Presentación de «Memorias desvergonzadas» de Javier Sádaba Garay – La Térmica – Diputación de Málaga [Málaga] – Rafael Guardiola Iranzo & Sebastián Gámez Millán

Presentación de «Memorias desvergonzadas» de Javier Sádaba Garay – La Térmica – Diputación de Málaga [Málaga] – Rafael Guardiola Iranzo & Sebastián Gámez Millán

Presentación de «Memorias desvergonzadas» de Javier Sádaba Garay – La Térmica – Diputación de Málaga [Málaga]

Martes 12 de Febrero de 2019

 

***

 

 

***

 

Durante muchos años, Javier Sádaba ha ejercido como Catedrático de Ética en la Universidad Autónoma de Madrid, donde nos conocimos, en el lejano 1984 de resonancias orwellianas. Antes de ello, fue profesor en las Universidades de Tübingen, Columbia, Oxford y Cambridge, y campeón de Catecismo de Portugalete, a los seis años de edad.

En aquellos tiempos lejanos de la llamada “movida madrileña” y del ocio protegido de una posmodernidad un tanto hortera que reclamaba “erecciones generales” y que nos recordaba el terror que nos puede producir la desaparición de nuestra chica en un hipermercado o el placer mediático de “ser un bote de Colón”, dicen las malas lenguas que Javier Sádaba votó al cuarteto musical femenino “Las Vulpes” para dirigir el Departamento de Filosofía de la Facultad. Para su información, el gran éxito de Las Vulpes del momento fue el tema nada versallesco Me gusta ser una zorra. Muchos alumnos pensábamos que Sádaba era un agente provocador, un frívolo mentor del cinismo griego, y que se sentía más cerca de nosotros que de los serios profesores de la Academia. Vamos, que era un desvergonzado y un enemigo confeso de la corrección política.

Pero ya entonces era imposible escandalizar. Vivíamos y vivimos en una sociedad del espectáculo y acciones como la mentada no pasaban de lo testimonial. Les confieso, por si acaso, que a mí no me cuesta ponerme en el lugar de Javier Sádaba en estas lides, ni participar voluntariamente en la sociedad humorística que censuraba Daniel Bell con tanto ahínco. A los dos nos gusta hacer imitaciones y los chistes malos, aunque sea para no perder la costumbre de reír. En su caso, pesa más la complicidad con su nieto, al que está enseñando latín y un montón de cosas útilmente inútiles.

No obstante, ahora que no nos oye nadie, les diré que Javier Sádaba es bastante vergonzoso, comedido, cortés y mesurado y su filosofía no es descocada, sino un pensamiento de “lo esencial” y, si me apuran, de ese “amor galante” que practica la seducción con tenacidad y destreza atléticas. Los cuarenta libros que ha publicado, así como los innumerables artículos, presentaciones, prólogos y participaciones en volúmenes colectivos así lo atestiguan. A pesar de ello, es un agnóstico exhibicionista. Le gusta mostrar, a veces sin gabardina, sus vergüenzas cognitivas, aunque no hay que desdeñar su gusto por la simulación e incluso su afición a la dialéctica negativa. Por eso no le importa que hablen mal de él, y es proclive al disfraz, aunque nunca lleve corbata. Tal vez sea su mecanismo de defensa más arraigado. Por otra parte, no hay que olvidar que es un consumado polemista y un pensador que nunca ha puesto reparos a salir a la plaza pública, encabezando manifestaciones izquierdistas y abertzales, o incluso haciendo de maniquí improvisado en la portada del semanario del diario El País. Y ha explorado con pericia y desde todos los ángulos el imperio de los medios de comunicación. Recuerdo con satisfacción, por ejemplo, sus intervenciones en el programa televisivo “La Clave”, dirigido por José Luis Balbín, y sus agudas argumentaciones a propósito del aborto en sus debates con Ruiz Gallardón padre.

