Discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura de 2015 – Svetlana Aleksiévich – Traducción de Katsiaryna Rudenia

Discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura de 2015 – Svetlana Aleksiévich
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Discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura de 2015 – Svetlana Aleksiévich
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Sobre la batalla perdida
En esta tribuna no estoy sola… Me rodean las voces, cientos de voces que siempre están conmigo, desde mi infancia. Yo vivía en una aldea. A nosotros, los niños, nos gustaba jugar en la calle, pero por la tarde nos atraía como con un imán hacia los bancos de la calle, no lejanos de sus casas o, como se dice en nuestras tierras, jatas (‘casas de madera’), donde se reunían las mujeres ancianas cansadas. Ninguna de ellas tenía marido, padre o hermanos; no recuerdo a hombres después de la guerra en nuestra aldea: durante la Segunda Guerra Mundial en Bielorrusia, en el frente o siendo partisano, murió uno de cada cuatro bielorrusos. Nuestro mundo infantil después de la contienda era un mundo de mujeres. Lo que más recuerdo es que las mujeres no hablaban sobre la muerte, sino sobre el amor. Contaban cómo se despedían el último día con sus queridos, cómo los esperaban y los siguen esperando. Pasaron los años, pero ellas seguían esperando: «Que vuelva, aunque sea sin brazos y sin piernas, lo llevaré yo en los brazos». Sin brazos, sin piernas… Parece que desde la infancia ya sabía qué era el amor…
Os comparto solo una parte de las melodías tristes del coro que oigo…
La primera voz:
«¿Para qué lo necesitas saber? Es muy triste. Encontré a mi marido en la guerra. Yo fui tanquista. Llegué hasta Berlín. Recuerdo que estábamos cerca del Reichstag. Él todavía no era mi marido y me dijo: “Casémonos. Te quiero”. Pero me resultó muy insultante. Durante toda la guerra estuvimos llenos de barro, de polvo, de sangre, y alrededor solo había palabrotas. Le contesté: “Primero, haz de mí una mujer: regálame flores, dime palabras cariñosas; después de desmovilización me haré un vestido”. Tenía ganas de pegarle de tanta ofensa. Él lo sintió todo: tenía una mejilla quemada con cicatrices y vi unas lágrimas cayendo por esas cicatrices. “Vale, me casaré contigo”. Lo dije así… Ni yo me creía lo que le había dicho… En torno a nosotros solo había hollín y ladrillos rotos; alrededor seguía latiendo la guerra…».
La segunda voz:
«Vivíamos cerca de la central nuclear de Chernóbil. Yo era confitera, hacía empanadas; mi marido era bombero. Estábamos recién casados y hasta íbamos de la mano a la tienda. El día que explotó el reactor, mi marido tenía guardia en el parque de bomberos. Ellos fueron con su ropa de casa y con sus camisas, y aunque la explosión fue en una central, no les dieron ningún uniforme especial. Así vivíamos, ¿sabe? Durante toda la noche estuvieron extinguiendo el incendio y recibieron una dosis radioactiva incompatible con la vida. Por la mañana, los llevaron en avión a Moscú. Con una enfermedad por radiación grave, una persona solo vive un par de semanas. Él mío era fuerte, un deportista, y murió el último. Cuando llegué me dijeron que estaba en una caja especial, no dejaban pasar a nadie. “Lo quiero mucho”, pedía yo, pero ellos me decían: “Los soldados cuidan de ellos. ¿A dónde vas?”. “Lo amo”. Me persuadían: “Ya no es una persona querida, es un objeto que hace falta desactivar. ¿Entiendes?”, pero yo reiteraba: “Lo amo, lo amo”. Por la noche subía a verlo por la chimenea de escape de fuego o les pedía a los guardias —incluso les pagaba— para que me dejasen pasar. No lo dejé; hasta final estuve con él… Después de su muerte, pasados unos meses, di la luz una niña. Ella vivió unos días. Ella… La esperábamos mucho, pero la maté… Pero ella me salvó: toda la dosis radioactiva la recibió ella. Tan pequeñita… Pero los amaba a los dos. ¿Es posible matar con amor? ¿Por qué están cerca el amor y la muerte? Siempre están juntos. ¿Quién me lo explica? Me arrastro de rodillas cerca de la tumba».
