Sexualidad y fidelidad femenina en la poética lorquiana – María Jesús Pérez Ortiz

Sexualidad y fidelidad femenina en la poética lorquiana – María Jesús Pérez Ortiz

Sexualidad y fidelidad femenina en la poética lorquiana

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Sexualidad y fidelidad femenina en la poética lorquiana

García Lorca contempla a la sexualidad como una fuerza natural, en ocasiones, irrefrenable. Y siempre sin olvidar el fracaso de nuestra castidad. Hasta el varón más satisfecho después de la posesión de la hembra puede sentir un remordimiento que no es sino admiración por una criatura femenina que está rendida a su lado. Puede decirle: “¿Cómo a mí te entregaste, luz morena?,/¿por qué me diste llenos/de amor tu sexo de azucena/y el rumor de tus senos?”

Es aquí el mismo hombre el que recrimina a la mujer por haber entregado su virginidad. Es como una sensación de fracaso en la idea que tiene de la mujer española. Sólo un hombre español puede sentir esta sensación de dolor ante el fracaso del prójimo, aunque éste le haya proporcionado el más dulce de los goces.

Cuando, en cambio, buscamos a la hembra fácil, ya no invocamos a la naturaleza, ni a los santos, ni a los campanarios. Es entonces la idea del pecado relacionada con el Demonio la que nos va a dominar. Veamos una de estas peticiones paganas: “Además, Satanás me quiere mucho./ Fue compañero mío/ en un examen/de lujuria, y el pícaro/ buscará a Margarita/-me lo tiene ofrecido-/ sobre un fondo de viejos olivos,/ con dos trenzas de noche/ de estío,/ para que yo desgarre/ sus muslos limpios.”

Fijémonos que el poeta, para el sacrificio de la virginidad, aquí invoca al Demonio, pero sin perder el sentido mítico de este carácter de pureza.

Se puede contemplar a la mujer, desearla carnalmente, pero conscientes de que su feminidad y su instinto de maternidad van a quedar muy por encima del propio acto carnal. Éste no va más que a realzar estas características: “Como un incensario lleno de deseos,/ pasas en la tarde luminosa y clara,/ con la carne oscura de nardo marchito/ y el sexo potente sobre tu mirada. / La pasión hambrienta de besos de fuego/ y tu amor de madre, que sueñas lejanas/ visiones de cunas en ambientes quietos, / hilando en los labios lo azul de la nana. / Y como la Virgen, pudieras/ brotar de tus senos otra vía láctea. Te marchitarás como la magnolia,/ nadie besará tus muslos de brasa,/ nadie te fecunda, mártir andaluza.”

Lejos de pensar que esto pueda ser un verso lascivo ni incitatorio. Deseamos a la mujer. ¿Por qué no decirlo? Pero, a decir del poeta, españoleando. Incitando en ella el amor de madre, la lactancia, la canción de cuna y hasta la amenazamos si no responde a nuestros deseos, con el marchitamiento de su lozanía, con la infecundidad.
Y el poeta, en su íntimo respeto a la mujer, comprende su deseo sexual insatisfecho, pero conservando su honradez. Entonces, el deseo lo convierte, sencillamente, en tristeza:”Tristes mujeres del valle/ bajaban su sangre de hombre,/ tranquila de flor cortada,/ amarga de muslo joven.”

Será en otro caso-que nunca falta-la mujer casada, insatisfecha del varón egoísta y entregado a su trabajo o a mujeres fáciles. Así, en la “Casada infiel”, casi vivimos los prolegómenos del orgasmo: “En las últimas esquinas/ toqué sus pechos dormidos/ y se me abrieron de pronto/ como ramas de jacintos./ Sus muslos se me escapaban/ como peces sorprendidos, /la mitad llenos de lumbre,/ la mitad llenos de frío.”

No por repugnante, dejemos de oír al viejo lascivo, que pretende sorprender la inocencia de la muchacha: “Niña, deja que levante/ tu vestido para verte, / abre en mis dedos antiguos/ la rosa azul de tu vientre.”

