Perdón
La mujer madura habla consigo misma, piensa: no soy mala, pero a lo largo de estos años supongo que habré cometido muchas maldades. Me pasó contigo, bichito mío. Contigo me abrí un agujero en la cabeza que no puedo rellenar de nada. No te olvido. Braceabas y parecías una rata grande o un monito sucio. Te dije: no te voy a alimentar, eso no. Y hasta pareciste entenderlo, porque dejaste de berrear. Como si aceptaras tu sino. El de esos hijos de reyes que hay que sacrificar. Cógelo con ese paño grande, le dije. Apriétalo, que no respire más. Y te llevó lejos, al otro extremo de la ciudad. Para que el camión de la basura te triturase. Pero aquellos minutos, que pensé que eran insuficientes para que continuases existiendo, bastaron. Me hicieron este agujero. Luego lo limpiamos todo y nadie supo nunca. Le pregunté a él. Que me contase lo que había hecho. Y me dijo que te llevó bajo el brazo, dentro del chándal, por un camino por el que nadie subía. Y que te dejó dentro de un contenedor. Que ya ibas ahogado. Una rata grande muerta, pensé. Y te empecé a olvidar. Al principio fue fácil. Ninguna noticia en los periódicos. Nada en la tele. Yo seguí con mi trabajo. Con las cosas de los chicos, que me tenían siempre en un sobresalto. El uno cada dos por tres expulsado del instituto, el otro hecho un príncipe, cada vez que iba a verlo por aquel locutorio, que me decía: madre, no te preocupes por mí, que aquí soy el amo. Y es que se hacía respetar. Aunque yo supiese que no iría a ninguna parte. Como su padre. Una bala en el entrecejo. Luego la cosa se torció: empecé a pensar en ti. Pensaba en ti a cada momento. Pero siempre callada. Y a mi lado empezaste a crecer, invisible, siempre conmigo. Con ese aire de rata, de mono, de chico. Con esa sonrisa. Un día me lo dijiste con los ojos: no te preocupes, mamá. Me llamaste por primera vez mamá. Y volviste a callarte. Te voy a comprar ropa, te dije. Y te pusiste muy contento. Porque seguías envuelto en aquel paño o trozo de toalla, como si fueses hijo del mismísimo Tarzán. Fuimos a Prenatal y las dependientas creyeron que lo que me llevaba era para mi nieto. No les dije que todo era para ti, porque no podían verte. En casa intenté ponerte el pantaloncito y la camisa, pero no supe cómo hacerlo. Vieja inútil, me dije a mí misma. Pero no. Imposible. Hace ya mucho que no lo intento. Tampoco tú le has dado mayor importancia. No eres como esos chiquillos que van por las tardes al parque. Tú eres muy diferente y eso se nota cuando te miro y sobre todo cuando tú me miras a mí. Todo esto lo rumia una mujer a la que le podríamos asignar como nombre una letra del alfabeto griego, lo cual sería sólo una anécdota.
*
Antonio Báez Rodríguez