La tercera voz:
«Fue la primera vez que maté a un alemán… Tenía diez años y los partisanos ya me llevaban a las misiones. Aquel alemán yacía herido. Me dijeron que le quitara la pistola. Me acerqué, pero el alemán agarró el arma con las dos manos y la puso delante de mi cara, aunque no tuvo tiempo para disparar primero, lo tuve yo…
No me asusté de haberlo matado y no lo recordé durante la guerra. Alrededor había demasiados muertos. Después de muchos años, me asombré de tener un sueño con aquel alemán… Fue un sueño inesperado y volvía constantemente a soñar con él. Un día soñé que yo intentaba volar y él no me dejaba. Subía, volaba y volaba, pero él me alcanzaba y caíamos juntos. Me caía en una hoya, y cuando quise levantarme él no me dejaba. Por su culpa ya no puedo volar.
Siempre el mismo sueño, el cual me persigue desde hace décadas…
No puedo contarle a mi hijo mi sueño. Cuando mi hijo era pequeño, no se lo podía relatar; le leía los cuentos. Mi hijo ya ha crecido, pero tampoco puedo».
Gustave Flaubert decía sobre sí mismo que era una «persona pluma»; yo puedo decir sobre mí que soy una «persona oído». Cuando ando por la calle y oigo algunas palabras, frases o exclamaciones, siempre pienso en cuántas novelas desaparecen sin rastro en el tiempo. En la oscuridad. Hay una parte coloquial de la vida humana que no conseguimos conquistar para la literatura. Todavía no la hemos valorado, no estamos sorprendidos ni impresionados por ella. A mí me ha fascinado y me ha hecho su prisionera. Amo cómo habla el ser humano… Amo la voz humana solitaria. Es mi amor y mi pasión más grande.
Mi camino hacia esta tribuna duró casi cuarenta años, persona a persona, voz a voz. No puedo decir que este camino siempre haya sido fácil. Muchas veces he estado conmovida y asustada por el hombre, sintiendo fascinación y abominación. He querido olvidar todo lo que había oído para así volver a los tiempos del desconocimiento. Más de una vez, también he querido llorar al contemplar la belleza humana.
He vivido en el país donde nos ensenaban a morir desde la infancia. Nos enseñaban a morir. Nos decían que el hombre existe para entregarse a sí mismo, para quemarse, para sacrificarse. Nos enseñaban a amar a la persona con una ametralladora. Si hubiera nacido en otro país, no habría podido recorrer este camino. La maldad no tiene piedad. Hay que conseguir la vacuna contra ella. Pero hemos crecido entre los verdugos y las víctimas. Aunque nuestros padres vivían con miedo y no nos contaban casi nada —normalmente nada—, el mismo aire estaba envenenado de maldad. Esta siempre nos vigilaba.
He escrito cinco libros, aunque me parece que es un único libro. El libro sobre la historia de una utopía…
Varlam Shalamov escribió: «Yo tomé parte en una batalla grande y perdida por la renovación de la humanidad». Yo recupero la historia de esta batalla, sus victorias y sus fracasos. Recuerdo cómo querían construir el Reino de los Cielos en la tierra: ¡El Paraíso! ¡La Ciudad del Sol! Sin embargo, el resultado derivó en mares de sangre y millones de vidas humanas arruinadas. Pero hubo un tiempo, cuando ninguna idea política se podía comparar con el comunismo (ni con la Revolución de Octubre como su símbolo), esta idea atraía más fuerte a los intelectuales de Oriente y a la gente del mundo. Raymond Aron llamó a la revolución rusa «el opio de los intelectuales». La idea del comunismo tiene ya por lo menos dos mil años. La encontramos en obras de Platón, en sus estudios sobre el estado ideal, y en Aristófanes con sus sueños sobre el tiempo: «cuando todo se haga común». En Tomás Moro y Tommaso Campanella. Más tarde en obras de Saint’ Simón, Fourier y Owen. Hay algo en el alma rusa que obligó a intentar hacer estos sueños realidad.
Hace veinte años, nos despedimos del Imperio rojo con maldiciones y lágrimas. Hoy en día podemos mirar a la historia reciente con calma como a una experiencia histórica. Es muy importante, porque las disputas sobre el socialismo no han terminado aún. Ha crecido una generación nueva que tiene otra imagen del mundo, pero muchos jóvenes de nuevo leen a Marx y Lenin, y en las ciudades rusas se abren museos sobre Stalin y le ponen monumentos.
El Imperio rojo ya no existe, pero el hombre rojo continúa.
