Un hombre con suerte – [Relato]
***

***
Un hombre con suerte
Metí mi último billete, que era de diez euros, en la máquina del tabaco, y cuando fui a recoger la vuelta del cajetín, volví a tener en mis manos diez euros en monedas, mi vuelta y la de alguien que se olvidó de recogerla. Me pareció una buena señal. Me gasté los diez pavos en un regalo para mi novia. Mi novia era por horas; con lo que me costó el regalo podría haber pasado con ella una hora, pero preferí tener un detalle romántico y esperar a conseguir algo de dinero más para follar. Creo que de verdad le gustó el marco para fotografías que le regalé. Tenía una foto de su familia en un bonito paraje de su Gambia natal pegada en la pared con chinchetas. También me alcanzó para unas velas aromáticas. Por mí, de haber tenido pasta, le hubiese regalado una buena cama en la que apoyar el colchón de matrimonio que por el momento descansaba en el suelo. Y ya puestos un buen colchón también. Al que tenía se le habían saltado todos los muelles y se me clavaban en la espalda cuando se me despatarraba encima o en las rodillas cuando se la metía desde atrás. Y eso que no se puede decir que empezáramos demasiado bien, pero es algo que suelen contar muchas parejas, aunque en los detalles quizás nuestra relación sea algo menos convencional que la mayoría. La primera vez que me llevó a su casa me acabó echando porque yo estaba tan borracho que no me empalmaba. Insistí en darle otro billete pero como no me quedaba ninguno me largó con cajas destempladas. Su mal genio no me impidió adivinar el pedazo de mujer que era. A las pocos días volví a buscarla y la verdad es que entre ella y sus amigas al principio me fui muy complicado distinguir. Más o menos todas se me parecían. Llevaban pelucas o el pelo alisado, los vestidos, si es que llevaban les quedaban muy cortos, cuando no directamente se tapaban las bragas con la chaqueta, aunque la mayoría de las veces lo que hacían era enseñarlas. Fue su voz lo que me hizo distinguirla de las demás. A estas alturas por supuesto sé quiénes son todas, se vistan o se desnuden como quieran. En mi descargo diré que ella tampoco me reconoció hasta que estuvimos desnudos sobre el colchón de su casa, tengo unas cicatrices que no pasan desapercibidas. Antes de darme cuenta ya tenía el condón puesto; su piel era oscura, no sé si negra, azul o púrpura, como esos manteles de terciopelo sobre los que se exhiben las joyas. No tardé en correrme. Me dijo que si yo quería nos podíamos hacer novios, por diez más me podía quedar un rato más. Y así fue cómo empezamos. Yo trabajaba en una copistería. A veces ella pasaba por la puerta sin saber que yo estaba dentro; iba de camino a su curro en el polígono en compañía de sus amigas. A última hora yo iba a recogerla, me tarificaba por debajo de lo habitual y pasaba la noche con ella por veinte pavos. Cuando se quitaba la peluca, las pestañas postizas, el maquillaje y el minivestido de lentejuelas lo que me quedaba era una mujer a la que el cansancio le ponía el cuerpo de malas pulgas. Abrázame y ya está, me decía. Pero yo sabía que cuando se despertase después de un buen sueño, se me montaría encima con unas ganas a las que yo no siempre era capaz de dar satisfacción; ahora méteme los dedos, me pedía, mételos todos, venga, que me caben, y a continuación caía exhausta a mi lado. Quédate ahí, le encantaban los churros y yo bajaba y subía con ellos y un par de chocolates. Los vecinos con los que me cruzaba me miraban de modo irónico, incluso despreciativo. Teníamos suerte de tener un piso solo para nosotros. Todas sus amigas compartían la vivienda. Así ahorraban y podían mandar más dinero a sus casas. Cuando le pregunté a ella me dijo que todos los de la foto, toda su familia había muerto, que no tenía a nadie en Gambia. Me alegré de haberle regalado el marco. Fue un periodo muy feliz para mí. Hacía años que no sentía algo parecido por una mujer. Mis relaciones se habían dado siempre mediante pago. Seguía pagando, por supuesto, pero en mí algo cambiaba. De hecho a veces me reía: mi novia era como un parquímetro; si quería seguir un rato más con ella tenía que volver a pagar. Un día se lo expliqué así y se enfureció, me echó de casa, armó un buen escándalo y los vecinos del edificio se acabaron asomando a las escaleras; me tiró por la ventana algunas cosas personales que se habían ido quedando en su casa. Ese fue mi error. Mi novia no era un parquímetro ni de broma y yo no lo había entendido. Nos reconciliamos después de que estuve una semana yendo a buscarla cuando acababa su jornada en el polígono, llamándola por el móvil y rogándole que me perdonara. Me dijo que para ser su novia ahora tenía que comprarle lo que le faltaba en la casa. Le dije que ahorraría y le compararía la cama. Se puso muy contenta y me dijo que cuando tuviésemos la cama la íbamos a reventar de tanto follar, eso me excitó muchísimo y la quise poner sobre el jergón que tenía en el suelo, pero como estaba sin blanca me quedé a dos velas. Mi miedo era que encontrase otro novio, alguien que manejase más pasta que yo, eso no era difícil. Una vez que se lo insinué me dijo: pero bueno, tú por quién me tomas, me lo dijo con su gracia gambiana. Miré en los anuncios de segunda mano, pero aún así me faltaba bastante para poder pillar lo más barato. Una mañana de camino a la copistería tuve un golpe de suerte y vi a un tipo poniendo un somier al lado de los cubos de