Orfandad – Antonio Báez Rodríguez

Orfandad – Antonio Báez Rodríguez

Orfandad

 

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Mi padre murió y su taxi me pareció un objeto opresivo, absurdo, en la puerta de casa. Me costó aceptar que no lo enterrasen dentro de él. Mi padre quería que yo lo heredase, pero le dije a mi madre que no quería ser taxista. Había anunciado en multitud de ocasiones mi deseo de hacerme escritor, pero nadie me echaba cuentas. Como si nunca me hubiesen oído. Mi padre había mantenido durante toda la vida las distancias con sus hermanas, que a pesar de todo acudieron al funeral acompañadas de mis primas, a las que yo no había conocido antes. Enseguida me di cuenta de que mis tías eran extraterrestres al lado de mi padre, como yo mismo. No derramaron una sola lágrima y estuvieron serias y guapas. Mis primas acababan de entrar en la universidad y yo les dije, ufano y presuntuoso, que sería escritor. Se marcharon después de grabarme a fuego las mejillas con sus labios. Mi madre despotricó todo lo que quiso en cuanto se marcharon. No dejé de pensar en mis tías y en mis primas en las semanas posteriores. Las llamé con la excusa de que quería saber por qué ellas y mi padre apenas se hablaban, aunque ese asunto en realidad no me interesaba. Yo tampoco me hablaba con él, a pesar de que vivíamos juntos. Me invitaron un domingo a merendar en el chalet de una de ellas, adonde acudirían las demás. Les caí bien, no pedí explicaciones y la jornada resultó agradable. Intercambié los números de teléfono con mis primas. A las pocas semanas una de ellas me llamó para invitarme a ir a un concierto con sus amigas. Salí con todas. Eran cuatro. Las cuatro me gustaban, y también sus amigas. Decidí escribir esa historia. Presentaba a mi padre de cuerpo presente, luego aparecía el taxi aparcado en la puerta del edificio obrero, la siguiente escena mostraba la introducción del ataúd en un nicho mientras narraba mi extrañeza de que a mi padre no lo enterraban dentro de su taxi, un ataúd-taxi. Describía el rostro congestionado y lloroso de mi madre en contraste con la seriedad y contención de mis tías y primas. Me presentaba como un adolescente deslumbrado por unos seres misteriosos. El viejo, que era el impedimento para que el chico se relacionara con ellas, había muerto. Mis tías y mis primas me aceptaban en sus reuniones, a las que yo acudía a escondidas de mi madre. Tenía que buscar un modo de conducir la historia. Todas se me acercaban con un cálido cariño familiar, que, sin embargo, producía en mí efectos ambiguos, amor y rencor a la vez. En la última escena tenía entre los brazos un álbum de fotografías. Sólo en una de ellas aparecía mi padre como un hombre joven, guapo. Su visión me desataba el llanto. Acabé borrando ese relato y un buen día me vi al volante de su taxi. En el gremio todos sabían de quién era hijo. Si no fuese porque desarrollé un imán para dar vueltas por la ciudad con los pasajeros más extravagantes creo que hubiese empotrado el vehículo contra una farola. Y nunca es tarde, me suelo decir.

 

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Antonio Báez Rodríguez

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