La bestia – I
***

***
La bestia
Principios de Noviembre
La madrugada se estaba convirtiendo en una auténtica pesadilla. Llovía a cántaros y los neumáticos rodando sobre el asfalto emitían un sonido acuoso del que Igor no conseguía desconectar. Estaba tumbado bocarriba contemplando el techo. La persiana estaba bajada, pero la luz se colaba por las rendijas que habían quedado abiertas. Cuatro rayas luminosas se dibujaban contra el armario. Estaba tan harto de tener la mirada clavada sobre ellas, que empezaron a parecerle un tanto raras, psicodélicas. Odiosas.
“¿Dónde coño te has metido, Imanol?”, pensó con impotencia.
Aquel bebé regordete le vino a la memoria. Su ex-mujer lo sostenía entre los brazos. Jamás había visto tanta emoción en una habitación de hospital como la que experimentó aquella tarde de verano. Los abrazó con cuidado y fue incapaz de contener las lágrimas. Siempre había soñado con formar una familia y sintió que, aquel primer día de julio, se cumplía. Suspiró entrecortadamente. El tiempo había pasado desde entonces. Veinticinco años para ser exactos.
Observó a Fátima, que dormía plácidamente acurrucada contra su costado, y se giró lentamente para no despertarla. Puso los pies en el suelo y se levantó para beber un vaso de agua.
―¿Estás bien? ―preguntó ella, sobresaltada.
―Sí, tranquila. No quería despertarte ―susurró.
―¿Qué hora es? ―dijo bostezando.
―Más de las seis.
―¿Has conseguido dormir algo?
―A ratos…
―Ya verás como Imanol aparece. No te preocupes, no es la primera vez.
―Lo sé, lo sé…
―Ven, anda, acércate ―le ordenó incorporándose.
Igor se dobló hacia ella y se dejó abrazar. Fátima era una mujer cariñosa y comprensiva. Tenía cuarenta y tres años, siete menos que él. Llevaban saliendo algo más de un año. Aunque la conocía desde hacía bastante tiempo ya que era cajera en el supermercado de su barrio.
Después de darle un reconfortante abrazo y besarle en los labios, salió de la cama también.
―¿Adónde vas? ―preguntó él, intrigado.
―A prepararte una tila. Necesitas relajarte y descansar un poco.
―Pero…
Fátima ni siquiera le escuchó porque ya estaba de camino a la cocina.
Ambos tomaron la infusión sentados a la mesa.
―Ya me fastidia… ―murmuró Igor―. Deberías estar dormida y no aquí dándole vueltas a mis preocupaciones.
―Tus preocupaciones también son mías. ―Desplazó la mano por la mesa hasta ponerla sobre la de él.
Él suspiró. Agradecía tener a su lado a una mujer como ella. Apretó con cariño su mano.
―Gracias ―dijo mirándola a los ojos.
De pronto el sonido del teléfono móvil le hizo pegar un bote. Su hijo le vino a la cabeza. Se levantó de la silla como un resorte y giró sobre sí mismo buscándolo por todas partes.
―Creo que está en la mesilla ―le ayudó Fátima.
Dio varias zancadas hasta el dormitorio y la pantalla iluminada le anunció que le llamaba un compañero.
—Dime ―se apresuró a decir.
—Siento molestarte a estas horas…, pero ha aparecido un cadáver en Peñas de Aia. Nos ha avisado un cazador.
―¿Tú ya estás ahí arriba?
―Sí, ahora mismo tengo a la víctima delante y todo parece indicar que también se trata de un cazador.
—Joder… ―murmuró intentando quitarse a Imanol de la cabeza―. ¿Y se sabe qué ha podido pasar?
—Hay mucha sangre… No lo tengo muy claro, pero me atrevería a decir que le ha atacado un animal ―dijo resoplando―. Lo mejor es que subas inmediatamente.
—Vale, dime el lugar exacto que voy enseguida.
Igor se vistió a toda prisa y se despidió de Fátima.
