consuelo entre sus libros, en el poder consolador de la palabra de la que hablaba Séneca. Vuelvo los ojos hacia el estoicismo del filósofo, con ideas parejas a las de la resignación cristiana, pero que no me acaban de convencer. Ya que en su Consolatio ad Marciam, redactada debido a la muerte de un hijo, le recomienda a esta doliente dama ser valiente y enterrar el dolor, alcanzar la ataraxia; algo muy deseable, pero que me resulta irracional y se me antoja imposible. No se puede desterrar el dolor. Prefiero leer a Ortega y Gasset, quien decía, con toda la razón del mundo, que “el dolor señores, es un severo cultivo; la alegría es sólo la cosecha; en el dolor nos hacemos, en el placer nos gastamos”.
Mi padre ya voló al cielo, pero aún quedan caballeros andantes enfrascados en estas lides y soñando con un mágico bálsamo de Fierabrás que los sane. ¡Dios os guarde a todos vosotros, caballeros andantes y valientes!, y ¡ojalá tengáis una merecida victoria!
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Gloria Jimeno Castro
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Notas
[1] Para adentrarnos en los interesantes pormenores de esta institución debemos remitir a:
– Cacho Viú, V.: La Institución Libre de Enseñanza. I. Orígenes y etapa universitaria. (1860-1881). Madrid. Ediciones Rialp. 1962.
_____________: “Josep Pijoán y la Institución Libre de Enseñanza” en Ínsula, número 344-345, julio-agosto 1975.
– VV.AA.: Una poderosa fuerza secreta: La Institución Libre de Enseñanza. San Sebastián. Editora Española. 1940.
[2] – Seco, M.: Diccionario de dificultades del español. Madrid. Espasa Calpe. 2004.
[3] – Lázaro Carreter, F.: El dardo en la palabra. Barcelona. Galaxia Gutenberg. Círculo de Lectores. 1997. Pág. 377.
[4] – Corominas, J.: Diccionario etimológico de la lengua castellana. Madrid. Gredos.1990. Pág. 203.
[5] – Ibídem
[6] – Moliner, M.: Diccionario de uso del español. Madrid. Gredos. 2008. Pág. 35.
[7] – Ibídem, pág. 525.
[8] – Rico, F.: “El título del Quijote<>”, en El País, 22 de marzo de 2016.
[9] – Ibídem
[10] -Ibídem
[11] – Ortega y Gasset, J.: “Primores de lo vulgar” en El espectador, tomo II, Madrid, 1917.
[12] – Ibídem
[13] – Para ahondar en este apasionante mundo de la creación del libro, aconsejamos vivamente la amena y curiosa lectura de los siguientes trabajos:
– Dahl, S.: Historia del libro. Madrid. Alianza Editorial. 1987.
– Martínez de Sousa, J.: Diccionario de tipografía y libro. Madrid. Paraninfo. 1981.
– Moll Roqueta, J.: De la imprenta al lector: estudios sobre el libro español de los siglos XVI al XVIII. Madrid. Arco Libros. 1994.
– Rico y Sinobas, M.: El arte del libro en España. Madrid. 1941.