Mi padre murió hace poco y hasta el final fue un comunista creyente. Guardaba su carné del partido. Yo nunca puedo decir sovok, puesto que así tendría que llamar a mi padre, a mis familiares, a mis amigos y a la gente que conozco. Todos vienen del socialismo. Entre ellos hay muchos idealistas y románticos. Ahora los llaman de otra manera: «los románticos de la esclavitud». Esclavos de la utopía. Yo pienso que todos ellos podrían vivir otra vida, pero vivieron la soviética. ¿Por qué? Tardé mucho en encontrar la repuesta a esta pregunta. Viajé por un enorme país, anteriormente denominado URSS, y grabé miles de cintas. Aquello fue el socialismo y fue nuestra vida. Gota a gota recopilaba la historia del socialismo casero para comprobar cómo se vivió en el alma humana. Me atraía este espacio pequeño, persona a persona. En realidad, todo sucede así.
Justo después de la guerra, Theodor Adorno quedó conmocionado: «Escribir versos después del Auschwitz es una barbaridad». Mi profesor, Alés Adamóvich, cuyo nombre quiero destacar en este agradecimiento, también consideraba que escribir prosa sobre los horrores del siglo XX era una blasfemia. Aquí no se puede imaginar. La verdad hay que demostrarla tal y como es. Hace falta una superliteratura. Debe hablar un testigo. Se puede citar a Nietzsche con su frase acerca de que ningún pintor aguantaría la realidad, no la soportaría.
Siempre me torturaba el hecho de que la verdad no cabe en un corazón, en una mente. Que está dividida y tiene muchas piezas, es muy diversa y está dispersa por el mundo. Dostoievski pensaba que la humanidad se conoce a sí misma mucho más de lo que la literatura ha podido reflejar.
¿Qué hago yo? Recopilo la rutina de las emociones, pensamientos y palabras. Recojo la vida de mi tiempo. Me interesa la historia del alma. La vida diaria del alma. Lo que la historia suele omitir porque es arrogante. Yo me dedico a la historia omitida. Muchas veces oigo y sigo oyendo que no este tipo de literatura no es literatura, sino que es un documento. Pero ¿qué es la literatura actualmente?, ¿quién puede contestar a esta pregunta? Vivimos más rápido que antes. El contenido cambia la forma, la rompe. Todo se sale de los límites: la música, la pintura… También en el papel la palabra sale de sus fronteras. No hay fronteras entre el hecho y la ficción: uno penetra en la otra. Incluso el testigo no es imparcial. Contando sus experiencias, la persona crea y lucha contra el tiempo, como un escultor con el mármol. El hombre es actor y creador.
Me interesa el hombre pequeño. Una persona que sea pequeña y grande a la vez, ya que los sufrimientos la engrandecen. Las voces en mis libros relatan su pequeña historia que es grande al mismo tiempo. Lo que pasó y lo que pasa con nosotros todavía no ha sido comprendido; es necesario desahogarse primero. Al principio, solo hay que hablarlo, pero tememos esta realidad, no estamos dispuestos a lidiar con nuestro pasado. En el libro Los demonios, de Dostoievski, Shatov dice a Stavroguin: «Somos dos seres y nos reunimos en el infinito, por última vez en el mundo. ¡Deje su tono y adopte uno humano! Ni una sola vez has hablado con voz de hombre».
Aproximadamente, de esta manera empiezan mis conversaciones con mis protagonistas. ¡Claro que la persona habla de su tiempo, si no lo hace no puede hablar de la nada! Pero es muy difícil llegar hasta el alma humana. Esta está manchada de las supersticiones del siglo con sus predilecciones y sus engaños, con la televisión y los periódicos.
Me gustaría enseñar algunas páginas de mis diarios para mostrar cómo se movía el tiempo y cómo se moría la idea… Cómo yo seguía sus huellas.
1980 – 1985.
Escribo un libro sobre la guerra… ¿Por qué sobre guerra? Porque somos gente bélica: luchábamos en la guerra o nos preparábamos para ella. Atendiendo a esto, es lógico que pensemos siempre de una manera bélica en casa o en la calle. Por eso, la vida es tan barata. Igual que en la guerra.
Empezaba con dudas. Un libro más sobre la guerra… ¿Para qué?