Todavía existen pueblos en nuestro inigualable país en que la represión sexual se manifiesta en los lugares más insospechados. No salen las mujeres a la calle más que el domingo, recatadas y emperifolladas, a la misa mayor. Allí las deseamos: “Bajo el moisés del incienso, / adormecida, / ojos de toro te miraban. / Tu rosario llovía/ con ese traje de profunda seda. / No te muevas, Virginia, / de los negros melones de tus pechos/ el rumor de la misa.”

La irreverencia-por no decir profanación-, no nos haga creer en la inexistencia de tal deseo. Es otra de las realidades de contraste entre tantas bellezas que hemos descrito. El que se asuste es que no ha profundizado en el sentir popular, en sus virtudes y en sus defectos. De ellos, a partes iguales, se componen las gentes sencillas de nuestros pueblos perdidos por toda la geografía peninsular.

El puro acto sexual está descrito de la siguiente forma figurada: “Aquella noche corrí el mejor de los caminos/ montado en potra de nácar/ sin bridas y sin estribos.”

Y de esta faceta sexual vamos a elevarnos de nuevo estudiando otra virtud españolísima: la fidelidad en la mujer casada, o en la soltera que se prometió eternamente de muchacha a un novio olvidadizo.

Es perfecta la figura que Lorca nos describe en “La zapatera prodigiosa”: Mujer joven, inquieta y femenina al máximo. Casada a la fuerza con un viejo y a la vista de todos, ya que tiene que servir al público en un establecimiento. Es asediada por mozuelos y maduros y, sobre todo, por un antiguo novio, joven y apuesto. Cuando la insinuación de éste llega a ser peligrosa, lo rechaza con estas palabras de honda dignidad: “Hace cuatro meses que se fue mi marido y no cederé a nadie jamás, porque una mujer debe estarse en su sitio, como Dios manda. Decente fui y decente lo seré.”

¿Y qué decir del otro tipo femenino, de la solterona, ya vieja, que espera la imposible llegada desde hace veinte años de un novio que le prometió boda y ya está casado en América? Lo espera con la misma ilusión del primer año. Ni consejos, ni burlas, ni lástimas de todo el pueblo y de la familia la hacen perder el concepto de lo que es fidelidad a la palabra dada: “Tengo las raíces muy hondas, muy bien hincadas en mi sentimiento. Si no viera a la gente, me creería que hace una semana que se marchó. Yo espero como el primer día.”

Esta doña “Rosita, la soltera” nos resulta un tipo admirable. A las preguntas inquisitivas responde: “Ahora lo que me queda únicamente es mi dignidad. Lo que tengo por dentro lo guardo para mí sola.” Tiene penas, pero no las trasluce para no inquietar a los demás. La invitan a que salga a la calle a que se distraiga. Vieja ya y rica, con el novio que sabe casado, persiste con tozudez en su actitud: “Me he acostumbrado a vivir muchos años fuera de mí pensando en cosas que estaban muy lejos.” Vive en sus ensueños y ya no le interesa la cruda realidad. García Lorca dio a su obra otro nombre, “El leguaje de las flores”, porque doña Rosita tiene alma de poeta como su creador: “Alhambra, jazmín de pena/ donde la luna reposa.”

Ilusionada con su noviazgo al marcharse su prometido a América le reprocha: ” ¡Qué luto de ruiseñores/ dejas a mi juventud,/ pues, siendo norte y salud/ tu figura y tu presencia,/ rompes con tu cruel ausencia/ las cuerdas de mi laud!”
Promete esperarle siempre y le despide con estas palabras: “Yo ansío verte llegar/ una tarde por Granada,/ con toda la luz salada/ por la nostalgia del mar; /amarillo limonar, / jazminero desangrado/ por las piedras enredado/ impedirán tu camino,/ y nardos en remolino/ pondrán loco mi tejado/ ¿volverás?.

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María Jesús Pérez Ortiz

Categories: Crítica Literaria

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