El espíritu de la colmena: 50 años
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El espíritu de la colmena: 50 años
En un pequeño y desolado pueblo todavía con las heridas abiertas de la guerra incivil, dos niñas de 8 y 6 años entran en un espacio donde se proyecta El doctor Frankenstein, y cuando salen, ya no volverán a ser las mismas, sobre todo Ana, la más pequeña. Ese misterioso y cautivador poder, el poder de la ficción en general y el del cine en particular es lo que muestra con sutil elocuencia El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, que cumple medio siglo.
Hay autores que desentrañan las realidades entre las que vivimos; otros, en cambio, se limitan a captarlas y mostrarlas, como si con ello no se arriesgara tanto en poder banalizar el asunto y, precisamente por ello, se le hiciera mayor justicia, justicia que es verdad. Creo que Víctor Erice pertenece a esta segunda estirpe. Parece que lo primero que le importa es saber contar bien una historia, con los recursos que te ofrece el medio, en este caso el cine.
Y eso lo consigue, y de qué forma, en El espíritu de la colmena con esa mirada lenta que recorre los cuerpos demorándose en ellos tan poética como amorosamente. Es el espectador el que ha de ir sabiendo leer entre imágenes, pues el autor no nos va a permitir la ilusión de que hemos podido desentrañar por entero la obra, sino que más bien va a señalar que hay un misterio de fondo que resulta acaso impenetrable si somos justos con la realidad que nos rodea.
Es curioso que Ana, la niña de 6 años que junto a su hermana entra al cine y no regresa ya más, queda cautivada con el monstruo, Frankenstein, pero a veces, no pocas, no elegimos la criatura que nos hechiza y seduce: es como si fuéramos elegidos por ella. Alterada y transformada por lo que ha visto, Ana está dispuesta a seguir los pasos de la niña de la película, a pesar de que ha visto que acaba desfallecida entre los brazos de su padre.
De este modo hay que ser un tanto insensible para no conmovernos al ver cómo ella trata a ese hombre herido que se refugia en aquella casa abandonada, de igual manera que la niña de la película trata al monstruo. A pesar de que puede herirla, incluso matarla, ella se entrega a ofrecerle lo que necesita. Gracias a ello consigue tratarlo y, de forma recíproca, ser tratada, como acaso ese hombre no ha sido tratado nunca. Por supuesto que de una forma más civilizada que esos bárbaros que lo descubren y lo cosen a tiros. Pero son los tiempos, dirán algunos, las consecuencias de la guerra fratricida, añadirán otros.
Emociona ver que como no ha podido seguir realizando el sueño que engendró viendo la película, esto es, como han matado a su monstruo, ella se escapa en busca de una aventura como la que vivió la niña. Y así frente al río logra ver por fin al monstruo o a alguien idéntico, porque a veces, no pocas, fundimos y confundimos lo real y lo imaginario. Que se lo pregunten a Don Quijote.
También engendra monstruos el sueño del deseo, que como indicó un poeta, “es una pregunta cuya respuesta no existe”. Ese es el deseo que Ana, perdida en una casa sin afecto y desencantada, así como en un país sórdido, busca, el mismo deseo, el mismo sueño que alguna vez tuvimos al entrar a un cine y al no regresar ya nunca más a ser los mismos de entonces.
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Fotogramas seleccionados de El espíritu de la colmena [1973 – Víctor Erice]
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Sebastián Gámez Millán
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