En uno de mis viajes periodísticos, me encontré con una mujer que fue instructora de sanidad en la guerra. Ella me contó que iba con un grupo de personas a través del lago de Ládoga cuando el enemigo se percató de su movimiento y empezó a disparar. Los caballos y la gente iban desapareciendo bajo el hielo. La acción tuvo lugar por la noche, y ella, como le pareció, cogió a un herido y empezó a arrastrarlo hacia la orilla. «Lo arrastré mojado y desnudo; pensé que se le había caído la ropa», me contaba. «Solo cuando estuve en la orilla me di cuenta de que había traído a una enorme beluga herida. Empecé a soltar improperios». La gente sufre, pero los animales, los pájaros y los peces ¿por qué?
En otro viaje escuché el relato de la médica oficial de un escuadrón de caballería sobre cómo durante la batalla trajo a un alemán herido a la trinchera. Sin embargo, no fue consciente de que era alemán hasta que llegaron allí. Tenía la pierna herida y perdía sangre. «¡Pero es el enemigo! ¡Allí arriba mueren nuestros soldados!», le decían. Pero ella le puso un vendaje y este siguió arrastrándose. Luego, trajeron a un soldado ruso inconsciente, y cuando vino en sí, quiso matar al alemán. El otro, cuando se dio cuenta, cogió la ametralladora y quiso asesinar al ruso. «Le di una bofetada a uno y luego al otro. Nuestras piernas están llenas de sangre, —recordaba ella. Se ha mezclado la sangre».
Era una guerra que yo no conocía. La guerra femenina. No era sobre los héroes. No trataba sobre la manera en la que unos hombres mataban heroicamente a otros. Recuerdo el murmullo femenino: «Vas después de la batalla al campo. Ellos yacen… Todos jóvenes y muy guapos. Yacen y miran al cielo. Da pena ver a unos y a otros». Esta misma frase, «a unos y a otros», me ayudó a entender sobre el tema que abordaría en mi libro: la guerra es un asesinato. Así se quedó en la memoria femenina. Ahora mismo, una persona que sonreía y fumaba, de repente, ya no está. Sobre todo, las mujeres hablan de la desaparición, de lo rápido que todo se convierte en nada durante la guerra, tanto la persona como su tiempo. Sí, ellas mismas pedían ir a la frente a sus diecisiete o dieciocho años. No querían matar, pero estaban dispuestas a morir, a morir por la patria. De la historia no se pueden quitar las palabras, pues también querían morir por Stalin.
El libro permaneció sin editar durante dos años hasta la perestroika y la llegada de Gorbachov. «Después de su libro, nadie iría a la luchar», me dijo el censor. «Su guerra es espantosa. ¿Por qué usted no trata a los héroes?». Yo no buscaba a los héroes. Yo escribía la historia a través del relato de un testigo participante no reconocido por la historia. Alguien a quien nunca se le ha preguntado. No sabemos qué piensa la gente, la gente simple, sobre las cuestiones trascendentales. Justo después de la guerra, una persona relatará su guerra; después de diez años, será otra guerra distinta, evidentemente, ya que en ella cambia algo, reúne en su recuerdo toda una vida.
Reunirá en el recuerdo cómo vivió todos estos años: qué leía, qué veía, a quién encontró, en qué creía, y al final, si fue feliz o no. Los documentos son seres vivos que cambian junto a nosotros…
Pero estoy absolutamente convencida de que muchachas, como aquellas del año 41, no habrá nunca más. Esto fue la cima de la idea roja, incluso se alzó más que la revolución y Lenin. Su victoria hasta hoy día tapa al GULAG. Amo infinitamente a estas muchachas. Pero con ellas no se podía hablar sobre Stalin o sobre que después de la guerra los trenes iban a Siberia con los que eran más valientes. El resto volvió y se calló. Un día escuché: «Libres éramos solo durante la guerra, en primera línea. Nuestro capital primordial es el sufrimiento. No es el petróleo ni el gas, es el sufrimiento. Es lo único que extraemos constantemente». Todo el tiempo busco la respuesta a por qué nuestros sufrimientos no se convierten en libertad, no puede ser que sean en vano. Chadaev tenía la razón: Rusia es un país sin memoria, un espacio de la amnesia total, la conciencia virgen para la crítica y reflexión.
Grandes libros yacen bajo las piernas…
1989
Estoy en Kabul. No quería escribir más sobre la guerra, pero ahora estoy en una guerra real. El periódico Pravda decía: «Nosotros ayudamos a nuestro pueblo fraterno de Afganistán a construir el socialismo». Alrededor de la gente de guerra, las cosas de la guerra. Es el tiempo de la guerra.
