SOBRE GENEROSIDAD, ESTUPIDEZ Y RESENTIMIENTO
Un 8 de junio del lejano 1810, vio la luz Robert Schumann, un músico sólido y enérgico que exploró los límites de la estructura compositiva gracias a su apuesta por el imperio de las emociones, a veces desbordadas, en feliz cópula con los requiebros filosóficos. Ha sido Schumann una presa fácil para psicólogos estúpidos y desaprensivos. Han hecho estos uso profesional de las oscilaciones maniaco-depresivas de la biografía del autor de la Sinfonía Renana para convertirlo en un campeón con caché del trastorno bipolar. En su época esos altibajos eran el precio del genio, la cercanía a la divinidad, el código de barras de los espíritus creativos. Extraño festejo el mío: he pasado rápidamente de escuchar solemnemente La doncella y la muerte de Franz Schubert a sentir en todos los poros de mi piel la sobredosis de adrenalina de la canción “London calling” de los Clash, recordando esos tiempos remotos de la juventud en los que me hubiera gustado tener pelo suficiente como para exhibir una exuberante cresta multicolor ante mis primeros alumnos madrileños, algunos de ellos mayores que yo, como si pudiese con ello encarnar al simbólico “león” de Nietzsche, en la fase terminal del nihilismo.
Esta antigua viñeta de “El Roto” que tengo ante mis ojos se me antoja profundamente amarga. Con el alambre de espino recorriendo el fondo de la imagen, un herido barbado lanza una dolorida mirada al infinito y, con el brazo en cabestrillo, nos dice que “todas las vendas traen heridas de guerras anteriores”. La memoria es un exquisito instrumento de placer, un dulce filtro amoroso a veces, pero también levanta las ásperas costras de las heridas más profundas y nos deja casi desnudos, con la piel en carne viva. No he tenido que esforzarme demasiado para recordar aquí las palabras sinceras del filósofo Rafael Argullol en la conferencia sobre los placeres de la imaginación que nos regaló el 6 de junio pasado en la casa que Gerald Brenan habitó en Churriana-Málaga, bajo el manto protector de la Fundación Rafael Pérez Estrada, un enorme poeta malagueño. Argullol trata de huir de los paisajes intelectuales fecundados con la semilla del resentimiento, de esa gris y afilada mediocridad propia de los funcionarios de Kafka o del pintor Francis Bacon, y ha tejido con un hilo voluptuoso y descuidado un libro diferente, Poema. Un poema que no es un poema, como le pasa a la pipa que no es una pipa del cuadro de René Magritte.
Un resentimiento que se enrosca como un reptil sibilante y antítesis dialéctica con otro de los motivos de mi singular celebración, momentos antes de saludar el inicio del nuevo año: la generosidad de la ciudadanía española en materia de trasplantes, a la cabeza del mundo, de este mundo cruel. Nunca se me olvidará que me convertí en donante de órganos el mismo día en el que me comunicaron la adquisición de una nueva condición laboral, como funcionario de carrera. Una contradicción en los términos, pensé, puesto que en la vida todos somos “interinos”. Mi estabilidad laboral no era sino un hegeliano ardid de la razón, un consuelo fantasmagórico. Por si acaso, he procurado que mi servicio a la ciudadanía en casi treinta y dos años no estuviera marcado por la provisionalidad de nuestra naturaleza contingente, aun siendo consciente de la ficción vital. Yo quería tener un peinado erecto, una cresta irisada con la que pudiera cortar el aire viciado de envidiosos y frustrados, pero acabé siendo tan calvo como mi padre y teniendo que recurrir a una esponjosa nariz de payaso para dar un toque de color a la palidez de mi rostro.
Por cierto, también a principios de junio, nos enteramos de que cinco personas con alopecia habían muerto asesinadas en Zambecia, una provincia del centro de Mozambique, con objeto de extraerles los órganos para su uso en rituales de dudoso gusto para un calvo como yo. Al parecer, los calvos tenemos “oro en la cabeza” para algunos mozambiqueños –lo que invita a la decapitación bien temperada- y poderes sobrenaturales en algunas partes de nuestro cuerpo serrano. No he investigado de qué partes se trata, para no aumentar mi desazón. Lo que tengo claro es que, de momento, no me voy de vacaciones a Mozambique, por si las moscas. Acto seguido he invocado, vía Voltaire, la memoria del profeta Oseas, quien no dudó en pedir al mismísimo Yahvé que vengara la afrenta de unos niños. A estos no se les ocurrió otra cosa que reírse de Oseas llamándole calvo. El resultado es digno de un cuidado guión de Quentin Tarantino: un oso apareció detrás de un montículo y devoró a las criaturas con una ferocidad envidiable.
Dicen los especialistas, como el filósofo flamenco contemporáneo Roland Breeur, el escritor austríaco Robert Musil (1880-1942) o el discípulo de Hegel Johann Eduard Erdmann (1805-1892), que la estupidez, clara expresión de ignorancia e inmadurez provoca notables efectos en quienes la presencian o padecen, llegado el caso. No hay duda de que la estupidez es un potente imán que provoca fascinación y hasta miedo. No es una simple etapa en el desarrollo del pensamiento desde los niveles más elementales, sino una situación vital que amenaza a éste desde dentro, sin requerir el concurso de invasiones alienígenas. Lo grotesco, lo idiota, lo estúpido, mueven a la risa. Resulta placentero y nos divierte, casi con melancolía, puesto que nos recuerda nuestros defectos, cuando adoptamos un punto de vista de superioridad. Nos sentimos dichosos, gozamos con la diversión, porque pensamos que nuestro lugar dista mucho de ese en el que reina la ingenuidad y el caminar torpe, atolondrado e intelectualmente desaliñado de la infancia. Pero, no pocas veces, nos vemos apeados del pedestal: ya no estamos seguros de nuestra superioridad, y la estupidez nos puede llegar a suscitar entonces enfado, una impaciencia indómita, irritación y halos de crueldad.
Unos resentidos debieron ser también los artífices del robo en Murcia, hace meses, del entrañable instrumento de percusión de ese aficionado de sesenta y ocho años de edad con problemas cardíacos recientes conocido como Manolo “El del Bombo”, aprovechando un descuido de su propietario en la coyuntura de un encuentro de fútbol amistoso de la selección nacional. El bombo de marras fue recuperado al poco tiempo, para solaz y sosiego de nuestra memoria histórica, y su bendito parche no resultó herido. Algo que no se ha podido conseguir, por el momento, con el “carro” de la conocida canción de otro Manolo, Manolo Escobar. Y a fin de cuentas, ¿qué salvaría usted con un mayor convencimiento, el bombo del ínclito Manolo o a un funcionario calvo y cincuentón como yo?
Rafael Guardiola Iranzo