Señora del mundo, de Juan Malpartida
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Señora del mundo, de Juan Malpartida
¿Qué es un libro? “Un libro es algo que hacen los hombres para responder al enigma insondable de la vida” (p. 98). El filósofo Gabriel Marcel distinguía entre problemas, que por su naturaleza se pueden resolver, y el misterio, que es irresoluble y del que acaso no podemos salir por mucho que avancen las ciencias. De ahí que la metáfora de la vida como un laberinto haya sido ampliamente aceptada en las artes (Piranesi, Escher) y las letras (Kafka, Borges).
Lo que describe y plantea aquí Juan Malpartida (Málaga, 1956) pertenece más bien al orden de la existencia y el misterio. Quizá con tiempo, suerte y prudencia se puede aprender a responder –pues se trata de un ejercicio de libertad y responsabilidad– a ello adoptando un estilo de vida adecuado ante la vida. Pero no es fácil, no, y el castillo de If es ineludible: ¿qué hubiera sido de mi vida si no hubiera decidido separarme de mi mujer y de mi familia? ¿Arrastraría este sentimiento de culpa e inconsistencia? ¿Tendría más o menos sentido la vida (y la de ellos, los miembros de la familia)?
“Dime la verdad, ¿vale la pena?” (p. 176), le pregunta un amigo, Heliodoro, y se repite el protagonista de la novela, alter ego y desdoblamiento de la conciencia del autor. Estamos ante una novela introspectiva y polifónica con desgarros líricos y cómicos que aborda temas universales como la separación, la culpa, la identidad, el poder de la imaginación y la ficción en medio de la deriva y el sin sentido de la existencia.
Según Milan Kundera, una novela lograda es aquella que arroja luz sobre algunas cuestiones sobre las que se interroga y que a todos, en tanto que humanos, nos conciernen en mayor o menor medida. En consonancia con Hermann Broch declara: “La novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral. El conocimiento es la única moral de la novela” (El arte de la novela). Señora del mundo (2020), que cierra el ciclo que se abrió con la novela La tarde a la deriva (2002) y se prolongó en Reloj de viento (2008), consigue ese difícil desafío. Si bien cada una se puede leer de manera independiente, como advierte el autor al final.
Compuesta de doce capítulos, y ambientada en torno al 11 de marzo de 2004, meses antes, Alonso Pi, decide separarse de su mujer, Lucila, después de veintitantos años de matrimonio y vida en común. La razón por la que lo hace no lo sabemos con certeza. Se diría que la novela procura indagar acerca de cuál es la verdadera causa y encontrar, quizá a través de la propia escritura, la cura. Pero los síntomas son evidentes: no se encuentra a sí mismo y vive como si estuviera muerto: “Uno ducha cada mañana al muerto, lo lava como se lava un cadáver sobre la bañera de disección, y luego lo peina, lo viste, le ajusta el nudo de la corbata y sale con él de casa, solo que cuando llega a la calle, es a él a quien saludan porque él, él mismo, ignora sobre quién vive” (pp. 13-14).
En la estela de Cervantes y Dostoievski, por mencionar a dos de los novelistas que mejor han alumbrado estas paradojas, la novela muestra las contradicciones con las que vivimos y de las que tal vez no podamos liberarnos por completo a riesgo de perder la cordura: el protagonista posee el vicio de fumar, pero solo mentalmente; se habla de hombres misóginos a los que sin embargo le gustan las mujeres; de “un hombre muy recto, pero que una vez a la semana se desmadra”. Todo ello lo hace el autor con sentido de la ironía y el humor, lo que le sirve para rebajar la gravedad y tensión de los temas que trata.
Como el personaje de la celebrada novela de Cervantes, el personaje se llama Alonso, pero en vez de Quijana o Quesada o Quijano –reveladora indefinición de la identidad moderna–, se apellida Pi. La comparación con el personaje de Cervantes, aunque osada, no es desacertada: como aquel, elige tomar una decisión que va a cambiar el rumbo de su vida y, en cierto modo, su identidad. No es fortuito, pues, que se hable de Alonso Quijano en algunos momentos de la novela (pp. 92, 242 y 243).
Esa atrevida decisión irreversible le llevará a experimentar vértigo y un recurrente sentimiento de culpa: “Creo que fueron los peores años de mi vida. Por un lado me sentía culpable ante mi mujer, porque sabía que la estaba dejando y obligándola a vivir una situación que muy probablemente ella, al menos en esos términos, no había deseado: al marcharme la convertía a ella en una mujer sola, a una edad difícil. Y por otro lado estaban mis hijos” (p. 190). No obstante, Alonso toma la difícil decisión, en parte por fidelidad a sí mismo, a lo más íntimo de sí, a su proyecto de vida; en parte por liberarse de una imagen de sí con la que acaso no se identifica ya y recuperar el deseo (que no debe entenderse como “la exaltación de la idea de juventud, esa superstición moderna” (p. 45) de la que nunca participó).
Otro de los temas sobre los que gira esta novela es la identidad: “¿Quién soy yo ahora?” (p. 118). Es sabido que no hay identidad sin los otros, pero los otros al mismo tiempo que nos ofrecen la condición de posibilidad de ser, nos pueden cohibir, coaccionar, abortar personalidades que pugnan por ser. ¿No surge a veces la amistad y el amor precisamente a la luz de alguien que ofrece cobijo a algunas de esas personalidades rechazadas socialmente?