En ellas se podía constatar la versatilidad de un pensador con registros para todos los gustos y vocación de presente, pues siempre ha sabido conjugar el rigor del discurso académico con la filosofía práctica de tono socrático. Y es un filósofo de la sospecha, al estilo de nuestro admirado Wittgenstein, objeto de su Tesis Doctoral sobre el lenguaje religioso y la filosofía analítica y de un pequeño libro publicado en 1980 por la Editorial Dopesa al que tengo gran cariño, pues me acompañó en mi primer viaje estupefaciente a través de las páginas del Tractatus del vienés, inducido por el catedrático de Lógica, Manuel Garrido. Moderó, sin duda, mis excesos neopositivistas y cientificistas con claras observaciones sobre la ética, la muerte y el sentido de la vida.

En el epílogo de su pequeño gran libro sobre Wittgenstein, Sádaba recoge una cita reveladora de los comentarios de aquél sobre La Rama Dorada de Frazer: “…la manifestación de la muerte, del nacimiento y del sexo, es decir, todo lo que el hombre, a lo largo de los años, percibe sobre sí… es aquello que realmente sabemos y nos interesa”. El sexo y muerte, como también nos recuerda Freud, es lo importante, lo que dirige nuestra atención y nuestras pulsiones inconscientes. También, por supuesto, la trayectoria intelectual y vital del filósofo de Portugalete. En ella juega un papel central la reflexión sobre el hecho religioso. En éste y en otros terrenos recoge la herencia del auténtico fundador de la Filosofía de la Religión, el escocés David Hume. Como Hume, Sádaba se siente cómodo con el sano sentido común del empirismo, practicando los malabarismos del escepticismo moderado, haciendo gala de agnosticismo y laicismo, y mostrándose inflexible con el dogmatismo, aunque los recepcionistas de los hoteles no acierten a pronunciar correctamente su apellido. Se trata, en definitiva, de investigar con solvencia la madeja de relaciones existentes entre la religión, la ética y la política, sin olvidar que la filosofía es una actividad imposible al margen de la mediación del lenguaje y unas altas dosis de un optimismo nada ingenuo.

En otro orden de cosas, y al igual que a Nietzsche, otro filósofo de la sospecha, a Javier Sádaba le gusta la Zarzuela, pintoresca y carnal, y piensa que la vida, sin música, sería un error. La música, además de codificar el ruido, invita a compartir, a colaborar, a cantar con una sola voz, la voz de los vascos en una suerte de fiesta rousseauniana donde la risa y el vino corren a raudales. Por otra parte, su vitalidad insultante le recomienda adornar la bebida de los dioses con tonos frutales. De ahí su pasión por la sangría y el “buen vino” que excita la sociabilidad, y nos hace cantar –bien o mal. Y no olvidemos que la solidaridad orgánica también se alcanza gracias a la orteguiana voluntad de aventura de los lances deportivos. Doy fe de que Javier Sádaba, socio de honor del Athletic Club de Bilbao, está en forma. Nos dio noticia de sus amores balompédicos en sus clases. Uno de sus primeros gestos, antes de empezar la jornada, consistía en abrir su cartera y sacar de su improvisada chistera libros recomendados. Quedaba entonces a la vista una pegatina interior alargada con el lema «yo amo al Athletic de Bilbao”.

Tal vez, por ello, su propuesta ética sea la de una ética erótica, centrada en el deseo y el buen vivir, con una clara proyección política desvergonzada, enraizada en el anarquismo individualista a lo Chomsky y en las antípodas de los que prefieren construir aquí kantianos catálogos de deberes. La Bioética, la Filosofía de la Medicina, las Neurociencias y la Biotecnología han llamado a su puerta los últimos años y marcan un horizonte intelectual construido con frases cortas y el firme deseo de hacerse entender en este “mundo al revés” con precisión anglosajona y sin un afán proselitista, como le pasaba a Zaratustra.

Pero lo que no puede ocultar su propensión al exhibicionismo, es que Memorias desvergonzadas es una apología de la amistad –a pesar de sus innumerables dardos- y una sincera declaración de amor hacia Elena, su compañera en esta enigmática vida, a la que besa todos los días a través del aire en las fotografías familiares, en su hijo y en su nieto, y en ese puñado de cristales rotos que, según Borges, es la memoria. Como diría Humphrey Bogart, “siempre nos quedará la desvergüenza. La habíamos perdido hasta que Javier Sádaba vino a Málaga; pero la hemos recuperado esta noche”.