Ayer no me llevaron a la batalla: «Quédese en el hotel, señora. Me tengo que hacer cargo de usted y ser responsable». Estoy en el hotel y pienso: hay algo inmoral en la observación del coraje y el riesgo. Llevo aquí dos semanas y no puedo librarme de la sensación de que la guerra es un invento de la naturaleza masculina, que no la puedo entender. Pero la rutina de la guerra es impresionante. Descubrí que el arma es bonita: fusiles, minas, tanques. El humano ha pensado mucho sobre qué manera es la más eficaz para aniquilar a otra persona.
Vi cargar ataúdes de zinc con los fallecidos al Tulipán Negro, el avión que iba a la patria. A los muertos, muy a menudo, los vestían con el uniforme militar antiguo de los años 40 con galliffet, aunque a veces también faltaba dicho uniforme. Los soldados hablaban entre sí: «Han traído al frigorífico a los nuevos soldados asesinados. Parece que huele a jabalí pasado». Voy a escribir sobre esto. Temo que en casa no me creerán. En nuestros periódicos escriben sobre el paseo de la amistad que plantan los soldados soviéticos.
Hablo con los muchachos. Muchos de ellos vinieron voluntariamente. Pidieron venir aquí. Noté que la mayoría eran de las familias de gente culta: profesores, médicos, bibliotecarios… Gente de libros. Sinceramente soñaban con ayudar a construir el socialismo en el pueblo afgano. Ahora se ríen de sí mismos. Me mostraron un sitio en el aeropuerto donde yacían los ataúdes de zinc que misteriosamente brillaban bajo el sol. El oficial que me acompañaba no pudo contenerse: «Quizás aquí está mi ataúd… Me meterán aquí. ¿Para qué lucho entonces en este lugar?», pero en seguida se asustó de sus propias palabras: «No apunte esto».
Por la noche soñé con los fallecidos. Todos tenían caras de sorpresa: «¿Cómo que he sido asesinado?, ¿acaso estoy muerto?».
Junto a las enfermeras, fui al hospital para los afganos que no participaban en la guerra. Llevamos regalos para los niños: juguetes infantiles, bombones y galletas. Me dieron cinco osos de peluche. Legamos al hospital que era una barraca larga, cuyas camas y ropa de cama solo consistían en un edredón. Se me acercó una mujer afgana con un niño en los brazos y quería decirme algo, ya que hasta los diez años todos aprendían a hablar un poco de ruso. Le di el juguete al niño y lo cogió con los dientes. «¿Por qué con los dientes?», pregunté sorprendida. Entonces, la mujer quitó el edredón del cuerpecito pequeño; el niño no tenía manos. «Es culpa de tus rusos que nos bombardean». Alguien me sujetó, yo caía…
Vi como nuestro grad (sistema múltiple de lanzamiento de cohetes soviético) convierte las kishlaks (casas rurales en Afganistán) en un campo arado. Estuve en el cementerio afgano, tan largo como un kishlak. En alguna parte del cementerio gritaba una vieja afgana. Recordé cómo en una aldea en afueras de Minsk metían en una casa un ataúd de zinc y cómo aullaba la madre. No era un grito humano, tampoco animal… Se parecía a aquel que oí en el cementerio de Kabul.
Confieso que no me liberé de inmediato. Yo era sincera con mis protagonistas y ellos confiaban de mí. Cada uno de nosotros teníamos nuestro propio camino hacia la libertad. Antes de visitar Afganistán, yo creía en el socialismo con su cara más humana. De allí volví libre de todas las ilusiones. «Perdóname padre —dije yo en el encuentro—, me educaste con la fe en los ideales comunistas. Para que tus palabras se conviertan en ceniza, hace falta ver solo una vez cómo los que eran antes niños soviéticos, a los que enseñabais con mi madre (mis padres eran profesores rurales), matan a la gente desconocida en tierra ajena. ¡¿Somos asesinos, padre, lo comprendes!?». Mi padre rompió a llorar.
