«Y la ciudad se rinde»: breve muestra de poetas hispanos de Nueva York [Jacqueline Loweree, Carlos Aguasaco, Tomás Modesto Galán & Isaac Goldemberg] – Juan Luis Calbarro
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Y la ciudad se rinde: breve muestra de poetas hispanos de Nueva York [Jacqueline Loweree, Carlos Aguasaco, Tomás Modesto Galán & Isaac Goldemberg]
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Y la ciudad se rinde: breve muestra de poetas hispanos de Nueva York
Introducción
Casi sesenta millones de hispanohablantes otorgan a los Estados Unidos la condición de segundo país del mundo con mayor número de ellos, después de México, siendo el español la segunda lengua más hablada en el país y, en particular, en Nueva York, donde el 30 por ciento de la ciudadanía es de origen hispánico. Una cuestión, por tanto, meramente numérica, por no hablar del antecedente de una riquísima tradición literaria hispanoamericana en todos los países del continente, explica la existencia de un potente cuerpo literario en español tanto en la gran nación norteamericana como en la propia Gran Manzana.
No solamente existen: los poetas hispanos en Nueva York forman una parte muy activa del caleidoscópico y hasta bullicioso desarrollo de una ciudad que se caracteriza por asumir calurosamente toda manifestación de índole cultural. Se ha comentado con frecuencia que Nueva York cumple hoy el papel que antaño cumpliera París: en Nueva York los escritores hispanos encuentran un lugar de formación (es célebre y fecunda la maestría en escritura creativa de la New York University, pero es solo un ejemplo), un foro de intercambio de información y experiencias, un público dimensionado y facilidades para la comunicación. Han establecido allí redes de comunicación e institucionales que les permiten desenvolver su actividad con los mínimos apoyos que requiere la difusión de la poesía: desde instituciones como el Instituto Cervantes o la Hispanic Society of America hasta las universidades, entre las que destaca como polo aglutinador muy activo el Hostos Community College, pasando por asociaciones de escritores y sociedades sin ánimo de lucro como La Nacional, la más veterana institución española en los Estados Unidos (data de 1868) y por la que pasaron en su día Lorca, Dalí, Buñuel o Picasso, que hoy vive un momento de renovado dinamismo.
Los poetas neoyorquinos de origen hispano suelen reflejar en sus versos la contradictoria naturaleza de la ciudad que los acogió, que se manifiesta en una ya larga tradición temática en la literatura hispánica, desde José Martí a Dionisio Cañas, pasando por Rubén, Tablada, Juan Ramón, Lorca, Julia de Burgos, Nicolás Guillén, José Hierro, Ernesto Cardenal, Enrique Lihn, Eugenio Florit y tantos otros: por un lado, la de metrópoli del progreso y las oportunidades y, por otro, la de monstruo urbano hipertrofiado y deshumanizado en el que sobre todo lo demás prima la consecución de fines económicos. Los poetas que han encontrado su vida en la Gran Manzana no pueden evitar traducir una especie de disociación o extrañamiento desde la nostalgia de la patria de origen, desde la conciencia social y desde la voluntad de preservar una identidad que, afortunadamente, resulta compatible con el carácter integrador y plural de la vieja ciudad de los rascacielos, que se rinde de buen grado al español y sus poetas.
Quede aquí, de estos últimos, una mínima muestra a través de un arco generacional y geográfico que apenas da a entender la enorme riqueza de un panorama a veces no suficientemente reconocido.
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JACQUELINE LOWEREE (Ciudad Juárez, México, 1989) es antropóloga y socióloga y trabaja para fundaciones y empresas neoyorquinas del área de la sanidad pública en materia de impacto social, como investigadora, evaluadora y estratega. Autora de los volúmenes El tiempo de la mariposa (2019) y El suicidio del escorpión (2020), está a punto de publicar en España Canciones de una urraca. En sus versos afronta con valentía problemas de índole personal, como la bipolaridad o el suicidio, o de tipo social, como los feminicidios en su ciudad natal.
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LOS BIPOLARES
Los bipolares se la pasan bailando, solos a las 4 de la mañana recorriendo calles oscuras. Quienes los ven gozar los llaman locos por bailar a música que no escuchan.
Ellos no comprenden que los bipolares juegan en las selvas mientras ellos en sus jardines recortados beben té y de bombones se deleitan.
Los bipolares no comen, tampoco duermen, porque de palabras, caricias y miradas se alimentan.
Los bipolares en versos se pierden, recitando las incomprensibles filosofías, tropezándose con verdades a cada paso. Después también se convierten en una confluencia de artísticas sinfonías citando los acertijos de Aristóteles, los poemas de Neruda y las cartas de Van Gogh.
Son días verdaderamente poéticos porque sienten que la emoción, como el sudor, les brota por los poros, drogados con las endorfinas de sus mentes cautivas.
Abrumados viven combatiendo la avalancha de pensamientos que les aplasta en el peso de su hielo, sofocándolos. Justamente ahí es cuando empiezan a perder su vínculo con la realidad.
Después de ahí, los bipolares no se hacen responsables porque dejan de ser ellos.
Columpiándose en un péndulo polar oscilan de la dulce manía a la oscura melancolía bruscamente, y sin avisar, ya que todo lo que sube siempre tiene que bajar.
Pero los bipolares no bajan con cuidado. A los bipolares los empuja el viento y caen, golpeados, casi muertos. Navegan solos en la niebla a ciegas; confundidos, desorientados. Todo les corre más lento y andan por las calles llorando, moribundos casi paralizados en fotos de blanco y negro. Se atascan dentro de la interferencia de dos canales. Con tanto ruido los oídos se les aturden hasta que escuchan sólo sonidos amortiguados, distantes, reprimidos.
