Amor y muerte en Esnapur
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Amor y muerte en Esnapur
Hacia el final de la primera de las dos películas que conforman el díptico compuesto por El tigre de Esnapur y La tumba india, la pareja de amantes formada por el arquitecto alemán Harald Berger y la bailarina Seetha, que intenta huir a través del desierto de los hombres enviados por el maharajá de Esnapur, Chandra, apasionadamente enamorado de la muchacha, comprende que los obstáculos se acumulan sobre ellos. Agotada, Seetha se desploma entre las dunas, bajo el ardiente sol, y su enamorado, cuya furia pasional le impide aceptar la derrota sin rabia, saca la pistola y la alza contra el refulgente astro, disparando contra él su cargador, tras lo cual él asimismo se desploma junto a su amada, pero todavía tiene fuerzas para buscar la mano de ella y desvanecerse tras aferrarla, mientras la arena va cubriendo los cuerpos yacentes. No se me ocurre mejor ejemplo para definir lo que es el romanticismo químicamente puro en el cine (romanticismo en el sentido germánico del término, nobleza obliga) ni mejor conclusión de una película dividida en su día en dos partes (todavía no eran «obligadas» las trilogías) para impelir al espectador a buscar la segunda parte y descubrir qué peripecias seguirán envolviendo a esa pareja y al vengativo soberano que los persigue.
Fritz Lang contaba con sesenta y ocho años cuando rodó esta escena. A la edad en que se supone que la ancianidad mitiga nuestro ardor y nos envuelve en tranquila (o escéptica) serenidad, el maestro alemán demostraba que la pasión no es coto cerrado de ninguna etapa de la vida, creando la que para mí es una de las obras maestras del cine en toda su historia, más allá de géneros y contenidos. Quisiera con las líneas siguientes saber comunicar algo de esa fascinación que esta película contagia a todo aquel que abra su corazón y deje que penetre un soplo, uno solo, de la furiosa ráfaga de cine puro que recorre sus imágenes.
Lang había finalizado dos años atrás sus dos décadas de trabajo en Hollywood, etapa cerrada con el amargo fracaso de sus dos últimas películas, Mientras Nueva York duerme y Más allá de la duda (ambas de 1956), dos thrillers en los que el cineasta había vertido una mirada muy sombría sobre esa América minada moralmente por el macarthismo. En ese momento le llegó una oferta de su país natal, procedente del poderoso productor Artur Brauner, que le ofrecía la posibilidad de realizar un remake de uno de los grandes éxitos del cine mudo nacional —La tumba india, dirigida por Joe May, y ya dividido en dos partes—, cuyo guion precisamente había escrito él mismo junto a su esposa (la magnífica y menospreciada, porque ella sí se avino a permanecer en la Alemania nazi, Thea von Harbou), a partir de una novela escrita en solitario por esta última. Puesto que en su momento ya había querido dirigir esta historia, se entiende su entusiasmo.
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La trama de este díptico incomparable se organiza en torno a dos ejes argumentales: la pasión que enfrenta a Chandra, maharajá de Esnapur, y a Harald Berger, arquitecto alemán a quien el primero ha hecho venir desde Europa para modernizar su estado, por la bellísima bailarina Seetha; las intrigas que tienen lugar, a espaldas del desprevenido Chandra, por arrebatarle su trono, que unen a distintas fuerzas de Esnapur lideradas por su tenebroso hermano Ramigani.
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El tigre de Esnapur (título mediante el cual, desde ahora, me referiré al díptico) es toda una recuperación del amor que Lang sintió por ese tipo de cine que los críticos (unos con cariño, otros con condescendencia, y muchos más con disgusto) llaman serial. Es decir, cine puramente argumental, que en este caso concreto une con completa falta de prejuicio la aventura exótica (subsección India milenaria) con el romance desatado, la intriga palaciega con el cine fantástico-legendario. Un tipo de historia que no conoce pausa, en el que constantemente «suceden cosas», con personajes de ese tipo que se pueden definir con pocas palabras (algunos creen que eso denota falta de complejidad: allá ellos, pero el capitán Nemo o Peter Pan poseen tanta densidad como la Regenta o los hermanos Karamázov, por citar criaturas literarias que, todas ellas, me apasionan).