De Afganistán mucha gente volvía libre, pero tengo otro ejemplo. Allí, en Afganistán un muchacho me gritaba: «Tú, mujer, ¿qué puedes entender de la guerra? ¿Acaso la gente muere como en los libros y en el cine? Allí se muere de una manera bonita, pero ayer mataron a mi amigo, una bala dio a la cabeza. Él continuaba corriendo unos diez metros mientras cogía sus sesos». Después de siete años, este mismo joven, que ahora es un hombre de negocios reconocido, habla con gusto de Afganistán. Me llamó un día: «¿Para qué son tus libros? Son demasiado espantosos». Ya era otra persona, no el mismo que vi esquivando la muerte y que no quería morir a los veinte años…
Me preguntaba a sí misma ¿qué libro sobre de guerra me gustaría escribir? Me gustaría escribirlo sobre la persona que no dispara, la que no puede disparar a otra persona. Aquella persona a la que el solo pensamiento sobre la guerra le causa sufrimientos. ¿Dónde está? No la encontré.
1990-1997
La literatura rusa es interesante por ser la única que puede contar la experiencia concreta de este enorme país. Muy a menudo me preguntan: ¿Por qué escribe usted siempre sobre lo trágico? Porque así vivimos. Aunque vivimos ahora en diferentes países, en todos los lugares vive el hombre rojo de aquella vida y con aquellos recuerdos.
Durante mucho tiempo no quise escribir sobre Chernóbil. No sabía cómo reflejar esa realidad, con qué instrumento ni desde dónde empezar. El nombre de mi país pequeño y perdido en Europa, del que el resto del mundo prácticamente no sabía nada, pasó a escucharse en todos los idiomas. Sin embargo, nosotros, los bielorrusos, nos convertimos en el pueblo de Chernóbil. Somos los primeros que tocamos lo desconocido. Se hizo patente que, a pesar de desafíos comunistas, nacionales y religiosos, nos esperaban desafíos más furiosos y totales, pero imposibles de prever. Aunque después de Chernóbil, hubo algo que comenzó a abrirse.
Se quedó en la memoria colectiva que un taxista viejo maldijo lo siguiente cuando una paloma se chocó contra el parabrisas: «Al día chocan tres o cuatro pájaros, pero en los periódicos dicen que la situación está bajo control».
En los parques de la ciudad, rastrillaban las hojas y las llevaban a las afueras donde las enterraban. También recogían la tierra con las manchas contaminadas y la enterraban: la tierra enterrada en la tierra. Enterraban leños y hierba. Todos tenían unas caras un tanto desencajadas. Un apicultor viejo contó: «Salí por la mañana al jardín y faltaba algo, no estaba presente el ruido familiar. No había ninguna abeja… No se oía a ninguna abeja. ¡Ni una! ¿Cómo? ¿Qué pasaba? No salieron ni al segundo día ni al tercero… Luego nos comunicaron que había habido una avería en la central atómica cercana. Durante mucho tiempo no supimos nada. Las abejas lo sabían, pero nosotros no». La información de Chernóbil en los periódicos contenía solamente palabras bélicas: explosión, héroes, soldados, evacuación… En la central trabajó KGB (El Comité para la Seguridad del Estado). Buscaron espías y saboteadores. Hubo rumores de que la avería fue una acción planeada por los servicios especiales para socavar el campo socialista. Hacia Chernóbil se dirigían las máquinas militares y los soldados. El sistema funcionaba como siempre, de una manera bélica, aunque el soldado con un fusil nuevo en este mundo nuevo era una estampa trágica. Todo lo que podía recibir eran grandes dosis radioactivas y morir cuando volviera a casa.
Delante de mis ojos, la «persona antes de Chernóbil» se convertía en la «persona de Chernóbil».
La radiación no se podía ver, tocar, oler… El mundo conocido que nos rodeaba ya era desconocido. Cuando fui a la zona, me explicaron rápidamente que no se podían arrancar flores, ni sentarse en el césped ni tomar agua del pozo. La muerte se escondía en todas partes, pero ya era una muerte diferente tras unas máscaras nuevas, con un aspecto diferente. Las personas mayores que sobrevivieron a la guerra fueron evacuadas de nuevo. Así miraban al cielo: «Hace sol… No hay ni humo, ni gas. No disparan. ¿Acaso es la guerra? Pero hay que volver a convertirse en refugiados».
Por la mañana, todos cogían ansiosamente los periódicos y de inmediato los dejaban con decepción: los espías no habían sido encontrados. No se escribía sobre los enemigos del pueblo. El mundo sin los espías y sin los enemigos del pueblo también era desconocido. Comenzaba algo nuevo. El suceso de Chernóbil después de Afganistán nos hacía un pueblo libre.
