¿Por qué enseñar? – ¿Curiosidad o ideología?
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¿Por qué enseñar? – ¿Curiosidad o ideología?
La mañana del 11 de septiembre de 2001, los miembros del profesorado que se apilaban en la sala de estar del departamento de idiomas de una selecta universidad de Massachusetts dirigieron su frustración contra el presidente George W. Bush. Nos habíamos puesto frente al televisor de la pared arriba en el rincón. La CNN mostraba el momento en que un asistente susurraba al oído del presidente mientras éste leía un libro a un grupo de niños. Una profesora de francés levantó las manos hacia la pantalla: «¿Por qué elegimos a este imbécil?». Tras un breve silencio, un joven detrás de mí dejó escapar: «Claro, como Al Gore dijo que inventó el internet, también habrá inventado el terrorismo». La profesora se giró en busca de un rostro. Cuando nuestras miradas se cruzaron, no me pude contener el aire de las mejillas. Tenía todo el derecho a pensar que había sido yo. Los demás presentes también supusieron que sólo una persona podría haber dicho algo así.
En realidad, no era nada. William había venido de una universidad al otro lado del río Connecticut. Nadie le reconoció. Estaba por casualidad en el edificio ese día porque era demasiado tacaño para pagar la impresión de las cinco copias finales de su tesis doctoral sobre Hobbes. Tenía yo acceso a la impresora de mi departamento y me había apresurado a complacerle. Todos somos culpables de algo. Por favor. La tesis del hombre prescindía de encuadernación, y cinco copias de ella tenían que ser depositadas en la biblioteca de su universidad.
Ser descubierto como alguien con un sentido del humor vergonzoso en una sala de profesores no fue ninguna sorpresa para mi. Podría haber sido mucho peor. Podría haber sido descubierto como una persona que tiene amigos con un sentido del humor vergonzoso. La mayoría de nosotros estamos de acuerdo en que las personas que se relacionan a sabiendas con otras personas que tienen un sentido del humor vergonzoso son ellas mismas excepcionalmente vergonzosas. Ellos saben quiénes son. Nosotros sabemos quiénes son. Pero cada vez es más difícil encontrarlos, ¿no?
Apuesto a que fui testigo de los dos primeros chistes acuñados tras la explosión del Challenger el 28 de enero de 1986. Estaba el de que Sally Ride tenía ladillas (el parásito comparte su nombre con «cangrejo» en inglés y el cohete había acabado en el mar). Sí, muy feo. Para ser sincero, me lo contaron en cuestión de minutos. Luego estaba el salero derramado sobre la mesa y convertido en una columna de vapor con estelas más pequeñas que salían en espiral de la explosión. Pero algo así tenía que haber ocurrido en todas las universidades, ¿no?
Los días posteriores al 11-S fueron instructivos. ¿Cómo lo dijo David Letterman? ¿Tres mil personas tuvieron que morir por levantarse e ir a trabajar esa mañana? Recuerdo que pensé que había sido de mal gusto que el poeta chileno Ariel Dorfman nos recordara que el general Pinochet había tomado el poder en Santiago el 11 de septiembre de 1973. Pero yo era joven y mojigato. Todos hemos dicho algo raro en el momento menos oportuno, y nadie debería ser plenamente responsable de su política. Además, un golpe de estado y un atentado terrorista son lo suficientemente análogos como para merecer la comparación, sobre todo por parte de un poeta. Para empezar, ambos son actos muy selectivos de violencia política contra un estado-nación.
Más extraño que cualquier comentario o acto tras el 11-S fue el modo en que se formaron los grupos. Como brillantes bancos de peces que de repente se encuentran contra la superficie del océano, la mayoría nunca salió de las sombras. Pero pequeños grupos de personas giraban y se agitaban. Se reunían, marchaban por la ciudad con silbatos y cacerolas. Al principio, la verdad, no entendía por qué protestaban. Pronto lo aprendería.
Ciertas palabras o acciones eran pronto inaceptables, otras obligatorias. Mi reacción ante Dorfman podría haber sido compartida por otros, digamos, en un bar de Nueva York. En un campus universitario, no. Es plausible que todas las personas de la institución en la que yo trabajaba hubieran aceptado el comentario de Dorfman. Y esto no reflejaba nada peculiar del lugar. Esa proporción fue seguramente similar en las universidades de élite de todo el país.
Darme cuenta de eso me despertó de un estupor académico. Me había sumergido descaradamente en la poesía petrarquista española de principios del Renacimiento. El 11 de septiembre sentí un nuevo respeto por la opinión de que pocos campos son tan arcanos como el mío. Levanté la vista de las transcripciones modernas de poemas compuestos alrededor de 1533 y observé a un grupo de mujeres que formaba un círculo muy apretado, y luego todas asentían entre sí. Aquello era extraño. Sólo había conocido a gente que hiciera eso en la iglesia o en un partido de béisbol.
El miércoles, creo que era, se instó al profesorado a asistir a un almuerzo en el que se nos preguntó qué habíamos hecho en nuestras aulas el día anterior. La mayoría había cancelado sus clases, algunos guardaron un minuto de silencio, otros se sentaron en círculo, otros abrazaron a sus alumnos. Yo había estado enseñando El poema de mio Cid del siglo XIII, es decir, un texto apenas menos oscuro que un soneto de Garcilaso o Boscán. Todavía estábamos en las primeras semanas del curso, así que Rodrigo Díaz de Vivar acababa de acampar a las afueras de Burgos. Pero ya habíamos conocido a los mercaderes judíos Raquel y Vidas, y por eso habíamos hablado de la invasión musulmana del 711, e incluso habíamos empezado a sopesar algunas de las diferencias entre las tres grandes religiones de Iberia durante la plena edad media.
Mi clase, pues, había consistido en cambiar perspectivas. Cuando me tocó hablar en el almuerzo, utilicé la desafortunada frase «oportunidad de enseñanza». Mis alumnas se habían opuesto a la idea de que judíos, moros y cristianos fueran culturalmente distintos o estuvieran en grave desacuerdo entre sí en algún momento histórico. Al fin y al cabo, todos son monoteístas y adoran al mismo dios, más o menos. Sus textos sagrados cuentan las mismas historias. El Arcángel Gabriel visita a Mahoma y también al Cid. ¿Cuál es el problema? Tras el 11-S, las estudiantes estaban sombrías, pero ahora abiertas a reevaluar lo que creían saber la semana anterior. Quizá no nos reconocemos al instante como entes iguales que merecen el mismo nivel de respeto.
A la mayoría de los alumnos siempre les encanta el Poema de mío Cid. La historia es buena. La edición modernizada de Francisco López Estrada (Castalia / Odres Nuevos) es espectacular. El lector común encuentra pronto el ritmo y aprende que prestar atención a los detalles merece la pena. La mayoría se siente obligada a fingir indignación poscolonial por la Reconquista. Pero la epopeya castellana describe quizá dos décadas en una frontera que tiene más de mil años. Lo que los lectores quieran achacar al poema, al autor o al héroe se disuelve a menudo en anacronismos y malas interpretaciones. Mientras tanto, se sienten abrumados por un poema verdaderamente exótico. No es moderno. Habla de una época y de un pueblo muy distintos a los nuestros. Pero que los personajes, acontecimientos y autores del Poema de mío Cid sean difíciles de reconocer no significa que carezcan de significado o belleza.
No estoy seguro de cuánto de esta arenga real sobre literatura medieval di en el almuerzo del día después del 11-S. Varias veces me había sentido mal, así que miré al techo y me rasqué la cabeza. Recuerdo que estaba muy concentrado en mi té helado, mientras golpeaba y empujaba el mantel con el dedo índice. Cuando terminé, levanté la vista y vi a la gente con la boca abierta. Nuestras reacciones al 11-S estaban en proceso de convertirse en la prueba de fuego de una gran, pero también obligatoria, apelación a nuestra trascendente humanidad. Y yo era un pirata sudoroso en una sala llena de sacerdotes. Las distinciones y las categorías se desvanecían. Comparar naciones y religiones, por ejemplo, conllevaba más riesgo de lo habitual. Si bien es cierto que gran parte de la nación se unió en los días, semanas y meses posteriores al 11-S, nadie podía argumentar honestamente que esto ocurriera en los campus universitarios.
El miércoles por la tarde se celebró una asamblea. El alumnado, que yo calculaba en unos 2.800 estudiantes, y el profesorado, unos 250, se reunieron en el edificio de estilo neoclásico, que era más o menos la cara pública de la universidad. Sus pilares de color rojo oscuro fruncían el ceño sobre el primer semáforo de Elm Street. El rector subió al estrado. Sus palabras me parecieron demasiado agresivas, mal coordinadas creo: «¡Que caiga la vergüenza sobre cualquiera que piense que el islam tuvo algo que ver con lo que pasó ayer!».
Cierto tipo de fariseísmo, que no tiene cabida en un campus universitario, encuentra, no obstante, formas de entrometerse. Siempre hay una protesta o alguien repartiendo panfletos. Pero insistir en la conformidad desde un púlpito académico debería ser extraño. El 12 de septiembre de 2001, el azufre de Jonathan Edwards me parecía eso, extraño. Además, ¿no es la universidad un lugar donde la gente tiene pensamientos difíciles? Supuse que podía excusarme. Golpeé las rodillas de algunos compañeros de la tercera fila, pero logré subir por el pasillo y atravesar la puerta hacia el vestíbulo antes de que el discurso arrancara. Fuera, esperé a que mis ojos se adaptaran a la luz del sol. Esperaba que salieran tras de mí un puñado de estudiantes, quizá cinco o seis profesores. Me dispuse a contar para obtener una estadística útil. Siendo generoso, el uno por ciento (1%) de más de 3.000 personas significaría aproximadamente 30 individuos que no estaban dispuestos a someterse a la acusación de haber pensado algo.
Cero. Nadie. Dos crisis eran innegables tras el 11-S. Las estudiantes y el profesorado conocían a personas que habían muerto en las Torres Gemelas y la nación iba ahora a la guerra. Más allá de eso, nuestras instituciones de enseñanza superior no tenían forma de evaluar lo que nos había sucedido. Los gigantescos transportes C-5 de la base aérea de Andover sobrevolaron las semanas posteriores al 11 de septiembre. Por la noche formaban una brillante cadena de luces hacia el este. Los gruñidos de sus motores podían forzar conversaciones que empezaban en la calle hacia el interior. No estoy convencido de que nadie se diera cuenta.
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Eric Clifford Graf