 

***

Rafael Guardiola Iranzo

 

 

Rafael Guardiola Iranzo, Javier Sádaba Garay y Sebastián Gámez MIllán

 

 

 

Javier Sádaba Garay

 

***

 

En primer lugar, quiero agradecer a Javier Sádaba la voluntad con la que aceptó presentar sus últimas memorias en Málaga y su presencia hoy aquí. A la Térmica, y en concreto a las personas que están detrás de ella y la hacen posible, por ofrecernos generosamente su espacio y sus instalaciones. Y a Rafael Guardiola, por permitirme una vez más creer que juego en el Liverpool y, por tanto, que nunca estaré solo.

Después de esta cálida y precisa semblanza de la trayectoria intelectual y vital de Javier Sádaba esbozada por el que fuera su antiguo alumno y hoy felizmente amigo, Rafael Guardiola, y de las provocadoramente irónicas e inteligentes observaciones con las que despierta el deseo de sumergirse en estas últimas memorias de Sádaba, ¿qué cabe esperar de mí?

No lo sé, pero en cualquier caso lo menos que puedo es ofrecer una lectura atenta y crítica, mencionar algunos de los numerosos temas y autores que desfilan por estas páginas, formular unas cuantas preguntas sobre cuestiones filosóficas, éticas y políticas que a todos en mayor o menor medida nos conciernen, y someter al tribunal de la razón pública, que somos todos nosotros, si bien en no pocas ocasiones no se oigan más que unos cuantos ecos, algunas de las afirmaciones que se sostienen en estas memorias, a fin de ampliar el espacio deliberativo, indispensable en cualquier democracia que se reconozca como tal.

Quizá la pregunta que más me ha acompañado durante la lectura es: ¿a quién se dirige la voz del narrador de estas memorias? ¿A Elena, a sí mismo, a Dios? “A la tarde te examinarán del amor”, escribió san Juan de la Cruz. No descartaría ninguna de estas hipótesis, a pesar de que el autor se declare “agnóstico”, que es lo más racional desde una perspectiva epistemológica. Pero, ¿creemos atendiendo en todo tiempo a razones o en función de los sentimientos? ¿No son a menudo secuestradas las razones por las convicciones de fondo, a su vez aliadas o liadas con emociones?

Escritas en estilo conversacional, estas memorias están dedicadas a Elena, su mujer, la madre de su hijo, su compañera, su amiga, su amor. Y contiene emocionadas evocaciones y reflexiones acerca de lo que le ha llevado a sentir y ser: “se ha dicho tanto sobre el amor que cualquier palabra parece una palabra de más. Y, sin embargo, no hay más remedio que seguir hablando del amor. Nos tira de las orejas, nos hace romper el silencio, nos obliga a que demos vueltas alrededor. Y es que hay que reconocer que lo que deseamos en nuestra efímera vida es querer y que nos quieran” (p. 22).

Y, aunque advierte que “eróticos son todos los amores” (p. 111), señala algunos aspectos esenciales para cualquier forma de amor perdurable, como el cultivo, el reconocimiento mutuo y la simetría (p.23). Confieso que eché de menos que no hubiera más páginas dedicadas a Elena y al amor, y con frecuencia el autor se deje arrastrar por la espuma de los días en forma de digresiones sobre temas sociales y políticos, como si se sintiera dividido entre la fidelidad al recuerdo del pasado y la lealtad al presente permanente.

Una de las pensadoras que más lúcidamente ha escrito sobre este género afín a las memorias, María Zambrano, mantuvo que “la confesión no es sino un método de que la vida se libere de sus paradojas y llegue a coincidir consigo misma (…) Todo el que hace una confesión es en espera de recobrar algún paraíso perdido”. No sé hasta qué punto es el caso aquí de Sádaba, pero no dudo de que mientras piensa y escribe sobre Elena, sigue aún con ella, si es que ella no habita en él. Sospecho que otro de los propósitos de estas memorias, consciente o inconsciente, voluntario o involuntario, es recoger el hilo conductor de una vida, descubrir el sentido entre tantos sin sentidos, búsqueda común a las disciplinas de sus estudios universitarios en Teología y Filosofía.