El mundo se abrió para mí. En esa zona no me sentía bielorrusa, rusa o ucraniana, ya que toda representación de la especie biologica podía haber sido aniquilada.
Coincidieron dos catástrofes: la social, pues se hundía bajo el agua la Atlántida socialista, y la cósmica con Chernóbil. El colapso del imperio preocupaba a todo el mundo. La población estuvo muy preocupada por cuestiones del día a día, como qué comprar y cómo sobrevivir, en qué creer, a qué bandera unirse… ¿Acaso hay que aprender a vivir sin «la gran idea»? Esto último es imposible de concebir porque nunca habían experimentado estas catástrofes. Ante el hombre rojo aparecían cientos de preguntas y las sufría a solas. Nunca había estado tan aislado como en los primeros días de la libertad.
A mi alrededor había muchas personas conmocionadas. Las oía.
Cierro mi diario…
¿Qué pasó con nosotros cuando cayó el imperio? Antes el mundo se dividía: los verdugos y las víctimas —el GULAG—, los hermanos y las hermanas, la guerra y la democracia, las tecnologías y el mundo contemporáneo. Antes, nuestro mundo se dividía también en los que cayeron presos y los que metían al resto en prisión; ahora se divide en eslavófilos y occidentalitas, en traidores de la nación y patriotas. También hay división entre los que pueden comprar y los que no. Lo último, diría yo, es una prueba cruel postsocialista, porque hace poco todos éramos iguales. El hombre rojo no pudo entrar en el reino de la libertad sobre el cual soñaba en su cocina. A Rusia la dejaron sin él y este hombre se quedó sin nada. Despreciado, robado, agresivo y peligroso.
Estas son algunas de las sentencias que escuchaba cuando viajaba por Rusia;
- La modernización en nuestro país es solo posible con sharashkas (prisiones para científicos y pelotones de fusilamientos).
- El hombre ruso no quiere ser rico, incluso teme serlo. Pero entonces, ¿qué quiere? Siempre quiere una cosa: que otra persona no sea rica o, al menos, más rica que él.
- Un hombre honesto aquí no lo vas a encontrar, pero un santo sí.
- No esperemos que la gente no sea azotada; el hombre ruso no entiende la libertad, él necesita un cosaco y un azote.
- Dos palabras rusas esenciales: la guerra y la prisión. Robó, se divirtió, cayó preso… salió de la prisión y de nuevo cayó preso…
- La vida rusa debe ser maliciosa y miserable. Solo entonces se alza el alma, reconoce que no pertenece a este mundo… Cuanto más sucia y más sangrienta es la realidad, más espacio tiene el alma…
- Para una nueva revolución no hay fuerzas ni locura. No hay coraje. La persona rusa necesita una idea que provoque escalofríos…
- Así vaga nuestra vida entre el desorden y la barraca. El comunismo no murió, el cadáver está vivo.
Me tomo la valentía de decir que perdimos la oportunidad que tuvimos en los 90. A la pregunta sobre cómo debe ser el país, si es mejor que sea fuerte o digno, donde con la segunda opción la gente vive bien, fue elegida la primera: fuerte. De nuevo, es el tiempo de la fuerza. Los rusos luchan contra los ucranianos. Contra sus hermanos. Mi padre es bielorruso, mi madre ucraniana. Y muchas familias eran así. Además, los aviones rusos bombardearon Siria.
El tiempo de la esperanza reemplaza al tiempo de espanto. El tiempo vuelve sobre sus pasos. Es el tiempo second-hand…
Ahora no estoy segura de si terminé de escribir la historia del hombre rojo…
Y tengo tres casas: mi tierra bielorrusa, la patria de mi padre y donde viví toda mi vida; Ucrania, la patria de mi madre, donde yo nací; y la gran cultura rusa sin la cual no me imagino. Son muy importantes para mí. Pero es difícil hoy en día hablar de amor.
El discurso en el banquete del Nobel de Svetlana Aleksiévich
Agradezco a la Academia Sueca tan alto galardón del que no me atrevo a apropiarme. Lo concibo como el reconocimiento a muchas generaciones de la población soviética que hasta hace poco vivían en un país enorme, la Unión Soviética, el laboratorio marxista del futuro lúcido, como reverencia hacia sus sufrimientos y su dolor. Generaciones que desaparecían en los campos estalinistas y en las minas de Magadan y Vorcutá, que recibían un tiro en la nuca detrás de los muros de NKVD [1], que fallecían en los frentes de la Segunda Guerra Mundial y de otras guerras que dirigía el imperio. El gran imperio se tragaba despiadadamente a sus hijos. Las ideas no sienten el dolor; la lástima reside en la gente que sufre.