la basura; estaba en perfecto estado y en una bolsa dejaron las cuatro patas. No me lo podía creer; soy un tipo con potra, me dije. Lo agarré y me planté en su casa con él; le dije que lo había conseguido a través de un amigo que también me iba a apañar un colchón. Por lo pronto montamos el que tenía en el suelo y la verdad es que cumplió su promesa; le rompimos una pata que seguro que no le habíamos colocado bien. Por primera vez permitió que me quedase en su casa mientras iba a trabajar y volvía. Era sábado, no tenía que ir a la copistería y me entretuve en arreglar la pata. A última hora fui a recogerla. Me dijo que se llevaba a un tipo a su casa, que yo me fuese a la mía. Le contesté que su novio era yo y no ese tipo. Me dijo que si creía que no lo sabía, que si la estaba tomando por idiota. Estuvimos un rato discutiendo; el tipo le daba cincuenta pavos por dormir con ella. Me hace falta ese dinero y tú no lo tienes para dármelo. Si te lo llevas, hemos acabado, le dije. Me apretó la cara cariñosamente con los dedos y se fue hacia el tipo, al que le pasó los mismos dedos por la bragueta. Yo lo conocía, era el de los Talleres de la plaza Larita. Habría discutido con la mujer y querría estar toda la noche fuera para darle por culo. Me fui a mi casa, que era un agujero compartido con un yonqui y un estudiante de arte dramático. ¿Qué haces tú por aquí?, me preguntaron cuando me vieron aparecer. No sé cómo, porque el humor que llevaba era de lo más siniestro, pero les conté lo que me estaba pasando. El yonqui dio su punto de vista; su novia también había hecho la calle antes de quedarse frita sobre la pira en la que ardió por un descuido; los celos son mala cosa, dijo. El estudiante de teatro estaba entusiasmado: cuánto tengo que aprender todavía, exclamó antes de marcharse a sus ensayos. Estuve unos días sin ir a verla, que se diese cuenta de que más que dolido estaba cabreado con ella; que no era una cuestión de celos, sino de orgullo. Visité a sus amigas, entre las que había una guerra de tarifas que habían caído por los suelos. Aproveché un par de ofertas con la intención de que ella se enterase. Ninguna de mis maniobras le provocó la más mínima reacción, así que volví un día al polígono a la hora en que recogían velas. Hola, le dije. Hola, contestó. ¿Te puedo acompañar a casa? Cuando estuvimos arriba me pidió que le pusiese el dinero bajo un jarrón en el que tenía unas flores de plástico. Me parecía que nada había cambiado hasta que me metí en la cama con ella. Mi culo se hundió con comodidad y no se le clavó ningún muelle, me dijo que me la chuparía para que durmiese como un niño, así que me tendí y sentí que el colchón me acogía con blandura pero también con firmeza. Después de que me corrí se tendió a mi lado y se acurrucó en mi costado. Nos quedamos dormidos enseguida. A ella el placer le gustaba al despertarse, así que me pidió que se la metiera y le diese bien fuerte; a mí me quedaba la sensación de que nunca le daba lo suficientemente fuerte, así que acompañaba las embestidas con una especie de mugidos, y como siempre que quería terminar bien tenía que echar mano de eso, de la mano, que le cabía casi entera. ¿Has cambiado el colchón? Me lo ha regalado mi novio. Cómo que tu novio, tu novio soy yo. Cortaste conmigo, me dijo. ¿Quién es?, le pregunté. Por aquellos días conocí a Herminia. Herminia era una mujer separada mayor que yo y madre de dos adolescentes. Herminia se acostó conmigo el mismo día que nos conocimos; hacía años que una mujer no me pedía dinero antes de meterse en la cama conmigo. No era muy exigente, todo lo que yo le proponía le parecía muy bien, pues eso era lo que decía, ahora date la vuelta que te la meta desde atrás y ella decía: muy bien; ahora hazme una paja con las tetas, y ella decía: muy bien. Lo que le volvía loca era que le pinzase los pezones, y gritaba: muy bien muy bien, hasta que se corría frotándose encima de mí. El buen humor y la simpleza de Herminia me conquistaron. Me olvidé de las negritas, de mi negrita gambiana. Era muy grato follar sin tener que pagar una tasa. Herminia tenía ganas de tener un hombre a su lado y como hombre yo casi que resultaba perro. Me propuso que me fuese a vivir con ella; no mencionó a sus hijos, pero yo sabía que estaban allí. La verdad es que los chicos no me pudieron recibir peor, sin llegar a lanzarme nada a la cabeza hicieron todo lo posible para que me sintiese como un intruso, un invasor. Me dije que era cosa de echarle paciencia al asunto. Cuando me iba a la cama con Herminia ellos parecía que estuviesen montando una fiesta con todo el vecindario, ponían la música a todo trapo, la tele, martilleaban las paredes por el puro gusto de agujerarlas y su madre y yo nos tapábamos la cabeza asustados, incapaces de hacer nada de nada. Para cuando se cansaron de acosarnos ya habíamos perdido una gran parte del deseo pero habíamos desarrollado un cariño muy tierno. Las buenas noticias llegaron cuando los chicos dijeron que se iban a vivir con el padre. A estas alturas solo pasan aquí algún que otro fin de semana. El otro día me acerqué por el polígono y estuve saludando a mis viejas amigas; pregunté por ella y la llamaron; se bajó de una furgoneta y vino a saludarme; más o menos me pareció que se alegraba de verme. Le solté diez pavos que me había encontrado en una camisa de uno de los hijos de Herminia cuando fui a meterla en la lavadora.
***
Antonio Báez Rodríguez