La catábasis en la pintura y la literatura de Leonora Carrington – II – Mercedes Jiménez de la Fuente

La catábasis en la pintura y la literatura de Leonora Carrington – II
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La catábasis en la pintura y la literatura de Leonora Carrington – II
2.2. Narración del descenso
Este relato participa de la dinámica narrativa de las narraciones del descenso descritas por Falconer, según quien la catábasis consta de tres movimientos: en primer lugar, un descenso que funciona como bisagra o resorte, un antes y un después, un cruce de una frontera al otro mundo, una realidad diferente a la cotidiana; en segundo lugar, una inversión o volcado, vuelta de arriba abajo, movimiento complicado que Falconer explica recurriendo al final del viaje al Infierno de Dante y, por último, un retorno a la superficie o vuelta a la normalidad (45, 119).
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2.3. El descenso y el volcado
Falconer arguye que en la tradición occidental el infierno es “an absolutely horrific experience from which no one emerges unchanged” (7). Insiste en que el motivo del infierno aparece más como un viaje a través del infierno cuyo arco o recorrido solo se ve retrospectivamente, cuando miramos atrás y podemos narrarlo si hemos sobrevivido. La confesión de Leonora funciona más como una liberación queriendo compartir su sufrimiento o incluso como una venganza contra aquellos que la habían maltratado o contra los que habían romantizado la locura femenina. Conley defiende que, en Memorias de abajo, Carrington invierte los términos y construye un texto surrealista no exento de humor que contesta a todos los tópicos surrealistas de la mujer objeto (Conley, 1996).
En la catábasis clásica, el descenso al Hades grecolatino o al infierno cristiano tiene que ver, como ya se ha dicho, con el conocimiento de uno mismo tras recuperar una pérdida -alguien o algo perdido- o haber adquirido ciertos poderes o saber. El héroe debe someterse a una serie de pruebas o degradaciones que culminan con el regreso a la vida o con la muerte. En nuestros tiempos, en cambio, el viaje es hacia dentro (Falconer, 27).
En Memorias de abajo, Carrington narra un viaje físico y mental, exterior e interior, que le supone un terrible esfuerzo recordar (“me resulta doloroso porque estoy volviendo a vivir ese período, y duermo mal, inquieta y preocupada por la utilidad de lo que estoy haciendo”, 181). Exteriormente, la estructura de estas Memorias es la narración de un largo viaje que comienza en Ardèche, continúa en Perpignan, en Andorra, La Seu d’Urgell, Barcelona, Madrid y, finalmente, Santander. Interiormente, es un viaje a través de la locura, como se puede ver por las reflexiones, los efectos y las alucinaciones que la joven Leonora cuenta y que encajan dentro de las características presentadas por Falconer como propias de la enfermedad mental: los síntomas del cuerpo, la sensación de insginificancia y la pérdida del sentido de la identidad (116-117).
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Los desórdenes psíquicos como tormentos del cuerpo aparecen en el relato desde el comienzo. Durante su primera semana en soledad, la protagonista entra en un delirio constante, siente que su cuerpo es un microcosmos donde se reproducen los males de la sociedad, por ello quiere purgarlo vomitando o sudando a través del trabajo en el campo (“tenía una fuerza física como no había experimentado antes ni he experimentado después”, 156). Sus amigos Catherine y Michel la convencen para viajar a España con la excusa de encontrar un visado para Ernst. Durante el trayecto en coche se repiten las interpretaciones hiperbólicas y las identificaciones con lo que ocurre alrededor: se siente culpable de que el Fiat se haya averiado. Describe la angustia de la falta de control sobre su cuerpo: “mi facultad ya no engranaba con mis facultades motoras” (160), “tuve la sensación física de caminar con tremendo esfuerzo sobre una sustancia pegajosa como el barro” (161). En las narraciones del descenso se presta atención a las sensaciones físicas y cambios corporales, la ingravidez de la que habla Dante en la bajada al infierno o de Eneas al Averno. Sus sentidos gana agudeza al percibir estímulos táctiles y asegura tener el poder de comunicarse con los animales.