Durante la perestroika soñábamos con la libertad, pero nos encontrábamos en otro punto de la historia. En el espacio postsoviético, en vez de libertad floreció el autoritarismo de diferentes tipos: ruso, bielorruso, kazajo… De forma lenta e insegura, salimos de los escombros del imperio rojo. Una de las protagonistas de mi libro Tiempo second-hand, cuya familia murió después de ser desterrada a Siberia, cantaba con las lágrimas en los ojos, en la cocina, donde estábamos juntas:
La mañana alumbra con su luz roja
las paredes del Kremlin antiguo.
Se despierta con el alba
toda tierra soviética…
Ardiente,
vigorosa,
por nadie es vencida.
Mi país,
mi Moscú.
Eres el más amado…
El pasado no la soltaba de su fuerte abrazo. Le enseñaron a creer. En ella vivía aquella niña a la que Stalin le quitó todo, pero ella seguía creyendo… ¿En qué?
Quiero decir algo sobre mi país, Bielorrusia. En Minsk, en el aeropuerto cuando iba a Varsovia, se me acercaron dos muchachas que lloraban: «¡Muchísimas gracias! ¡Entiende que ahora existimos! Ahora todos saben dónde está Bielorrusia». Este agradecimiento os lo entrego a todos vosotros. Después del golpe de estado de agosto de 1991, cuando Bielorrusia recibió la independencia, ya habían crecido muchas generaciones. Cada uno ya tenía su revolución. Muchas personas salían a las plazas porque querían vivir en un país independiente. Las golpeaban, las mandaban a prisión, las echaban de los institutos, las despedían de los trabajos. Nuestra revocación no había ganado, pero teníamos a los héroes de la revolución.
La libertad no es una fiesta rápida como soñábamos. Es un camino largo. Ahora lo sabemos.
Todos vivimos en un mundo común llamado Tierra. Sin embargo, este, nuestro mundo, se volvió incómodo. Enciendes la televisión y allí con histeria el presentador cuenta los avances en nuevos aviones y barcos, ya sea en Rusia o en América, en diferentes países e idiomas.
De nuevo, ha empezado la época de la barbaridad. La época de la fuerza. La democracia se rinde. Recuerdo los años 90, cuando pensábamos, y vosotros pensabais, que estábamos entrando en un mundo seguro. Recuerdo los diálogos de Gorbachov con el Dalái lama sobre el futuro, sobre el final de la historia… Ahora todo eso parece un cuento bonito. Ahora somos testigos de nueva batalla contra el mal. Somos los testigos de la batalla y de sus participantes.
¿Qué puede hacer el arte? La finalidad del arte es recopilar lo humano del humano. Sin embargo, cuando estuve en la guerra de Afganistán y, más recientemente, cuando he hablado con los refugiados de Dombás, he sido consciente de la rapidez con la que desaparece la cultura de la persona y surge el monstruo. Se desnuda la bestia… Pero yo escribo. Continúo escribiendo. Escribo como me enseñaron mis maestros, los escritores bielorrusos Alés Adamóvich y Vasil Bykau, a los que quiero recordar con agradecimiento hoy, de la misma manera que me enseñaba mi abuela ucraniana, quien me leía de memoria durante mi infancia el Kobzar de Taras Shevchenko.
¿Para qué escribo y por qué? Me llaman la escritora de las catástrofes, pero no es verdad, pues siempre busco las palabras del amor. El odio no nos salvará. Solo amor. Eso espero…
Para despedirme, me gustaría que en esta sala sonara el idioma bielorruso, el de mi pueblo:
«En una aldea bielorrusa, una anciana me despidió con las palabras: “Pronto iremos por diferentes caminos. Gracias por escucharme y por llevar mi dolor a la gente. Te pido, cuando te vayas, que vuelvas a mirar mi casita; no solo una vez, sino dos veces. La segunda vez es cuando la persona vuelve a mirar con corazón”. Yo quiero agradecerles su corazón, porque habéis oído nuestro dolor».
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Svetlana Aleksiévich
Traducción al español de Katsiaryna Rudenia
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Nota
[1] El Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos