«Mi vecino Montaigne», de Juan Malpartida – Una reseña de Sebastián Gámez Millán

Mi vecino Montaigne, de Juan Malpartida [Reseña]
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Mi vecino Montaigne, de Juan Malpartida
A medida que nos adentramos en esta, por ahora la última obra publicada por Juan Malpartida (Málaga, 1956), nos preguntamos en qué género nos encontramos: ¿“ensayo narrativo”, como lo denomina el autor en la nota final, o más bien una novela filosófica, en la estela de algunas incursiones experimentales de J. M. Coetzee? Ciertamente, el ensayo, tal como lo conocemos desde Montaigne, quien acuñó el término al francés, no así el género literario, que es anterior, es una forma muy flexible y abierta que contiene biografía, reflexiones filosóficas sobre muy diversos asuntos, innumerables citas de clásicos grecolatinos… Pero no contiene ficción, entendiendo por ello el recurso a los vuelos imaginarios o, si se prefiere, dados los problemas de delimitación que plantea el anterior concepto, a la fantasía, con el fin de arrojar luz sobre determinadas cuestiones, como apreciamos en el capítulo 8 de este libro, en un diálogo imposible pero necesario entre Montaigne y Cervantes.
Por ello me inclino a pensar que estamos ante una novela, que es el género más proteico que conocemos. Tal como lo describía uno de los principales cultivadores y teóricos de la novela en nuestros días, Milan Kundera, “la novela tiene una extraordinaria facultad integradora: mientras la poesía o la filosofía no están en condiciones de integrar la novela, la novela es capaz de integrar tanto la poesía como la filosofía sin por ello perder nada de su identidad, que se caracteriza precisamente (basta con recordar a Rabelais o a Cervantes) por su tendencia a abarcar otros géneros, a absorber los conocimientos filosóficos y científicos” (El arte de la novela, p. 76).
Esta descripción de Kundera entronca con este pasaje del capítulo 21 de la obra que reseñamos: “Nada más hermoso que una novela, donde puede caber el chascarrillo y el monólogo lírico del solitario, la trama despiadada y tenaz de la política y el laberinto emocional de los enamorados, la especulación filosófica y el libre razonamiento filosófico. Porque todo cabe o puede caber en ella, podemos verla como la madre de todas la formas, aunque haya sido la última en llegar. Es una madre a posteriori, que viene a recoger sus hijos, ya crecidos pero que no terminan de encontrar su sitio en el mundo”. Es una reflexión pero al mismo tiempo es una definición del tipo de novela ante la que nos encontramos. Ya veremos que, al igual que Montaigne a lo largo de sus ensayos, al pintar, el autor se pinta a sí mismo.
Quizá para aquellos que piensan que los géneros literarios son convenciones sociales la anterior consideración carezca de interés. En cambio, para aquellos que piensen que es el medio más adecuado para unos determinados fines expresivos la cuestión no es del todo irrelevante. En todo caso estamos ante un libro fragmentario, como fragmentaria es la conciencia del yo moderno, tejido de diálogos con otros autores, con elementos autobiográficos, como el bello capítulo 16, con ejercicios de crítica literaria y comparada (Erasmo de Rotterdam y Montaigne, por ejemplo), con abundantes destellos poéticos y reflexivos, y citas textuales e intertextuales (Pirandello, Manrique, Antonio Machado, Rimbaud…).
¿Por qué elige a Montaigne como compañero de esta aventura, como principal interlocutor de este viaje? Encontramos diferentes razones: “Montaigne se incardina en una tradición siempre amenazada, aquella que está contra toda forma de dogma y dogmatismo, una actitud que también lo emparienta con Erasmo, pensador que le precede, y que influyó en nuestro Cervantes” (p. 130). Precisamente con Erasmo “comparten el amor por el diálogo, la tolerancia (no exenta de crítica), la capacidad de admirar y el humor”… “Era el más civilizado de los hombres” (p. 135). ¿Qué busca con ello el autor? Semillas de modernidad y libertad.
En realidad este palimpsesto es un viaje al fondo del presente, de la modernidad y de sí mismo en compañía de alguien que puede arrojar luz sobre los desorientados tiempos en los que vivimos, y de paso otros personajes con los que comparte aires de familia. De ahí que haya no pocas referencias al presente, como cuando describe a las personas pegadas o atadas a los móviles (p. 30); esas lúcidas críticas a los nacionalismos (pp. 158-160); o al relativismo extremo, donde se pierde esa conexión imprescindible para ejercer la libertad y otros valores esenciales, como es la verdad, la incesante búsqueda de la verdad.
Aun siendo un libro erudito que combina con acierto conocimientos de diversas disciplinas (teoría y crítica literaria, filosofía, historiografía, biología, neurología…), aquí echo en falta distinguir entre escepticismo radical y moderado: mientras que el primero defiende que no podemos conocer la verdad, algo que se puede refutar relativamente fácil, como hizo Samuel Johnson, o antes Platón, el segundo sostiene que se puede conocer la verdad, si bien no de modo definitivo. Cualquier corriente epistemológica que pretenda ser definitiva es un intento de clausurar la libertad de investigación, pensamiento y pluralismo hacia la que está permanentemente abierta la conciencia humana como seres creadores, racionales e históricos.