En Madrid su comportamiento es estrafalario. Desconcierta a sus vigilantes. Interpreta todo lo que ocurre a su alrededor y dice comprender “el lenguaje en su ámbito particular: ruidos, sensaciones, colores, formas” (169). Se atribuye, además, una misión salvadora o redentora de la humanidad, a la que cree en un estado deplorable y enfermo. Quiere liberar Madrid, e incluso piensa en hablar con Franco:
“tuve el convencimiento de que Madrid era el estómago del mundo y que yo había sido elegida para la empresa de devolver la salud a este órgano digestivo. Creía que toda la angustia se había acumulado en mí y que se disiparía al final; esto explica para mí la fuerza de mis emociones.” (163)
No obstante, añade que “En Madrid, aún no había conocido yo el sufrimiento en su esencia, vagaba por lo desconocido con el abandono y el valor de la ignorancia” (168). Lo desconocido es el Otro Mundo, el otro lado del espejo una vez cruzada la frontera, el mundo de lo maravilloso del que hablaba el surrealismo. En Memorias de abajo, el Otro Mundo no son almas condenadas como en la Divina Comedia, ni muertos o almas en pena, como en el Mundo de otro escritor mexicano [8] contemporáneo de Leonora, Juan Rulfo, autor de Pedro Páramo [9] (1955), sino que, para ella, los seres extraños son robots, zombis, personas hipnotizadas por figuras masculinas autoritarias que confunde entre sí dado que todos tienen los mismos ojos azules (como su padre, el magnate Harold Carrington, el doctor Luis Morales o Van Ghen, el alemán que la vigiló en Madrid). Conley identifica este dominio a través de la mirada con una crítica al patriarcado (76). El atribuirse el papel de salvadora del mundo en medio de ese caos o desorden aparecerá en otros de su relatos, según señala González Madrid (2017: 125).
La segunda característica citada por Falconer es que los enfermos se sienten insignificantes comparados con lo que les sobrevienen, que parece ocurrir fuera de su marco de referencia. Los médicos, incapaces de controlar a Leonora, la conducen drogada a la clínica de Santander desde Madrid. Al despertarse, la joven está totalmente desorientada, y nadie le dice dónde se encuentra. Piensa que ha sido víctima de un accidente de coche o que está en un campo de concentración o en una prisión. La narradora reconstruye los primeros días por lo que le contaron después:
“Después me enteré de que había entrado en el establecimiento como una tigresa, que la tarde de mi llegada, don Mariano, el médico director del sanatorio, había intentado convencerme para que comiera y que yo lo había arañado, Me había abofeteado y atado con correas, y me habían obligado a tomar alimento a través de unas cánulas introducidas por las ventanas de mi nariz. No recuerdo nada de eso.“ (1992, 170).
La tercera característica identificada por Falconer es la pérdida de autonomía que afecta al sentido de la identidad. Dice Falconer que, según el cronotopos de Bajtin, el infierno implica constreñimiento del espacio, ausencia de orientación, un individuo separado y alienado de su entorno. El momento más terrible para la protagonista se produce cuando le suministran la primera inyección de Cardiazol y siente la angustia más absoluta: “me fui hundiendo en un pozo… muy lejos […]. Con una convulsión de mi centro vital salí a la superficie con tal rapidez que sentí vértigo” (187).
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Para escapar, su meta es alcanzar el pabellón de Abajo: “Para llegar a aquel paraíso había que recurrir a medios misteriosos que yo creía que era la adivinación de la Verdad Total” (184). La alquimia la ayudará a poner orden en el caos del mundo alternativo de la psicosis, la desorientación de nos saber dónde está y creer que los pabellones de internos son Egipto, China y Jerusalén. Decide actuar: “Comprendí que tenía que ponerme a trabajar con la ayuda de estos objetos, combinando sistemas solares para regular la conducta del Mundo” (192), subyaciendo la idea de que el universo es un todo indivisible del determinismo y de que se da correspondencia entre los objetos terrenales y el cosmos. Carrington relata tres visiones entre las dos dimensiones: las dos primeras son anteriores al Cardiazol. En la primera transita entre el sueño y la vigilia: “Una noche, estando desvelada, tuve un sueño” (181); en el sueño sale a un jardín, y al día siguiente, hablando con el médico, descubre que está de nuevo en dicho jardín para encontrarse al instante postrada en la cama. Recurre al dibujo de un triángulo para explicar a don Luis lo ocurrido. En la segunda, parece estar en París, en el Bois de Boulogne, y sueña con caballos blancos. La tercera le sobreviene al llegar finalmente al pabellón de Abajo, el “Paraíso”, en donde tiene acceso al interior de una espacie de castillo: en el tercer piso descubre una puerta ojival (“Yo sabía que si la abría estaría en el centro del mundo”, 194). Entra a un lugar que parece el estudio de un alquimista y, subiendo por una escalera de caracol, llega a una torre circular iluminada por cinco ventanas; una columna de madera que parte del techo atraviesa una mesa pentagonal con un mantelito rojo. La plasticidad de esta descripción recuerda, una vez más, la pintura de Carrington. Allí, con los objetos de formas de simbología alquímica y extrañas connotaciones que encuentra –desde una etiqueta con el nombre de Franco hasta una medalla de la Jesucristo-, consigue crear la Obra uniendo los principios masculino y femenino del matrimonio alquímico. En esta alucinación está presente el mundo pictórico de Carrington, lleno de fantasía, magia y alquimia, e, igual que en sus pinturas, parece que la creadora se divierte desconcertándonos con el hermetismo de los símbolos –formas y números- y de los variopintos objetos.
