Las enseñanzas de la guerra
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Las enseñanzas de la guerra
Muchos de los tópicos y lugares comunes aplicados al fenómeno de la guerra quedan justificados y recubiertos de una pátina de indiscutibilidad. La guerra, se dice, es el peor de los males, el más horrendo episodio de las acciones humanas, allí donde las primeras sacrificadas son la compasión y la verdad, etc. Todo eso es cierto, pero muchas veces se queda en el umbral de la realidad sin penetrar en ella, preso en las redes de la retórica. ¿Podemos, sin embargo, aprender algo de la guerra (al margen de la impotente salmodia del “¡nunca más!”)? Sí, parece que podemos aprender, al menos, tres lecciones amargas que giran en torno a los tres argumentos que hemos venido escuchando estos meses a propósito de la cruel y vergonzosa invasión rusa de Ucrania. He aquí sus títulos: a) cada guerra es distinta y no es posible establecer comparaciones entre ellas; b) lo importante no es condenar esta invasión, sino entenderla y captar el entramado de fenómenos que han conducido inexorablemente a ella; y c) los medios de comunicación son agentes interesados y están todos ellos contaminados de falsedad, por lo que no hay que fiarse de nadie.
Pasemos a desarrollar cada uno de estos puntos.
- Si los fenómenos están desconectados entre sí, aunque sean de la misma naturaleza, quiere decirse que el conocimiento de la historia resulta completamente inútil. Si la guerra civil española, por poner un ejemplo, no tuviera absolutamente nada que ver con las dos guerras mundiales y con otras guerras posteriores, entonces ni siquiera tendría sentido compararlas. Esto viene a cuento, entre otras cosas, por el debatidísimo asunto de la no intervención. Que ésta acabó propiciando el triunfo fascista en España o precipitando la segunda guerra mundial (por la cobarde voluntad franco-inglesa de apaciguar a Hitler a cualquier precio) no debería suponer, según esta forma poliédrica e invertebrada de plantear las cosas, ningún motivo de especial inquietud. La historia no se repite pero rima, decía Mark Twain, pero parece que en nuestros días las cosas se perciben por separado de modo que cada fenómeno –en este caso la guerra- empieza siempre desde cero y sin conexión con otros fenómenos de su misma especie. De esta manera viene a quedar diluida cualquier mala conciencia al calor de la convicción de que esta vez las cosas serán diferentes.
- La confusión reinante entre explicar un fenómeno y justificarlo resulta especialmente nefasta en nuestros días. Si bien es completamente cierto que es muy conveniente conocer un fenómeno para poder manejarlo y controlarlo (y, en lo posible, evitarlo), también lo es, por desgracia, aceptar que el dilema entre comprensión y justificación nos coloca en un escenario donde ambas nociones van creciendo al unísono, pues parece que comprenderlo todo, como decía Camus, es perdonarlo todo. Y no sólo porque la comprensión vendría a iluminar determinados recovecos de sentido que iluminan el fenómeno y predisponen a su “sabia” aceptación, sino también porque la comprensión logra señalar las crecientes aporías y dificultades presentes en el fenómeno, lo que desanima a quien acomete la labor de su transformación. Pero todo esto se instala en un eje horizontal, empírico, donde el propio entramado de fenómenos instaura y justifica su propia evidencia. Aún más: ni siquiera hacen falta comprensión ni sabiduría para dar por bueno el complejo entramado empírico de los fenómenos. Basta, en la mayoría de las ocasiones, con dar por supuesto que se da un entramado fenoménico sin tener que conocerlo para alimentar la actitud del que dice “no nos metamos en medio, no sabemos qué pasó ni quién empezó”[1]. (Aplíquese esta máxima al Comité de No-intervención en la guerra civil española).
Pero en medio del eje horizontal, no obstante, aparece y se entrecruza un eje vertical de naturaleza ética encargado de reflejar un estado de tensión con el eje horizontal. Frente al pesimismo de la inteligencia, solía decir Antonio Gramsci, se erige el optimismo de la voluntad. Frente al qué se puede hacer, el qué se debe hacer. Frente a la barbarie, la razón.
- Como sabemos, nos ha tocado vivir unos tiempos confusos y complicados donde una de las grandes sacrificadas es la cuestión de la verdad. Al calor de una interpretación simplista y algo malintencionada de la afirmación de Nietzsche de que no hay hechos sino sólo interpretaciones (afirmación que arranca a partir de Kant y con la que éste inaugura la contemporaneidad del pensamiento filosófico), parece que hoy las pos-verdades, las fake news, etc., han acabado tomando carta de naturaleza. Pero esto supone que todo, absolutamente todo es o puede ser falso o manipulable hasta el infinito, lo que, a su vez, viene acompañado de una teorización ad hoc que refleja una posición absoluta y radicalmente irrefutable. No hay percepción ni experiencia ni concepto ni idea de la que no quepa decir “todo esto que usted dice es algo subjetivo, unilateral, etc., algo de lo que no hay que fiarse”. Cualquier texto, cualquier imagen arrastra su propia sombra de falsedad, lo que permite mantener una cómoda posición desinteresada e indiferente. Y no sólo eso. Tal postura permite conservar aquella artificial sensación de superioridad moral del que dice “¡A mí no se me engaña fácilmente!”.
Pero aún hay más. Este elegante (y cómodo) escepticismo experimenta, como si fuera el impulso de retroceso de un cañón al disparar, un efecto demoledor: tachar todo discurso moral o simplemente contrafáctico calificándolo de totalitario y peligroso. En este sentido, la actitud de sospecha aumenta su área de influencia y puede desterrar tranquilamente todo aquel pensamiento que se salga de los límites de lo comprobable empíricamente. La guerra, al fin y al cabo, no es más que un hecho. Y si a esta afirmación le encasquetamos un esquema metafísico (es decir, dogmático y, por tanto, empíricamente incomprobable) y dictaminamos que las cosas siempre han sido así y que, por tanto, así se reproducirán una y otra vez hasta el infinito; si aplicamos este esquema, decimos, la indiferencia, el escepticismo y la pasividad quedan perpetuamente garantizados.
Alguien ha dicho que ser inteligente consiste en estar siempre en movimiento, siempre alerta contra el conformismo y la estupidez propios. Esto es algo que nos enseña esta guerra, todas las guerras en general y todas las cosas de este mundo con tal de que las miremos con atención.
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Luis Martínez de Velasco
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[1] Esto recuerda un chiste del genial dibujante Antonio Mingote. Dos amigos van por la calle y ven que una banda de gamberros está apaleando a una pobre anciana. Un amigo le dice al otro: “No te metas, que no sabemos cómo ha empezado esta pelea”. Podrá objetarse que el paralelismo entre este chiste y la invasión rusa de Ucrania está mal planteado desde el principio, pues se está dando por supuesto que Ucrania está representada por la anciana agredida. Tal vez no sea así, pero aquí estamos refiriéndonos al pueblo ucraniano, inocente e indefenso ante la ferocidad y el odio de las tropas rusas. Y decir que hospitales, escuelas, residencias de ancianos o bibliotecas son objetivos militares camuflados no hace más que añadir crueldad e ignominia a la situación.
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