Guillermo Brown el travieso, el proscrito, el genial – José Miguel García de Fórmica-Corsi

Guillermo Brown el travieso, el proscrito, el genial – José Miguel García de Fórmica-Corsi

Guillermo Brown el travieso, el proscrito, el genial

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Guillermo Brown el travieso, el proscrito, el genial

Guillermo Brown, once años, pelo perpetuamente desgreñado, ropas delatoras de un ejercicio físico que no repara, claro, en la pulcritud que siempre exigen los adultos. Capitán por aclamación diaria de los Proscritos, pirata, piel roja, explorador, detective, caníbal… ¿Quién recuerda a Guillermo Brown? Habrá quien piense que es una broma privada de escritores como Fernando Savater o Javier Marías, una invención compartida por varios intelectuales de esa generación cuya infancia transcurrió en los años 50 y que, para compensar la escasa excitación que despierta esa época, crearían el nostálgico mito de un niño protagonista de un conjunto de libros infantiles que, pese a tal etiqueta, desbordan de amor por la aventura, cuestionamiento auténtico de las convenciones adultas y, sobre todo, una increíble capacidad para poder identificarse con un entorno que, sin embargo, tendría que habernos parecido tan exótico como la India de Kipling o la Tierra Media de Tolkien: una Inglaterra rural que ni por asomo tenía algo que ver con su equivalente hispano. Pero sí, Guillermo Brown existió. Nacido en 1919 en Inglaterra, fuera de su tierra origen no conoció en ningún otro país del mundo un éxito comparable al que obtuvo entre nosotros, en especial a partir de los años 50 gracias a los pequeños y manejables volúmenes de la editorial Molino. Durante al menos un par de décadas su renombre continuó, a tiempo para llegar a una segunda generación de lectores, para languidecer poco a poco, hasta el punto de que hoy ya ha desaparecido de las librerías.

La persona que firmaba esos libros se llamaba Richmal Crompton. Con nombre tan rotundo y sonoro —es más, el copyright añadía a lo anterior un Lamburn que le daba un toque todavía más tremendo—, a mí y a muchos otros lectores, en una era en que ni había Internet ni las fuentes de información actuales, nos pareció que, sin duda, tenía que ser un hombre. ¿O es que alguien que no tuviera una perspectiva masculina de las cosas podía ponerse tan bien en la piel de un niño? Lo admirable es que Richmal era una mujer.

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Nacida en 1890 y fallecida en 1969, hija de un pastor protestante (¡cuántos clérigos se convierten en víctimas de las barrabasadas de Guillermo Brown en sus obras!), Richmal Crompton —el apellido que escogió para el arte era el de su madre, a todo esto—, a imagen de su pequeño héroe, no fue precisamente una mujer que no cuestionara el mundo en el que vivió. Lo hizo, claro está, en sueños de tinta, pero también en la realidad, pues militó en las filas del sufragismo. Impartió clases sobre los autores clásicos grecolatinos — lo cual no le impidió ser consciente de la tortura que debía ser el latín para las mentes infantiles, como bien refleja en sus relatos— en varias instituciones educativas, pero su vida quedó marcada al perder el uso de la pierna derecha por culpa de una poliomielitis. ¿Marcada? El exultante optimismo de su Guillermo, que en su autenticidad no puede ser otra cosa que una proyección del suyo propio, no nos deja entrever a ninguna persona amargada por una limitación física. En todo caso, hizo que dejara la enseñanza y se consagrara exclusivamente a la literatura. Y de todo tipo: si los libros sobre el personaje que le ha otorgado la inmortalidad forman una nutrida saga de treinta y ocho volúmenes (salvo uno, todos consisten en un conjunto de relatos cortos), escribió un número incluso superior de novelas y cuentos dirigidos para los adultos. La editorial de Javier Marías, Reino de Redonda, ha publicado dos de ellas, la novela La morada maligna y el libro de relatos Bruma. Su temática no es juvenil, pero sí es indudablemente british: historias de terror.

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Aunque los datos señalan que el personaje fue creado en 1919, su primer libro, Just William (en España: Travesuras de Guillermo) se publicó en 1922, recopilando cuentos presentados previamente en varias revistas. El último llegó a las librerías un año después de su muerte, en 1970. Todo ello suma medio siglo de aventuras, año arriba, año abajo. La barcelonesa Editorial Molino publicó la saga no sin sobresaltos: se saltó algún volumen (por ejemplo, esa única novela1), partió otros y varió el orden de publicación. La primera edición es fiel a la original: un tamaño que hoy llamaríamos de bolsillo, una portada dura, normalmente con fondo rojo y un dibujo del gran ilustrador de la saga, Thomas Henry, y un título que consiste, por lo común, en el nombre de su protagonista seguido de algún epíteto: Guillermo el Pirata, Guillermo el Incomprendido o Guillermo el Genial.

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Situémonos en el mundo de esos relatos. Guillermo Brown es un niño de perpetuos once años: Richmal Crompton nunca abandonó ese momento vital de su héroe, por mucho que la Inglaterra que fue recogiendo en sus páginas sí fuera cambiando a su alrededor, y de hecho Guillermo conoció la Segunda Guerra Mundial (combatiendo en el frente interior… a su manera, claro), la televisión o la carrera espacial. Lo que tampoco varió fue el entorno cotidiano que fue testigo de sus andanzas, liderando siempre a sus fieles Proscritos: el mundo de un innominado pueblecito inglés, seguramente no muy lejos de Londres, con sus casitas unifamiliares con jardín (eso que allí llaman cottages) y sus prados y bosques a pocos metros de casa.

Daría algo por poder recordar si, en mis primeras lecturas de Guillermo, me sorprendió la completa extrañeza de ese escenario cotidiano en el que transcurrían sus aventuras. Pero no: lo que me chocaría ahora es saber que algún día me extrañara, con tal convicción arraiga ese imaginario, tan distinto del español, en la mente de los lectores. La Inglaterra de Guillermo estaba llena de elementos insólitos: el abstruso sistema monetario de los chelines, peniques y las medias coronas (¡cuando ya lo tenía por completo dominado y esperaba practicarlo en la Inglaterra real, descubrí que en 1971 una reforma había introducido, al menos en este campo, el sistema decimal, más racional, sin duda, pero menos divertido!); alimentos y bebidas de los que nunca habíamos oído hablar como el pastel de carne (sic) o el agua de regaliz; los pastores protestantes, que tenían su propia familia y los mismos anhelos burgueses que las de Guillermo y sus amigos; la escuela dominical (¿qué-horror-era-eso?); las innumerables verbenas benéficas; la inefable hora del té…

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La clase social de los Brown es sin duda la middle class británica. El señor Brown, cuyo trabajo de oficina siempre quedó indeterminado, tiene poder adquisitivo para dar a los suyos la comodidad de un servicio en el que no faltan, al menos, una cocinera, una doncella y un jardinero. Desde luego, los Brown nada tienen que ver con el proletariado — en uno de los más geniales cuentos, El punto débil, los jóvenes del pueblo sienten la llamada del igualitarismo social y del bolchevismo… hasta que sus hermanos menores, o sea, los Proscritos, demuestran haber asimilado bien esa defensa de la igualdad, apoderándose de las más valiosas pertenencias de aquellos, lo cual les cura de tal sarampión— pero por encima de ellos, aun tratándose en los mismos círculos, se encuentran los nuevos ricos, caracterizados, claro, por su arribismo y sus ganas de aparentar una distinción inexistente, que se proclaman guía moral y social de los otros. No es de extrañar que entre sus vástagos (niños que prometen convertirse en una calcomanía de sus padres) se recluten los enemigos mortales de los Proscritos, como la némesis de Guillermo Brown, el glotón, quejica y cobardón de Huberto Lane.

Uno de los más afortunados rasgos del personaje es que Guillermo, sintiéndose por lo común maltratado por su familia, siente hacia ella una instintiva solidaridad que lo libra del fácil resentimiento. Richmal Crompton no necesitaba ganarse lectores amantes de los tópicos más fácilmente transgresores. Las aventuras de Guillermo no es una oda anti-familiar: se limita a señalar cuáles son, para un niño de once años que tiene la mala (o buena) suerte de ser el hijo menor, sus ventajas e inconvenientes. Así, si sus travesuras son temibles, más aún lo son esos momentos en que, sintiendo una pasajera gratitud hacia alguno de los suyos, su sentido de la justicia lo impulsa a ayudarlos: entonces es cuanto la catástrofe puede ser de antología.

El señor Brown (en algún relato se nos dice que su nombre de pila es «Juan»), sin duda, destaca por su lucidez y su sardónico sentido del humor. A ratos testigo resignado de la increíble capacidad destructora de su hijo, por lo común resistente feroz a las complicaciones que éste le trae, siempre dominado por un perpetuo deseo de paz y tranquilidad que Guillermo se empeña en arruinar, Thomas Henry lo dibujó siempre como un señor de mediana edad, calvo y con bigote, y de gesto perennemente severo. Ahora bien, la enorme sutilidad descriptiva de Richmal Crompton deja deslizar entre líneas que, en el fondo, Guillermo es para él la última oportunidad de resistencia que observa en un mundo al que él ya se ha resignado a pertenecer (hasta el punto de olvidar, la mayor parte de las veces, que alguna vez no se quiso resignar). El señor Brown, me atrevería a decir, es el proscrito oculto de los relatos de Richmal Crompton.