Otro capítulo muy sugerente de la novela es el 23, donde comparecen numerosos e ilustres científicos y pensadores (Darwin, Einstein, Schrödinger, Lynn Margulis, Edward Wilson, Richard Dawkins, Daniel Dennet, Francisco José Ayala, Frans de Waal, Antonio Damasio…), y en el que se abordan complejas y espinosas cuestiones, tales como la evolución de las especies, la singularidad humana, las semejanzas y diferencias con el resto de animales… Es interesante que en el espacio de la novela, con su vuelo especulativo y metafísico –por otra parte, inevitable, pues no hay ciencia sin hipótesis y, por consiguiente, sin imaginación– se ocupe también de cuestiones científicas que a todos nos conciernen. Después de todo, como se afirma al final de este capítulo, “pensar y vivir, experimentar, es un diálogo” (p. 216).
Antes, de la mano del físico y divulgador científico Carlo Rovelli, aborda temas escurridizos e inasibles como el tiempo y la identidad, la memoria y el olvido, temas recurrentes a lo largo de la obra de Juan Malpartida en su poesía, en su narrativa, en sus diarios y ensayos, con memorables destellos poéticos y paradojas, como al término del capítulo 16: “yo, vivo aún, eterno en la medida en que estoy vivo entre dos instantes inexistentes, el incesante pasado y el futuro que no deja de aproximarse, con la clara conciencia de la fugacidad de todo, de que soy en cierto modo un fantasma, íntimo en la multitud, dueño de un secreto que se me escapa, el tiempo” (p. 145).
Asimismo, el autor arremete en reiteradas ocasiones contra el dualismo antropológico (la concepción según la cual los seres humanos estamos compuestos de dos sustancias, cuerpo y alma o, de acuerdo con la terminología científica más reciente, corporalidad y procesos mentales: sentir, pensar, creer, querer…). Indaga, pues, en cuestiones universales que desembocan en qué es el ser humano, pregunta a la que remiten las tres célebres preguntas de Kant: “¿Qué podemos conocer? ¿Cómo debo comportarme? ¿Qué me cabe esperar?”.
Precisamente por su poder para esclarecer la condición humana, según Todorov, “la literatura es la ciencia humana más importante”: “Todavía hoy, si una persona joven me preguntara cómo era la vida en una dictadura soviética, le diría: ` Lee Vida y destino, de Vasili Grossman´. Y es una novela, no una obra de ciencias humanas. Stendhal afirmaba que sólo hay verdad algo detallada´ sobre el género humano en las novelas. Esta `verdad detallada´ sigue siendo lo característico de la literatura por excelencia” (Todorov, Leer y vivir, p. 173).
El conocimiento de la genética y de otras ciencias naturales es decisivo para intervenir o manipular o curar, pero quizá no tanto para comprendernos, interpretarnos o comunicarnos. Para estas cuestiones la literatura en particular y las artes en general pueden arrojar más luz. Y en función de esta sabiduría que nos proporciona la literatura, no sólo nos comprendemos y nos comunicamos, además elegimos y decidimos, interactuando con los otros. Incluso las leyes carecen de sentido si no es a través de una antropología filosófica que se corresponda a la condición humana. De lo contrario pueden excluir, marginar… y, por lo tanto, provocar desigualdades e injusticias. En este sentido las aportaciones de la literatura y las artes para elaborar una antropología filosófica, que a su vez se nutre de la ciencia más actual, son imprescindibles.
Ahora bien, de acuerdo con una de las citas que escoge el autor a modo de pórtico, en el libro hay en todo tiempo un propósito de explorarse y conocerse a sí mismo. Y en esto coincide una vez más con el propósito que persigue Montaigne a lo largo de sus ensayos: “escribir es hacer, hacerse” (p. 53). Escribir es escribirse a sí mismo o, lo que equivale a lo mismo, conocerse al tiempo que inscribir huellas que permitan volver al pasado –¿pasado del presente? Y, por lo tanto, siempre diferente–, descifrar al autor, aproximarse a lo que sintió, pensó y experimentó. En el acto de leer, al igual que en el de escribir, se difuminan las fronteras: ¿quién es el autor y quién es el lector? ¿Soy yo, eres tú, cualquier ser humano? ¿No es para cualquier letra-herido difícil disociar lo leído de lo vivido? ¿Acaso no leemos, entre otras razones, para descubrir lo que pensamos, sentimos y experimentamos?
El uso de la lengua que predomina en Mi vecino Montaigne es el de la difícil sencillez, una lengua cercana al habla, que fluye naturalmente, con lo que de nuevo encontramos otro guiño de complicidad a Montaigne, ya que fue de los primeros escritores en la modernidad en cultivar una lengua que se fusione con el habla, como luego lo harán otros grandes escritores (Baudelaire, Flaubert, Nietzsche, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Pessoa…). De este modo, resaltando la paradoja de que hay ficciones que parecen más reales que eso que llamamos “real”, el autor acecha a Montaigne y, por momentos, desdibuja los límites entre lo real y lo ficticio o, en otros momentos, los reconfigura: “Eres una ficción, pero en ocasiones eres mucho más real que los seres con los que hablo en mi propia calle. Tus cenizas encienden mis pensamientos; tus pensamientos avivan mis cenizas; espolean mis emociones: me acompañas con palabras que me provocan emociones intensas y se hacen cuerpo” (p. 253). Es la imperecedera compañía que nos suscitan clásicos como Montaigne; es el diálogo de la vida y de la historia, que no termina.
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Sebastián Gámez Millán
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Nota
Juan Malpartida. Mi vecino Montaigne. Fórcola Ediciones, Madrid, 2021. ISBN: 978-8417425913.
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