A las siete y cuarto llegó al aparcamiento de la falda de Peñas. Estacionó al lado de dos todoterreno y del coche patrulla. Al fondo, entre los árboles, estaban sus compañeros y un hombre vestido de verde caqui. Supuso que sería el que había dado el aviso. Estaban bajo una trepa de cazador. Cruzó la carretera y subió la loma. Según se acercaba iba observando el cadáver. Se fijó en que efectivamente llevaba ropa de camuflaje, típica de cazador, y en que la escopeta reposaba junto a él. Era moreno y menudo. Poco más podía apreciar porque tenía la cara y el cuello llenos de sangre.
—¡Dios! ¿Pero qué ha pasado aquí? —preguntó llevándose la mano a la boca.
Se le contrajo el estómago al comprobar que le faltaba una oreja y parte del pómulo derecho.
—Lo que te he comentado por teléfono… Yo juraría que le ha atacado un animal —suspiró su compañero.
El hombre de verde estaba pálido y miraba muy asustado.
—Soy el oficial Igor Vergara ―dijo presentándose―. ¿Lo ha hallado usted?
—Sí, iba de camino a la trepa treinta y dos y lo he descubierto aquí tirado.
—¿Oyó algo extraño? ―comentó al tiempo que estudiaba los alrededores.
—No, todo estaba en silencio… como ahora… Aquí solo están la trepa treinta y uno y la treinta y dos ―explicó con los ojos muy abiertos―. Cuando llegué se encontraba ese Suzuki Jimny allí —dijo señalando hacia el aparcamiento—. Estacioné junto a él. Pensé que el propietario estaría en esta trepa. Pasé bajo ella para saludarle y lo hallé aquí tirado.
—Se llamaba Julián Cuesta —explicó Luis―. Llevaba el DNI en el chaleco.
―¿Usted le conocía de algo? ―preguntó al cazador.
―No me suena ni el nombre ni el coche… Y como está… tan…, tan desfigurado… Ni siquiera sé si le conozco de vista ―reconoció horrorizado.
―Está bien ―suspiró Igor.
―También hemos comprobado la matrícula del Suzuki y sí, por lo visto, es de él ―informó Luis.
—Por aquí hay jabalíes y otros animales —interrumpió el cazador. Permanecía embobado observando el rostro ensangrentado—. Lo han destrozado… Nunca había visto algo así. ―Meneó la cabeza―. ¿Por qué no dispararía al animal?
—Le pillaría desprevenido —recapacitó Igor contemplando la escopeta—. O tal vez ya estaba muerto cuando recibió el ataque…
El cazador tragó saliva.
―Intenta localizar a los familiares de Julián Cuesta ―dijo dirigiéndose a Luis―. Yo llamaré al forense y al juez.
A la una del mediodía llevaron el cuerpo al depósito de cadáveres. Igor se fue a la comisaría y aprovechó para llamar a su ex-mujer. Por la noche le había dejado muy preocupado al contarle que Imanol llevaba dos días sin pasar por casa. Su hijo tenía veinticinco años y llevaba desde los dieciocho metido en la heroína. Siempre fue un chico rebelde: malas notas, pequeños robos, alcohol, hachís… Lo peor llegó cuando empezó a fumar heroína. Igor no lograba entender cómo hoy en día un joven podía caer en la heroína después de toda la información que había sobre las consecuencias que acarreaba su consumo. Llegó un momento en el que su hijo robaba en casa y, cada día que pasaba, se volvía más agresivo. Edurne e Igor discutían a diario por su culpa. Igor no podía tolerar que les estuviera destrozando la vida. “Es su elección. Le hemos prestado todo tipo de ayudas y las ha rechazado. Ya no podemos hacer nada por él. Si quiere seguir así que lo haga, pero fuera de esta casa”, le dijo una vez a su esposa. Ella se puso como un basilisco y le gritó endemoniada: “¡A un hijo no se le echa como a un perro! ¡¿Acaso quieres que acabe viviendo en la calle?! ¡¿Qué clase de padre dice algo así?!”.
La pena, la preocupación y la decepción le estaban consumiendo por dentro. Era como si una garra penetrase en las entrañas con una única intención: dejarle vacío.
