Dos cuentos muy breves de Antonio Báez

Dos cuentos muy breves de Antonio Báez

Jazz

Se prendió en un incendio provocado por él mismo. Por un cigarrillo en la cama. Todos los periódicos locales dando la noticia. Dejó la noche cuando se cansó de la noche. Lo dejó todo. Cerró El Cantor de Jazz, al que tantas veces fui, solo o con Lola, solo o con alguien, y comenzó una vida diurna de universitario juvenílmente envejecido. Era fácil verlo, bohemio descolocado, a lomos de una bici llena de óxido. Ahora poemas, pastillas, alcohol y caída. Lo mejor del jazz. La muerte rondadora. Su padre murió de alcoholismo, su hermana se suicidó y su madre, como él, refrita en un incendio. Organizó hermosos, espeluznantes recitales. Al cabo de uno de ellos interpeló así al poeta:
-Maestro, creo que no llegaré a viejo.
-Llegarás a viejo, y antes de lo que te imaginas, le replicó éste.
Luego un libro póstumo para coleccionistas de alfabetos, que dejó grabado en un CD, Love´s Labours Lost, bajo este amparo shakesperiano, con el título de Las calles del miedo. Su nombre era Miguel Hernández, como el poeta, seguido de Torralbo.

 

 

Alcohol

Estaba de vacaciones y me tomé varios gintonics en un hotel de lujo. Me gustan los gintonics, me gustan los hoteles y me gusta el lujo. Luego salí a echar una siesta en unos jardines cercanos. Duermo sin problemas en la calle. Me despertó una mujer lamiéndome la cara. La miré y ella me husmeó como si fuese un perrillo, dando una vuelta completa alrededor de mi cuerpo tumbado en la hierba. Cerré los ojos conforme, sabiendo que no estaba solo. Cuando al rato extendí una mano se acercó de nuevo juguetona y dio su primer ladrido. El primero de unos cuantos. Me ayudó a que me pusiera en pie de esa forma animosa y saltarina que tienen los chuchos cuando quieren colaborar.
-Qué vacaciones me estoy pegando, le dije.
-Me alegro de que lo estés pasando bien, me gustaría acompañarte.
-Después de una siesta tan estupenda lo mejor sería dar un paseo por…
-¿La isla?
Me sorprendió y luego recordé haber conducido a través de un puente, pero no sabía que había llegado a una isla. Caminamos un buen rato para ver la puesta de sol. Era una mujer callada, pero en modo alguno taciturna, yo le hablaba y ella sonreía o ladraba, a veces ladraba hacia algunos árboles, hacia algún turista, que aceleraba el paso espantado.
-¿Y mis amigos?, le pregunté, cuando caí en la cuenta de que los había dejado en el hotel de lujo bebiendo gintonics.
Pero ella no me hizo caso, se limitó a escarbar un poco entre la hojarasca.
Antes de que el último rayo del sol se ocultase en el horizonte me dio por pensar que quizás podría tener una aventura con aquella mujer, pero fue una idea que no cuajó en mi cabeza. Sin darnos cuenta, en animada compañía, pero sin apenas conversación, le habíamos dado la vuelta a la isla y nos hallábamos de nuevo en el jardincillo donde nos habíamos encontrado.
-Tengo que buscar a mis amigos, le dije.
Sonrió y ladró con conformidad. El grupo de sus amigas salía en ese momento del casino cercano y la llamaron, algunas con ladridos breves, tímidos.
Me acerqué para besarla en una mejilla y volvió a lamerme.
-Adiós, le dije, ha sido una bonita puesta de sol.
-Siempre merece la pena, me dijo, antes de volver con su grupo, que se repartió en un par de coches.
Volví al hotel por ver si mis amigos continuaban bebiendo, lo cual no sería extraño, pero en el bar del hotel no supieron darme ninguna noticia. No tengo problemas con dormir al raso, creo que ya lo he dicho, pero me pareció que lo mejor sería coger una habitación y darme una ducha antes de bajar a tomar unas copas.

 

Antonio Báez

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