Mutilaciones – Antonio Báez Rodríguez

Mutilaciones – Antonio Báez Rodríguez

Mutilaciones

 

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Los críos mirábamos hacia donde él señalaba en la pizarra con aquella flor rota que era su mano. Mirábamos allí, pero sólo veíamos dentro de nosotros mismos algo atroz. Era un truco, además. Se guardaba él mucho la mano mutilada hasta que le parecía que era el momento de sacarla y ponerla a trabajar. Desde luego los mayores ya nos habían venido con el cuento a los pequeños.

-Le faltan dos dedos.

– Dos dedos no, le faltan tres.

-Pero tarda en sacarla.

-El año pasado no la sacó hasta Mayo.

A veces hacía amago de sacarla y la clase se helaba de silencio. Hubo un año que no la sacó, aquel en el que los dos hermanos se ahogaron en el río. No hizo falta. ¿Nunca ninguno le preguntó nada? Hubo otra vez que un chico listo, delgaducho, pálido, le pidió que contara lo que había ocurrido.

-Está bien, le dijo, como si los demás ya no estuviésemos allí. El viento ululaba. El viento ya ululaba antes de que sacase aquel día la mano. Luego, bueno luego, años más tarde, me confesó, cuando ya era un hombre, el chiquillo, que había adivinado que aquel día iba a enseñarla por fin.

– ¿Y por qué?

– Por la ropa, me dijo.

El tipo de ropa que solía llevar a clase, no sé, era una camisa, unos vaqueros y una cazadora para el frío que siempre hacía. Pero aquel día llevaba, por lo visto, además un pañuelo al cuello. Quizás él mismo pensaba que no lo premeditaba de esa manera, sino que el momento de sacar la mano surgía de una dificultad que se presentaba. Que la sacaba como un recurso más para dominarnos. Pero aquel antiguo alumno me dijo que no, que él sabía desde la primera hora que aquel sería el día en que la sacaría y que no se lo dijo a nadie. Sólo en voz alta, trémula, pidió que contase qué había ocurrido, dijo qué, eso lo recuerdo perfectamente, no cómo. La clase tenía un descolorido mapamundi en una pared, adonde todos mirábamos con nostalgia. Por la ventana se veía el prado y alrededor las montañas con sus eternas cumbres azules, descoloridas también. Había un crucifijo por encima de la pizarra. Cuando se hizo cargo de la escuela subió la pizarra y el crucifijo quedó encajado hacia el techo. De otra forma no le hubiese sido cómodo escribir en ella. Uno de los pequeñajos se atrevió a decir lo que todos estábamos pensando en ese momento.

-Maestro, qué alto es usted.

A veces nos dejaba haciendo las tareas y se salía afuera a fumar. Desde la calle miraba hacia dentro, donde cuchicheábamos fingiendo aplicación. Era salir afuera a fumar y sentirse un extraño, como si no fuese él, no sabía qué hacía en aquel lugar. En ocasiones se tenía por irreal. El chico me dijo que la exhibición de sus dedos cortados era una forma de adquirir la realidad que le faltaba. Nos espantábamos al verle los muñoncillos y él se crecía.

-Estábamos en la barra de un club de alterne, con una mano en una copa y la otra en el bolsillo de los pantalones, dijo mi compañero.

La imaginación (infantil en este caso) es truculenta. Las putas, después de todo, también son seres atrofiados, fantasiosos, que buscarían en la vacía prolongación de los muñones una caricia imposible. Allí escondía la mano.

¿Dónde puede esconder un hombre desnudo la mutilación de sus dedos? Dentro de una mujer desnuda. Las chicas se lo contaban unas a otras.

Allí, en la pizarra, en aquel valle frío y silencioso, pasaba ante nuestros ojos toda una serie de posibilidades que nos helaban los sueños. Había quien decía que le había estallado un explosivo mientras lo manejaba como un terrorista poco profesional. Otro insistió en lo que había oído en el pueblo, que los dedos se los había llevado en una bolsa de plástico el acreedor de una apuesta que no había podido saldar. De cualquier manera su llegada a la escuela del valle había introducido en la imaginación de sus habitantes, mayores y pequeños, el espejo de un miedo atroz que se levantaba de lo más profundo de sus temores, como la niebla que subía cada mañana por la ladera de las montañas. El pánico larvado a través de todas las pacíficas tareas cotidianas, a las que durante generaciones nos habíamos entregado, olvidando que no lejos de allí había un mundo desconocido, cuya desvaída representación se hallaba en aquel mapamundi de la escuela, que padres e hijos habíamos visto sin ver, con una nostalgia efímera, con una ensoñación blanda, que enseguida quedaba sepultada bajo el estiércol de las vacas del valle. Podríamos decir que el futuro de aquellos chicos se desvelaba cada vez que él sacaba la mano y la ponía en la pizarra acompañándose de una blasfemia para hacernos callar, para reprendernos por los malos resultados de un examen o para advertir que no toleraría una pelea más. En realidad, en una cosa sí que teníamos razón, era un enviado, no sé si del demonio, como propaló el cura, apoyado por sus beatas. Pienso ahora que era un enviado necesario.

Le dijo a su antiguo alumno, aquel compañero que me lo contó todo, que no se preocupase por él, que subiese con la chica, que lo esperaría allí tomando otra copa. Los vio ascender por unas empinadas escaleras, aferrando él su borrachera a la cintura de ella con una mano y la otra en el bolsillo.

Tragó una bocanada de aire, y se dirigió al chiquillo:

-Así que quieres saber qué ocurrió. Mocoso.

No dijo nada más, se limitó a mirarlo, cabeceó y sin dejar de mirarlo dejó la mano fuera y se paseó por toda la clase para que todos la contemplásemos de cerca. Se le hizo un nudo en la garganta. Eso fue todo. Nos ordenó que cerrásemos los cuadernos y que saliésemos de su vista. Todos nos marchamos, excepto el chico que había preguntado, que no se movió de su asiento. Puso la mano sobre el pupitre, el chico la miró y levantó la vista sin miedo. El maestro mutilado señaló el mapa de la pared.

-¿Adónde te gustaría ir?

Le dio la impresión de que era la pregunta que había estado esperando, porque se puso en pie y allí, en el mapa, señaló un punto, que no lograron ver ni uno ni otro, porque en ese momento la vista ya se les había nublado.

El nuevo maestro pidió que le bajásemos la pizarra. El inspector siguió de cerca la marcha de la escuela. Los críos contábamos que el primer dedo le llegó a su esposa, el segundo a los padres, el tercero a los periódicos. Los críos teníamos nuestros propios juegos, una fabulosa imaginación, a pesar de las rutinas en las labores agrícolas de padres y abuelos.

Cuando su antiguo alumno bajó, le hizo un guiño obsceno, desagradable, sacó la mano del bolsillo y la puso sobre la barra. No lo sé ahora, quizá le faltaban dos dedos, o tres, porque a mí también me puso la mano delante de la nariz cuando me lo estaba contando.

-Le dije a mi hermana que no sería capaz de cortarme los dedos con el hacha, ella dijo que sí, puse la mano en la tierra y le dije: tira.

Cortó por lo sano. Cortó por lo podrido. Me miró y en su rostro estropeado por los vicios de una vida sin rumbo, todavía pude hallar un chispazo de orgullo infantil en sus ojos.

 

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Antonio Báez Rodríguez

Categories: Griego para Perros