Un día Ekaitz, su hijo menor, se interpuso en el umbral de la puerta para que Imanol no saliera con las joyas de su madre. Ambos empezaron a forcejear e Imanol le empujó con violencia. Ekaitz se cayó al suelo con tan mala suerte que se golpeó contra el mueble de la entrada. Estuvo inconsciente más de diez minutos. No era justo que Ekaitz estuviera viviendo semejante infierno. ¿Qué pasaba con él? ¿Acaso no merecía una vida más normal? Tan solo tenía diecinueve años…
“Voy a dejar los estudios para trabajar y así poder irme de casa. No lo soporto más…”, dijo aquel día en el hospital. Su madre comenzó a llorar desconsoladamente e Igor se cabreó como nunca antes lo había hecho. “¡No, hijo, el que se va a ir es tu hermano!”. Aquello fue la gota que colmó el vaso. Igor y Edurne discutieron como locos y, finalmente, se separaron. Ekaitz se fue a vivir con su padre y Edurne se quedó con Imanol en el piso. Desde aquello habían pasado cuatro años. Al principio, justo después de la separación, Imanol accedió y estuvo ingresado en Proyecto Hombre. No duró demasiado. A los meses volvió a las andadas.
—¿Sabes algo de Imanol? —preguntó con el teléfono en la mano.
—Nada. Estoy preocupada. Esta es la tercera noche que no duerme en casa.
—Ha pasado otras veces, ya volverá —dijo levantándose de la silla del despacho.
—Hace mucho que no desaparecía así… ¿No puedes hacer nada? Eres oficial de la Ertzaintza.
—¿Qué quieres que haga? Seguro que está de fiesta. No podemos estar detrás de él todo el puto día…
—Es tu hijo. Es lo mínimo que podrías hacer —le recriminó al otro lado.
—¿Ya estamos? ¿Y tú qué haces por él? ¿Subvencionarle los vicios? Edurne, dándole todo, lo único que consigues es hacerle sentir que lo que hace está bien.
—¿Qué prefieres? ¡¿Que se pudra en la calle?! ¡Eso jamás! ―voceó histérica―. Sí hubiese sabido el tipo de padre que ibas a ser, no me habría casado contigo… ―apuntilló ligeramente desquiciada.
—¿Te crees mejor persona? ¿Qué pasa con Ekaitz? ¿Has pensado en él alguna vez? En lo que sufría, en lo que necesitaba. No…, claro que no…, para ti solo existía Imanol.
—Ekaitz estaba bien —ahora Edurne sollozaba—. Siempre ha estado bien.
Igor paseaba nervioso por el despacho. La oía llorar. Se puso frente a la ventana e intentó relajarse. El día estaba gris. En todos los sentidos.
—Venga, tranquila. No llores ―susurró. De repente se sintió totalmente abatido―. No vamos a discutir más.
Odiaba que siempre acabaran echándose en cara la misma mierda. Cada uno tenía un concepto muy diferente sobre la situación que les había tocado vivir. Pese a que no entendía cómo había sido capaz de sacrificar a toda la familia por Imanol, mantenía el contacto con ella y ayudaba en lo que podía.
—Me acercaré a la calle Fuenterrabía. Seguro que en el bar La Gruta saben dónde está —dijo finalmente.
—De acuerdo —musitó—. Llámame en cuanto sepas algo.
—Lo haré.
Ambos colgaron.
Igor se sentó en la silla de su despacho y se llevó las manos a la cabeza. Intentó pensar en Fátima…, en su cabello pelirrojo, en su cuerpo cubierto de pecas y en su sonrisa compresiva. Cuando necesitaba no irse a la deriva recurría a ella.
El teléfono del despacho sonó sacándole de sus cavilaciones.
—Oficial Vergara —dijo descolgando.
—Buenas tardes, Igor, soy Fermín —saludó el forense.
—¿Qué tenemos?
—Mordeduras múltiples, cuello, cara y cabeza. La del cuello le causó la muerte. Le sesgó la yugular y se desangró en cuestión de segundos.