Quizá el desamor también sobreviene cuando sentimos que el otro impide manifestarse a algunas de estas personalidades con las que nos identificamos: “Yo no quería seguir siendo el que era, y me pesaba la presencia de mi mujer en mí. (…) La presencia de mi mujer, tal como yo había ido cambiando, era como tener dentro un ser que ya no podía ser asimilado por el mío. (…) en muchas ocasiones un matrimonio es un trasplante del ser completo. Uno ya no es uno sino que es dos en uno mismo” (pp. 192-193).
De hecho, uno de esas personalidades de Alonso abortadas o casi por Lucila es el personaje Guillermo de Ventadour, que reaparece de manera significativa y decisiva en esta novela. Por su parte, Lucila ve a Alonso así: “Ya no sé quién eres, y lo que dices de mí, y lo que entreveo que piensas (pero ¿qué piensas en realidad?) me horroriza. Tú has desaparecido de mi vida, con tus novelas y tus asuntos de política, y yo me he convertido en un fantasma” (p. 210). Con la separación del ser amado, ¿no desaparece la imagen de sí que habitualmente identificamos con nuestro yo más verdadero?
De acuerdo con el género literario, es una novela polifónica. El anterior fragmento citado pertenece al capítulo IX, una carta de Lucila a Alonso, excelente e imprescindible ejercicio de comprensión: ponernos en el lugar de los otros. Desde el punto de vista del autor es una carta muy honesta, pues Alonso aparece como un ser bastante egoísta que no acepta la realidad o que posee otras ambiciones. En el capítulo X responde Alonso con otra carta. Por no adelantar la voz del narrador del último capítulo, donde lo imaginario y lo real se funden y confunden en concordancia con algunas reflexiones que se han anticipado a lo largo de la novela.
De este modo se suceden numerosos temas como las parejas, el amor, el enamoramiento, la imaginación, la literatura, reflexiones metaliterarias, las paradojas del tiempo, la comunicación, la política, la eutanasia… El capítulo VIII es un análisis y una valoración de la existencia de Alonso desde la perspectiva del budismo. Más adelante se critica el psicoanálisis como una mitología reduccionista: “¿Contarle que de alguna manera quise ser Javier Ventadour y quién sabe si Guillermo? Hubiera sido demasiado, ese hombre estaba dispuesto a sustituir los mitos por enfermedades, y llamar a la musa paranoia, en fin, qué fastidioso reduccionismo, para eso yo no hablo” (p. 236). Se nota, pues, la labor de crítico y periodista cultural ejercida durante décadas por Juan Malpartida.
Asimismo, entre los aspectos que más me han cautivado de esta novela subrayaría una serie de pasajes líricos y meditativos que congelan el tiempo en imágenes de la vida, a la manera de Octavio Paz o Francisco Umbral: “Un escritor recicla la experiencia en el cuenco sin fondo de las palabras. Todo lo dicho y por decir pasa por su ejercicio a favor del ecosistema, que consiste en llevar lo de aquí allá, en unir lo que, a fuerza del uso de las palabras, hemos dispersado. No, no es nada natural, pero responde a la vida de todos los días, a la naturaleza, a lo que llamamos cosmos. Por las palabras, tú y yo somos una pausa enigmática del universo, Lucila, y por ellas volvemos a él” (p. 227). Aquí se aprecia al poeta que reside en Juan Malpartida. A mi juicio estos pasajes, bien engarzados, constituyen algunos de los momentos más sublimes de esta novela, pero como decía Baudelaire, no se puede ser sublime sin interrupción, y por ello desciende posteriormente a la prosa de los días y las contingencias.
Escrita de forma limpia, con citas intertextuales que nos guiñan de manera cómplice y con un estilo claro y preciso, a lo largo de toda la novela se demuestra una aguda capacidad de introspección psicológica que les permitirá a los lectores ahondar en sí mismos y, por analogía, en los otros, nuestros iguales y diferentes. Recuerdo especialmente las acotaciones que acompañan los guiones de los diálogos del capítulo III. Hay momentos en los que se autocritica (pp. 92 y 179), pero con las máscaras de la ficción no sabemos a ciencia cierta distinguir los límites de lo real y lo imaginario.
Con el último capítulo da un inesperado giro final sugiriendo, entre otras cosas, que la identidad o, si se prefiere, en plural, las identidades, dependen del lenguaje, de la literatura, cuya etimología proviene de littera, letra, símbolo. Narrado por Javier Ventadour en este capítulo se lanzan inquietantes preguntas: ¿Quién es Alonso? ¿Quién escribe a través de Alonso, acaso lo inconsciente? ¿Quién es el autor de la novela?
Se retorna a las palabras con las que abre la novela: “Todo viaje que comienza lo ha hecho ya en otro lugar…” ¿Es “el pozo del pasado”, en términos de Thomas Mann, que condiciona, cuando no determina nuestra existencia, sin que nosotros sepamos qué caminos nos deparará? Se resalta una vez más la importancia de lo imaginario, como se había anticipado antes: “La mayor parte de nuestra vida es imaginaria” (p. 127). De nuevo resuenan los ecos de Alonso Quijano y tantos otros personajes: ¿qué sería de nosotros sin la imaginación?
Y del mismo modo que no hay yo sin los otros, ¿dónde queda la identidad del autor sin los lectores? El autor forja su identidad a través de las palabras –y de la recepción de los hipotéticos lectores–, pero a su vez las palabras dicen más y menos de lo que él quisiera, le revelan y al mismo tiempo le ocultan. Quizá por ello el escenario de las ficciones nos permiten desnudarnos y conocernos como posiblemente no nos atrevemos en eso que llamamos realidad.
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Sebastián Gámez Millán
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Nota
Juan Malpartida. Señora del mundo. Trea, Gijón, 2020. ISBN: 978-84-18105-25-8.
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