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Guillermo y su fiel perro Jumble

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Guillermo, por el gran Thomas Henry

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Guillermo y las chucherías

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Todo lo contrario, por cierto, que su esposa. La autora siempre remarca que es la única integrante de la familia que todavía mantiene una conmovedora fe en la capacidad de reforma de su hijo: vamos, que es fácilmente manipulable, y que Guillermo la engaña cada dos por tres. La señora Brown, por otra parte, es una burguesa rural prototípica, cuyo mundo gira en torno a verbenas benéficas, invitaciones a tomar el té y todo tipo de actos sociales. Guillermo tiene, además, dos hermanos mayores (Ethel, de diecinueve años, y Roberto, de diecisiete) cuyas preocupaciones parecen girar exclusivamente en torno a los asuntos sentimentales: ella, porque es la belleza del pueblo; él, porque es el muchacho más enamoradizo del mundo. Dos hermanos que —con gran amargura y después de alguna trastada del pequeño— se preguntan, y con ellos el lector, cómo es posible que sean familia suya. Pero entre otras muestras admirables de la completa ausencia de maniqueísmo en Richmal Crompton está el hecho de que, sin poder estimarlos, el lector tampoco siente antipatía por ellos. Como el mismo Guillermo, los considera parte imprescindible de su universo… aunque ellos habrían preferido vivir en otro muy distinto que los librara de él.

Es hora ya de hablar de los Proscritos, los amigos incondicionales de Guillermo: Pelirrojo (el más íntimo de todos, en cuanto que, si ha de aparecer uno solo de ellos en la aventura, es sin duda él), Douglas y Enrique. En rigor, ninguna característica los distingue entre sí (salvo en el dibujo, puesto que Pelirrojo siempre tiene cabellos claros). Ocasionalmente, la escritora desliza algún rasgo distintivo: cierto prurito de rivalidad de Enrique, en los primeros cuentos, con Guillermo por el liderazgo del grupo; un carácter más prudente para Douglas y cierto prestigio «ortográfico», en cuanto que, al contrario que los demás proscritos, él se cuestiona que las palabras se escriban tal como se pronuncian, lo cual lo convierte en el invariable redactor de los carteles y escritos del grupo (cuya descacharrante redacción era aún más delirante en la traducción española).

En un inmortal capítulo de su ensayo La infancia recuperada —el primer ensayo literario que leí en mi vida, al que le debo el agradecimiento eterno de contener la primera referencia escrita hacia Guillermo Brown—, Fernando Savater analiza, al tiempo con pasión y con penetración, la clave del imperecedero encanto del personaje. Savater acertaba al señalar que la autenticidad de Guillermo Brown, lo que hace que quien se asome a sus páginas ya no pueda dejar de leerlo, reside en el estupendo manejo que hace la autora del punto de vista. El talento innato de Guillermo es ese: convencerse, cada vez que ejecuta una aventura, de que esta se desarrolla de verdad y a la vez es una recreación. Nunca se deja arrastrar por la fantasía absoluta, pero mientras tiene lugar sigue a rajatabla las reglas que él mismo se ha trazado, manteniendo una lógica que al mismo tiempo es una ética. En ese memorable sentido del equilibrio es fundamental el sentido de la ironía de la escritora, que obra en una doble dirección: siempre está ahí para reírse sin piedad de las tontas convenciones de los adultos, pero también para temperar cualquier tentación de convertir a sus niños en modélicos. Los Proscritos son divertidos, osados e irresistibles, pero también sucios, vanidosos y, para cualquiera que no sea de su cuerda, insoportables. Es decir, son niños.

Suelo comparar a menudo su saga con las de otros niños aventureros creados por otra escritora prácticamente coetánea como fue Enid Blyton, Los Cinco. Leí ambas casi al mismo tiempo, y aunque de niño no me dio por compararlas literariamente (esto son pedanterías más propias de adultos), siempre tuve claro, aun de modo inconsciente, la completa superioridad de Guillermo sobre los primos Kirrin, de tal modo que ni su perro, Tim, resistía al entrañable Jumble del menor de los Brown.