—¿De qué animal hablamos?
—Eso es lo más sorprendente. Las mordeduras… ―dijo resoplando y callando después.
―¿Las mordeduras? ―preguntó animándole a que prosiguiera.
Se irguió en el asiento, expectante, pero al otro lado lo único que escuchó fue el movimiento de papeles.
―Fermín, ¿estás ahí? ―dijo impaciente.
―Sí, sí, perdona.
―¿Qué pasa con las mordeduras?
―Que son humanas, Igor. Que son humanas…
—¿Humanas? ¡Venga ya!
—Las marcas de los dientes no coinciden con las de ningún animal. En la mordedura de la cabeza es donde mejor se aprecia. Se ven perfectamente las marcas de los incisivos, de los caninos, de los premolares e incluso de los molares. Tuvo que abrir mucho la boca… ―soltó reflexivo―. Te aconsejo que vuelvas a mandar al equipo de la Científica a Peñas de Aia.
―Joder… ―murmuró Igor.
―No tengo ni la menor idea de a qué nos enfrentamos…
—De acuerdo, Fermín. Gracias. Estamos en contacto.
¿Qué tipo de bestia había hecho algo así? La investigación había girado completamente. ¿Qué narices había sucedido en la falda de Peñas? Sacó un sándwich de la máquina de la comisaría y se lo comió en el coche, de camino al monte. Aparcó en el mismo lugar donde lo hizo por la mañana, aunque esta vez no había ningún vehículo estacionado. Dio un portazo y observó la peña granítica que se alzaba majestuosa con sus tres cimas. Tenía entendido que en Iparralde se la conocía como las tres coronas. Consultó el reloj. Sus compañeros de la Científica aún tardarían un rato en llegar. Caminó rápido hacia la trepa. La zona estaba acordonada con cinta policial. La sangre apenas se notaba sobre la tierra húmeda. Daba la impresión de que allí nunca se hubiese cometido un asesinato. Ya no tenía que buscar rastros de animal. Ahora debía buscar signos humanos. Había una infinidad de pisadas: Ertzainas, juez, cazadores… De haberlo sabido, habrían tenido más cuidado. Siguió varias huellas. Todas se perdían hacia el aparcamiento, menos una. Aquella seguía ascendiendo por la loma. Igor fue tras ella. Intuía que era el rastro de una zapatilla deportiva. Imitó la distancia entre un pie y el otro y vio que era una zancada larga, como de metro y medio. Subió hasta la cima de la loma y reparó en que las marcas descendían. Había una casita al final del camino. La estudió desde la lejanía. Parecía una borda de pastoreo. En el parque natural había algunas más como aquella. Antiguamente servían para resguardarse si el mal tiempo sorprendía a los pastores. Decidió acercarse siguiendo las huellas. Hacía un frío húmedo que se metía en los huesos. Igor se subió la cremallera de la parca para protegerse la garganta. La niebla reptaba a ras del suelo como espuma de mar. Las pisadas le guiaron hasta la puerta de la borda. Estaba entornada. Había dos ventanas, pero estaban echadas las contraventanas. La madera estaba vieja y la pintura, descascarillada. Llamó golpeando con los nudillos. No obtuvo respuesta. Volvió a aporrear, esta vez con más fuerza.
***
Noelia Lorenzo Pino
About Author
Related Articles
![La luna en la ventana. Acerca de «Genji Monogatari» [y de la errancia y propagación del discurso] – III – Tomás García](https://cafemontaigne.com/wp-content/uploads/Estatua-de-Murasaki-Shikibu-Templo-de-Ishiyamadera-Otsu-Prefectura-de-Shiga-248x165_c.jpg)
La luna en la ventana. Acerca de «Genji Monogatari» [y de la errancia y propagación del discurso] – III – Tomás García
![Escuchando música en la biblioteca de la Real Maestranza [Con motivo de la Fête de la Musique – 21 de Junio de 2021] – Un poema de Sebastián Gámez Millán](https://cafemontaigne.com/wp-content/uploads/GC-2-248x165_c.jpg)