Ahora bien, si hay una etiqueta que prefiero sobre otras para definir El tigre de Esnapur es que se trata de una fantasía sobre la India al estilo de las propuestas por novelistas como Rudyard Kipling o Emilio Salgari, los cuales, con mayor o menor conocimiento de causa nos ofrecieron en sus inolvidables historias un concepto de esa civilización como encarnación del misterio impenetrable, de una complejidad cultural y psicológica con la cual el hombre occidental, por mucho que pase años intentando impregnarse de ella, jamás podrá familiarizarse. De hecho, el contraste entre mundos y conceptos de la vida, entre oriente y occidente, es uno de los elementos fundamentales de la película.
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Lang entiende bien que si los europeos contemplan la India como un lugar que es inútil comprender, ante el cual prevalece la sensación antes que la razón, es por las limitaciones de su perspectiva occidental: ellos prefieren sentirse fascinados antes que intentar comprender ese mundo, del cual, eso sí, aspiran a poseer su belleza. ¿Cómo no va a enamorarse Berger de la primera mujer bella que encontrará, allí mismo, y que casi diríase que surge ante sus ojos como el objeto en que concentrar su recién descubierta fascinación por ese país que pisa por primera vez?
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El componente esencial que vertebra El tigre de Esnapur gira en torno al contraste entre mundos y culturas. Así, cuando Chandra recibe a Harald Berger en su palacio señala una primera diferencia entre la India y el mundo occidental que representa el arquitecto: «¿Qué es el tiempo frente al aliento del mundo?», a lo que Berger replica que él cuenta en horas. (Mucho más tarde, el maharajá, devorado por los celos y el odio, mientras ordena la persecución de los dos enamorados, señalará que por primera vez experimenta la sensación europea de la prisa).
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Pero es a través del personaje de Sheeta como mejor se advierte la escisión entre dos mundos, y su primera manifestación es la bella escena en que, cuando todavía no se han declarado su amor, los dos personajes hablan al borde de un estanque y, de modo mágico, una composición que toca la muchacha le revela a Berger las raíces irlandesas de la joven. Ahora bien, justo cuando él la hace inclinarse sobre su reflejo para que vea cómo sus rasgos delatan ese origen europeo, algo agita las aguas y hace desaparecer sus rostros. Berger señala que ha sido una piedra; Seetha, respondiendo a la voz de sus ancestros orientales, teme que haya sido el enfado de los dioses, ante su transgresión.
Un elemento admirable es la ecuanimidad del cineasta en el dibujo de personajes, lo que resulta fundamental para conseguir la credibilidad dramática. El ejemplo fundamental es la excelencia del retrato del personaje más conseguido de la película, precisamente ese maharajá magníficamente contradictorio que, siendo en teoría el villano obcecado que trata de impedir el amor sincero que se tienen los dos protagonistas, ante todo es un hombre equivocado, al que ciega el hábito de ver satisfecho el menor de sus deseos. Si inicialmente Chandra aparece caracterizado como un hombre melancólico, que aún no se ha repuesto de la pérdida de su mujer, no tardan en vislumbrarse líneas de sombra que traducen su orgullo y pasión, que emergen con furia tan pronto descubre que esa mujer que ha de ser suya ama a otro.
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Es estupenda la escena (en el segundo capítulo) en que acaba manifestando su terrible capacidad para odiar, al expresarle al arquitecto Rhode, cuñado y jefe de Berger que llega cuando ya ha estallado el drama, que ha decidido variar sus planes: lo había llamado para construir hospitales y escuelas, pero ahora debe concentrar sus esfuerzos en la erección de una tumba para su gran amor perdido. A las preguntas que el desconcertado Rhode le hace acerca de esa mujer fallecida que tanto debió de amarle, Chandra responde, embargado por el odio luciferino, que no debe pensar ni que esa mujer le correspondiera ni que haya muerto: el «civilizado» europeo, claro, queda consternado ante tal declaración. Después, más sereno pero igualmente implacable, Chandra señala ante Irene, la hermana de Berger, que si bien su tumba va a ser construida como un monumento del odio, en cien años nadie lo recordará y permanecerá como un monumento al amor.