Los Cinco, en sus correrías, se encontraban con toda clase de peligros de verdad: ladrones, contrabandistas, secuestradores, estafadores, con los que se enzarzaban en unos enfrentamientos de los que siempre salían vencedores. Comparando a los Cinco con los Proscritos, llegamos a la rápida conclusión de que aquéllos nunca merecieron el honor de esas confrontaciones. Los Cinco no son niños que cuestionen nada, están contentísimos con el mundo en el que viven, con sus familias, con su entorno escolar y social: son niños burgueses que uno sabe que acabarán convirtiéndose en adultos bien conformes con las convenciones, y que recordarán esas aventuras como una travesurilla emocionante de las que ha acabado protegiéndolos la edad de la madurez. ¡Ya hubieran querido Guillermo y sus amigos encontrarse semejantes rivales! Pero rectifico: sí se los encuentran, y a raudales. Basta con que los Proscritos busquen contrabandistas, bolcheviques, soldados alemanes camuflados, espías, ¡incluso pigmeos!, para que estos broten con toda la naturalidad del mundo, como si estuvieran esperándolos. Esa es la diferencia entre las criaturas de Richmal Crompton y las de Enyd Blyton: la fe en la aventura por la aventura, la decidida apuesta por un mundo que no es el sencillo y gris en el que viven, la necesidad de cuestionar su propia realidad… aun cuando, las cosas como son, no al precio de refugiarse en una cómoda fantasía. No, los Proscritos son bien conscientes de los límites de su fantasía, pero también de la necesidad de reformular las fronteras que les rodean. Después de todo, por qué hay que aceptar estas si no son ellos quienes las han creado.

Una de las características más llamativas de la obra tiene que ver con su traducción, tan irregular como, al mismo tiempo, dueña de un sabor muy particular, que hace perdonar sus errores (laísmos, faltas de concordancia…) en agradecimiento de un tono añejo que, sin duda, una traslación más aséptica habría obviado. El primer traductor, por cierto, fue don Guillermo López Hipkiss (1902-1957), uno de los principales representantes de esa literatura popular española de la primera mitad de siglo y al mismo tiempo traductor de mucho autor inglés (como Agatha Christie) para la editorial Molino. A López Hipkiss se le debe, por ejemplo, esa inolvidable interjección tan propia de los Proscritos, «¡Troncho!», o el trufar las conversaciones de esos niños ingleses con expresiones tan propias del español como «la mar de…».

Una descacharrante característica de esas traducciones es la inmisericorde adaptación al español de cuanto nombre propio aparece en sus páginas. Cierto que fue una costumbre de la traducción editorial hispana hasta no hace mucho, pero mientras que la continua reedición y retraducción ha acabado con esta práctica, los libros de Guillermo ofrecen disparates tan entrañables como que pueda haber niños ingleses que ostenten los nombres de Paquito Randall o Joaquinito Morgan (¡es tan atrozmente divertido que ya no podríamos leerlos de otro modo!). La cuestión es que, si alguna vez se hace la necesaria reedición de las obras de Guillermo, no podría soportar que los cuatro amigos proscritos recuperaran sus nombres de William, Ginger (Pelirrojo) o Henry. Douglas era el único que, al no tener un equivalente español, permanecía tal cual, de modo que acababa pareciendo el más británico de la pandilla.

Todo cuanto he dicho, sin embargo, no supone sino un superficial acercamiento al mundo de Guillermo que no es capaz de dar fe ni remotamente de toda su riqueza y encanto: para eso hay que saltar directamente a sus páginas. Aun así, puedo hablar de la enorme penetración psicológica que Richmal Crompton demuestra en todos sus personajes con unos pocos trazos; de la frescura y autenticidad de los diálogos de los niños; de su capacidad para renovar una y otra vez situaciones que, en el fondo, ya nos habían sido contadas en otro cuento. Pero hay que ir directamente a las fuentes. ¿Qué lector, hoy adulto, entonces niño, no puede evitar sentir sana envidia por la capacidad de Guillermo por salir con bien de casi cualquier apuro, por distinguir a la perfección y de un solo vistazo al adulto perdido irremisiblemente para la causa de la imaginación del que todavía se resiste a perder el punto de vista del niño que una vez fue? Leyendo sus peripecias, todos creíamos sentirnos un poco como él: decididos y audaces en la acción y entre los amigos, distintos frente al mundo exterior, tímidos ante la belleza femenina. Ah, pero él tenía recursos que nosotros ni soñábamos. Todavía hoy, cuando no encuentro palabras para iniciar una conversación con esos seres absurdos que siempre seremos los adultos, me vienen a la cabeza ese par de frases con que Guillermo Brown se dirige a la joven beldad que determinada aventura ha puesto en su camino: «He explorado lugares que ningún hombre blanco ha pisado antes»… que todavía incluso mejora con su segunda intervención: «una vez me arranqué todos los dientes sin anestesia». Así era Guillermo Brown: incomprendido, travieso, pirata, proscrito, genial.

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José Miguel García de Fórmica-Corsi

Categories: Crítica Literaria

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