Todas estas experiencias forman “la narración de un proceso de muerte, resurrección y transformación de su propia persona, que algunos estudiosos han identificado con la Obra alquímica” (González Madrid 125). El alquimista persigue el objetivo espiritual de purificar y perfeccionar su alma, y “Leonora Carrington se reclama de la estirpe de los alquimistas” (Idem).
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2.4. La salida
Aberth llama la atención sobre cómo ayudan a la joven enferma los mapas como una forma de orientarse dentro del caos mental (50). Conley asegura que esa preocupación traiciona el sano deseo de Carrington de no tener presente el camino de regreso (50). Su recuperación empieza al dibujar su recorrido en un papel partiendo de la M, letra que no solo la remita a Madrid sino también al me (escrito en inglés en la edición que citamos), a la conciencia de su yo. También señala Conley la importancia del lenguaje para descifrar el misterio que la rodea. Un noche en Villa Amachu, pabellón anterior a Villa Covadonga, dice “No tengo ideas delirantes. Estoy jugando” (201), y en ese momento al médico Don Luis le parece que está lúcida. Cuando Don Mariano Morales le aconseja que no vuelva con sus padres, los objetos dejan de tener significado para ella.
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Como señala Falconer refiriéndose a la Divina Comedia, al final del viaje al infierno no hay conversión, sino inversión; al llegar al fondo de la tierra los cuerpos se sienten ligeros y giran sobre sí mismos, de forma que Dante no asciende para salir del infierno, sino que continúa hasta el final para emerger por el otro lado de la tierra; alegóricamente, Dante ha rechazado los pecados; psicológicamente, Dante ha perdido el miedo al infierno (53). Leonora, al hablar con el amable Echevarría y ser tratada como una persona normal, pierde el miedo, comprende dónde está y regresa al lado de acá:
“Y comprendí que el Cardiazol era una simple inyección y no un efecto de hipnotismo; que don Luis no era un brujo sino un sinvergüenza; que “Covadonga” y “Amachu” y “Abajo” no eran Egipto, China y Jerusalén, sino pabellones para dementes, y que debía marcharme de allí cuanto antes. Echevarría “desmitificó” el misterio que me había envuelto y que todos parecían complacerse en espesar a mi alrededor. “ (1996: 206).
No es fácil volver de las profundidades, advierte la Sibila a Eneas (2017; vv. 125-129), pero el regreso se produce por un camino inesperado con prontitud. En el caso de Carrington, se cuenta en el Epílogo que, con la ayuda inesperado del médico Guillermo Gil, pariente lejano que aparece como un deus ex machina, consigue salir del psiquiátrico.
Conclusión
En Memorias de abajo Carrington toma distancia al introducir el humor y responder a los tópicos del surrealismo dando voz a una musa: hay lugar para el juego y la imaginación en un texto aparentemente autobiográfico. La tendencia de la crítica a explicar sus obras deslizándose a su biografía ha impedido, en opinión de Conley, ver dos componentes esenciales que hacen de Memorias de abajo un texto surrealista: es tanto un cuento fantástico como un cuento de misterio (63).
La experiencia de la locura fue traumática para Carrington, y la recordará siempre, como puede verse en las entrevistas que concederá a lo largo de su vida. Desde una perspectiva mitológica, su viaje a la psicosis es una narración del descenso que conduce a un proceso de muerte, resurrección y transformación. Las representaciones de la muerte en Memorias de abajo aparecen tanto en el relato la descripciones de los efectos producidos por Cardiazol como en el dibujo de un ataúd conteniendo un cuerpo con dos cabezas –otro símbolo de la escisión− en el mapa, justamente en el lugar llamado “Radiografías”. La heroína llega entonces al punto más profundo en su descenso, y a partir de allí comenzará su lucha por sobrevivir ayudándose de la alquimia como el lenguaje que le va a permitir restituir el equilibrio físico y psíquico. Alcanza finalmente la Obra en su última alucinación o fantasía y culmina después el proceso de transformación al recuperar la consciencia.
La descripción del infierno no se refiere solo al psiquiátrico, y en este sentido el relato es una denuncia contra las instituciones mentales, sino también a la experiencia de la psicosis, del sufrimiento que produce una enfermedad mental, en contra de la idealización surrealista de la locura como un medio de llegar a la suprarrealidad.
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Finalmente, de las dos posibilidades del descenso, que el sujeto resurja consciente e integralmente o que sobreviva, aunque herido y traumatizado por el pasado, nos preguntamos en cuál situar a Carrington. En el caso de Orfeo, hay pérdida, y en el de Eneas y Ulises, ganancia, aunque también un destino ineludible con la consiguiente falta de libertad; en cambio, Perséfone no abandona ninguno de los dos mundos, sino que los alterna. La imaginación, lo extraordinario, lo esotérico será una constante en las obras de Carrington desde sus inicios: en la pintura Abajo y en el relato de las Memorias irrumpe lo fantástico. En su locura, ha cruzado la frontera al otro lado (“y acabé creyendo que me hallaba en otro mundo, otra época, otra civilización, quizá en oro planeta que contenía el pasado y el futuro y tal vez el presente”, 177). El palacete del sanatorio santanderino y el castillo de su infancia, Crookhey Hall, se confunden en sus pinturas y en sus relatos, convirtiéndose en espacios míticos de la autora. Son lugares liminares donde tiene lugar la confluencia de espacios y tiempos. Tras superar el viaje, Carrington habitará las dos dimensiones que se encuentran a cada lado del espejo, como Perséfone, sirviéndose tanto de la imaginación como de la experiencia. Por último, como es propio de las catábasis modernas, ha llegado a lo más profundo de su yo, perdiendo su identidad, para después resurgir más fuerte y más sabia.
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El presente artículo, si bien algo más breve y sin las imágenes que acompañan al texto, fue originalmente editado y publicado por Víctor Huertas Martín y y Asunción López Varela Azcárate en El relato mítico: sus nuevas materialidades y dimensiones en la cultura contemporánea. Editorial Comares, Granada, 2023, pp. 35-44.
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Mercedes Jiménez de la Fuente
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Notas
[1] Aberth comenta que, según Jimmy Ernst, los padres de Carrington hicieron lo posible por separarlos hasta el punto de denunciar a Max a las autoridades británicas (p. 29).
[2] Esta personificación de los objetos en la pintura es una característica que influirá a su amiga Remedios Varo (Aberth, )
[3] Hesíodo, Teogonía, Alianza, 2003.
[4] Eneas es guiado por la Sibila de Cumas a la cueva o antro donde está la entrada al inframundo. Ella le advierte que entrar en el Averno es fácil, pero salir no. Le aconseja que para entrar a la gruta debe atravesar primero un bosque frondoso y un lago o río, y llevar como regalo a Proserpina un ramo con un tallo de oro de un árbol consagrado a Juno infernal.
En la Odisea, Ulises viaja al inframundo para encontrarse con el alma del tebano Tiresias, quien conserva la razón y a quien solo Perséfone le ha dado inteligencia y saber, a diferencia de las demás almas, que revolotean como sombras. Después de navegar por el río Océano, Ulises convoca a las almas tras realizar unos rituales y ceremonias en el lugar indicado por la hechicera Circe. Estas se reúnen al borde de un pozo en torno a la sangre de los animales sacrificados, sangre que necesitan beber para poder recordar, y que Ulises defiende con su espada. Solo dejará que beba, al principio, Tiresias, y luego, su madre Anticlea.
[5] Poniatowska recoge en Leonora las palabras que le dijo Mabille a la joven: “el relato de una mujer que regresa del infierno y sabe comunicarlo es un regalo para el psicoanálisis y la filosofía” (2012: 327).
[6] Las palabras resaltada en cursiva aparecen así en el texto original.
[7] Caballero Guiral propone una interpretación del significado de estos elementos (2017).
[8] Leonora Carrington vivió la mayor parte de su vida en México, y su figura se reivindica como una artista no solo inglesa sino también hispanoamericana. Otros escritores como los argentinos Ernesto Sábato y Julio Cortázar presentan incursiones en un inframundo infernal. Fernando Vidal deambula perdido en los túneles subterráneos de Buenos Aires en Sobre héroes y tumbas (1961); Horacio Oliveira, en el capítulo 54 de Rayuela, baja en un montacargas al depósito de cadáveres, donde se encuentra con el alma de la Maga a través de Talita. También transcurre en México la acción de Bajo el volcán (1947), de Malcom Lowry; en el famoso capítulo VII se cuenta el descenso del Cónsul, Geoffrey Firmin, y la vuelta de giro que se produce en su vida de autodestrucción con el alcohol como catalizador.
[9] En Pedro Páramo, Juan Preciado es el extranjero que entra en el espacio mítico y escucha las conversaciones de los muertos; sin embargo, a diferencia de Eneas o de Dante, no regresa ya al mundo de los vivos porque muere allí. Nos iremos dando cuenta de que las voces que escucha y sus recuerdos pertenecen al Juan Preciado difunto y enterrado junto a otro cadáver, Dorotea, con quien conversa. Su muerte es el punto de inflexión en el relato. También en esta novela el espacio mítico se identifica con el infierno, el infierno que fue vivir bajo la tiranía de Pedro Páramo, en tiempos del padre, y en lo que se ha convertido una Comala desierta, solo habitada por almas sufrientes.
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