Estas memorias arrancan desde su estancia en Tubinga para hacer una tesis doctoral sobre Wittgenstein, y donde se conocerán Elena y Javier, y recorre su retorno a España juntos, su incorporación como docente, su “triste” salida hacia Nueva York, su vuelta y la obtención de una plaza de profesor en 1976, hasta nuestros días, después de jubilarse tras treinta años ejerciendo en la Universidad Autónoma de Madrid, en la que llegó a ser Catedrático de Ética. En estos años ha publicado 40 libros, multitud de artículos, y ha participado en debates públicos de la presa, la radio y la televisión. Aparecen en estas memorias numerosos temas, desde el amor y la amistad, pasando por la educación, una crítica a la universidad española, hasta el laicismo, la eutanasia, el aborto…

Por estas páginas desfilan numerosos personajes del mundo intelectual y cultural, como José Luis López Aranguren, José Ferrater Mora, Gustavo Bueno, Carlos París, Emilio Lledó, su “amigo y maestro” Tugendhat, uno de los filósofos que más se ha esforzado en encontrar el fundamento de la ética, Javier Muguerza, Fernando Savater, Ángel Gabilondo, Gregorio Peces Barba, Javier Solana, Federico Mayor Zaragoza, Luis María Ansón, Nieves Herrero, Elena Ochoa… la mayoría de los cuales no salen bien parados en sus retratos, a veces despachados sin eludir la falacia ad hominem. ¿Fue responsabilidad de ellos, de Javier o acaso de ambos? Me he preguntado si no hubiera sido más elegante prescindir de las (des)calificaciones ¿No habla también el retrato de quien los retrata?

Al final de estas memorias leemos algo que no está exento tampoco de cierta contradicción: “Trato a todos con respeto pero no ahorro nombres. No quisiera faltar a nadie pero no me callo”. ¿Puede haber nombres sin ajustes de cuentas? Tal vez sí, en el espacio del amor y de la gratitud. Hay una búsqueda de un equilibrio reflexivo entre la libertad de conciencia y expresión, y el respeto a los otros. Pero estas memorias se inclinan claramente por lo primero, dentro de un ejercicio filosófico clásico que exploró Michel Foucault y que se denomina “parresía”, que consiste en decir la verdad, entendiendo por ello lo que se piensa, sin censura ni autocensura. De ahí el título: Memorias desvergonzadas, que no es lo mismo que memorias sin vergüenza, (sentimiento básico para la moral, pero al mismo tiempo represor).

Mención especial merece Chomsky, “el revolucionario lingüista con alma libertaria comprometida”, que con más de noventa años “continúa escribiendo, hablando y luchando con un espíritu de juventud admirable. Su figura –escribe Sádaba– es una de las más sobresalientes del siglo XX y parte del XXI”. Sin duda pasará a la historia por sus valiosas aportaciones a diversas disciplinas científicas: a la lingüística, la psicología, la filosofía del lenguaje, la teoría política, el periodismo… Si bien sospecho que su simpatía se estrecha por sus posiciones políticas, que van desde el socialismo libertario al anarquismo.

En un momento dado hace un balance, a mi parecer poco esclarecedor, de sus principales aportaciones en las tres disciplinas que más ha estudiado, investigado y escrito: filosofía de la religión, bioética y Wittgenstein, del que ha sido uno de sus introductores y principales divulgadores en España. Sádaba concibe la filosofía a la manera de Wittgenstein, el pensador sobre el que hizo su tesis doctoral y el que probablemente más le ha acompañado a lo largo de su vida.

Concibe, pues, la filosofía como actividad clarificadora por medio del lenguaje y, en el caso de pseudoproblemas, de disolución de los mismos. Y en este sentido posee una función terapéutica. Nos recuerda el origen común y el parentesco entre la medicina y la filosofía, que “es una ayuda para vivir lo mejor posible” (p. 106).