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Debe señalarse la magnífica interpretación, en el papel de Chandra, del actor Walther Reyer, que exhibe una intensidad sobrenatural: así, la forma de mirar a Sheeta bailando ante la estatua de la diosa transmite tal fuego interior que llega a asustar. A su lado, desmerece un tanto el actor que encarna a Berger, Paul Hubschmid, sin duda efectivo pero mucho más unidimensional. El vértice femenino del relato corresponde a la adorable actriz estadounidense Debra Paget, la cual está sencillamente deslumbrante, convenciendo por completo del poderoso embrujo que provoca en los dos: pocas veces se ha asistido en pantalla a semejante exhibición de erotismo, que en las sugerentes escenas de baile subrayan tanto sus movimientos (se entiende que hipnotice a la enorme serpiente ante la que danza) como la práctica desnudez que le otorga su atavío. Ahora bien, también la interpretación de la actriz es magnífica (de hecho, la mejor de toda su carrera), por la forma en que consigue transmitir de principio a fin el desgarro sensual de esa mujer primero escindida entre dos mundos y luego maltratada por ese hombre que ha revertido su amor en furioso odio.
La traducción en términos visuales de esta enmarañada red de odios, pasiones y turbulencias culturales está representada por el laberinto de pasadizos subterráneos que se extiende debajo del palacio de Esnapur, en el cual transcurre una buena parte de la acción. Laberinto que esconde el mayor horror (la leprosería donde Chandra ha hecho esconder de la luz del día lo que considera lo más deforme de su reino, los calabozos donde todavía se dejan ver los esqueletos, encadenados, de los desgraciados que allí murieron) pero que también une a los dos amantes (el pasadizo permite a Berger espiar los bailes rituales de Seetha y poder huir con ella del palacio). El laberinto, además, está minando los cimientos de Esnapur, al dejar filtrarse el agua del lago superior, y por tanto es también símbolo de ese entramado de corrupción y engaños que no tardará en hacer desmoronarse el reino.
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Si simbólico es este espacio inferior, también lo es, en grado sumo, el espacio superior. Sheeta suspira en las riquísimas habitaciones del Palacio de las Aguas, lejos de Berger, mientras contempla un pajarillo encerrado en una jaula dorada, al igual que ella. El maharajá da de comer con complacencia a los tigres enjaulados, lo que permite adivinar que ese tigre al que se refiere el título no es sino él: y no será un tigre tan fácil de doblegar como aquel al que Berger mata al principio de la película y que le sirve para darse a conocer a la bailarina.
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Pero, ante todo, El tigre de Esnapur es una lección arrebatadora de cine puro, una de estas películas que deja sin aliento por su atractivo visual, por la formidable sucesión de peripecias, por la genial densidad dramática que impregna todas estas. Elijo un momento como afortunado botón de muestra. Se trata de esos planos en vertiginoso contrapicado de la colosal diosa de enormes pechos ante la que baila Sheeta, a la que esta contempla como si esperara una respuesta de ella a su angustia espiritual y cuyos ojos entrecerrados delatan el desdén con que los seres sobrenaturales deben contemplar a los hombres. El turbulento erotismo que desprende Debra Paget (y que contemplan, con ojos ardientes, el maharajá y el arquitecto, este último de modo encubierto), el hálito fantastique de la secuencia (¿cómo estar seguros de que, en realidad, la diosa no ha decidido ya todo el sufrimiento que va a caer sobre su blasfema bailarina, capaz de traicionar la castidad que le debe por el amor de un mortal?), la densa red de intrigas que bulle en el ambiente (es bien significativo que, salvo Chandra y Berger, todos los demás personajes —Ramigani, el iracundo cuñado del primero o los sacerdotes— solo parezcan espiar al maharajá, tramando ya la traición, inmunes por tanto a la salvaje atracción de la bailarina) o la atmósfera visual que emana del estupendo decorado de ese templo subterráneo; todo ello, en fin, supone una inmejorable traducción del genio de El tigre de Esnapur y de su creador, Fritz Lang.
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José Miguel García de Fórmica-Corsi