El autor insiste en la distinción entre “describir” y “valorar”. Pero si la hermenéutica, no metodológica, sino ontológica, abierta por Heidegger y urbanizada por Gadamer, puso en tela de juicio a la fenomenología de Husserl, es porque cuando “describimos” estamos ya “interpretando”, que en no pocas ocasiones equivale a “valorar”. No es lo mismo describir un fenómeno con unos términos que con otros. Por ejemplo: ¿es lo mismo “político preso” que “preso político”? Aunque según las matemáticas el orden de los factores no altere el producto, aquí determina una conclusión. Y no depende de la descripción, sino como sugería Lewis Carroll, de quién manda, quién interpreta y construye el relato, y el grado de consenso social que alcanza.

Como muchos intelectuales desde la llamada Generación del 98, si no antes desde Larra, no sé si por un sentimiento ambivalente de amor y de odio hacia España, o bien desde el rechazo de una creencia nacionalista, es muy crítico con España, de la que afirma “que no existe” (p. 117), y a la que describe como “país africano con pinceladas europeas” (p. 16). Sádaba opina que la llamada Transición fue una “continuación” y “traición” (p. 26) del “interminable período neofranquista” (p. 29).

Sin embargo, sostiene el autor que “en un nivel muy primario, todos, sin excepción, somos nacionalistas” (p. 46). Sospecho que “nacionalismo” no es lo mismo que “patriotismo”, aunque con frecuencia se confundan. Podemos amar los lugares donde nacimos y crecimos porque están vinculados a nuestra memoria sentimental, pero de ahí no se deduce que no lo sometamos a crítica ni que ello nos impida reconocer que hay espacios más bellos, tradiciones, costumbres y valores más civilizados… En otros términos: ¿estoy condenado a ser del Málaga porque he nacido en Málaga? Lo que uno admira es la excelencia con la que se practica algo, sea el fútbol, el arte, la filosofía, el civismo, la política o lo que quiera que sea, independientemente de dónde se haya nacido (cosa que nadie elige ni para la que se requiere de manera necesaria esfuerzos o méritos).

Recientemente se ha traducido al español Por amor a la patria, un estudio de Maurizio Viroli, profesor de Ciencias Políticas en Princeton, que defiende que el patriotismo lo encontramos ya en la antigua Roma de Cicerón, vinculado al amor a nuestras raíces y el entorno y, por consiguiente, conectado con los valores republicanos de la libertad, la igualdad y la solidaridad, a diferencia del nacionalismo (o, si se prefiere, de los nacionalismos), que pretende privilegiar el espacio de unos ciudadanos por contar con una lengua y una cultura diferente, cayendo a menudo en una lógica bivalente y excluyente, que anula la pluralidad y que convierte a los otros en amigos-enemigos, y desemboca en confrontación sanguinaria, pues, como ha señalado Fernando Savater, que lo ha padecido en sus carnes con temor y temblor, “no todos los nacionalismos son terroristas, pero todos los terroristas son nacionalistas”.

Si insisto en ello no es solo por las páginas que le dedica Sádaba a esta cuestión, sino porque tengo para mí que es uno de los debates políticos actualmente más acuciantes en España, Europa y el mundo. Por lo demás, desde una perspectiva cosmopolita, uno no es vasco o español, sino más bien vasco, español, europeo y del mundo (el economista y filósofo Amartya Sen ha escrito acerca de “las identidades múltiples”). Sin el marco universal, el patriotismo, al igual que el nacionalismo, degenera en provincianismo o cosmopaletismo.

Entiendan las anteriores consideraciones como preguntas. Ahora es el turno de que el profesor Javier Sádaba nos aclare estos enredos conceptuales entre los que vivimos y convivimos. Gracias.

 

***

Sebastián Gámez Millán

 

 

 

 

 

 

***

____

Nota

  1. Javier Sádaba. Memorias desvergonzadas. Editorial Almuzara, Córdoba, 2018. ISBN: 978-84-17418-22-9.

 

 

 

Categories: Filosofía