Todo, o quizá poco, lo llevan a cabo con más esfuerzo. Por eso los bipolares le pierden la esperanza a la vida.
Les desvanece el sentido. La fuerza resta vencida.
Los bipolares viven en el perpetuo miedo de ser felices. La felicidad los desgasta, los agota. Ellos deben de conformarse a lo gris y de la mediocridad tienen que sobrevivir, aunque el litio opaque sus sentidos y los deje huecos, insatisfechos, socavados fantasmeando en cuentos sin resolución hospedándose sin ningún anfitrión y acostándose, amándose sin culminación.
Los bipolares viven en el perpetuo miedo de crecer alas y volar, volar, volar hasta llegar al sol el que, en su calor, les derrite sus alas de cera arrojándolos, como a Ícaro lo dejó que muriera.
Ícaro, quien en su delirio vivió, pero como los bipolares, sufrió la consecuencia de llegar a ver al sol.
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LUGAR DEL DESASOSIEGO
Suena el canto de la campana,
reverbera sobre las mil y una lagunas
de una ciudad ajena, una ciudad pasajera.
Suena sobre la cima en un mirador,
donde el viento quema el rostro ardiente.
Suena por la plaza del abandono
donde la fuente llora y corre la cuenta
de lágrimas estancadas en el opaco de un azul,
en el vacío de un azul.
Nadie levanta la mirada, a ver.
Nadie para el oído, a escuchar.
Nadie abre el corazón, a sentir.
El hombre sentado en la banca
lee el periódico, la misma noticia, una y otra vez
para encontrarle sentido a sus días.
La mujer sobre el empedrado de color perla
pasea al perro, en el mismo sitio, una y otra vez
para restarle ahogamiento a sus días.
Los árboles deshojados por el tiempo
poco abundan entre los laberintos
tapizados de azulejo y pintados de color mostaza.
Su desnudez, el único rastro
de un invierno sonoro en puerto.
En este lugar del desasosiego,
basta ya del mes de enero en Lisboa,
basta ya del verso triste de Pessoa,
basta ya del fado afligido por el ahora,
basta ya de este viaje, este ahogo, este miedo
para quererte, para quererte
menos.
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2
CARLOS AGUASACO (Bogotá, Colombia, 1975) es profesor de Estudios Culturales Latinoamericanos en el City College of New York (CUNY). Ha publicado seis libros de poemas, entre ellos Poemas del metro de Nueva York (2014), Piedra del Guadalquivir (2017) y Un hombre pasa con su cuerpo al hombro (2019). Como académico, es autor del estudio ¡No contaban con mi astucia! México: parodia, nación y sujeto en la serie de El Chapulín Colorado (2014) y editor de varias antologías literarias y recopilaciones de estudios. Activista cultural incansable, dirige The Americas Poetry Festival of New York.
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DEL BUEN SENTIDO
De una tela de César Vallejo
Debo decirte, madre,
que existe un lugar en el mundo al que todos llaman Nueva York.
Un lugar alto y lejano y aún más alto,
más alto que la iglesia en el cerro de Monserrate y sus palomas sonámbulas,
más alto y lejano que el volcán en que pereció nuestra especie
y sus cenizas azules quemando nuestros rostros mestizos,
más lejano que yo mismo cuando fui a París a visitar a Vallejo,
más alto que Vallejo que ahora valleja a ras tierra.
Alto y lejano como yo, visto desde abajo,
cuando salto desnudo a nadar en el Hudson
y encuentro inmigrantes tratando de alcanzar la costa.
Sus cuerpos sin vida me llaman desde el fondo
y yo les hablo de ti, madre,
de la mariposa que se fue de tu vientre,
del día en que soñaste que yo era un enano.
Madre, este lugar en el mundo al que todos llaman Nueva York
no es París, pero tiene una dama francesa que le sonríe a Europa.
Al otro lado del teléfono, mi madre me desea primaveras,
y aquí florecen las margaritas de plástico y sonríen las chicas con tetas de goma.
Madre, no me ajustes el cuello para que empiece a nevar, sino para que cese de nevar,
déjame vagar por esta isla soberbia entre las luces del Show Business,
embriagarme a solas con tu ausencia, y comienza a vivir cansada de mí,
ausente de mí, vacía de mí, sorda de mí, ciega de mí, muda de mí, insomne de mí.
Bajo esta muralla de sombras,
yace un Titanic de granito y un niño que llora en los trenes subterráneos;
la madre de otro hombre lo despierta y se acuesta en su cama.
Nosotros, madre, somos de otro tiempo.
Nuestra piel es cuero de tambor y jamás perderemos el acento.
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CUMPLO AÑOS
La ciudad me llama.
Corro hacia ella, con los brazos abiertos,
vengo a crucificarme en sus esquinas,
a caer de rodillas en sus escaleras eléctricas,
a gritar mi nombre entre la multitud
que camina hacia su lugar de trabajo.
Espero que alguien me reconozca y se detenga
a preguntar por mis días en la infamia,
los años que he pasado entre trenes y aeropuertos,
entre hoteles de segunda y pensiones de barrio.
Grito mi nombre como quien escribe un mensaje en una botella
y lo arroja a la basura para reencontrarlo
como una etiqueta de cerveza importada.
Grito mi nombre y, con el puño en alto,
inicio una arenga a mí mismo.
¡continúa! ¡continúa!, me repito y me aplaudo.
Manhattan, amante entrada en los cuarenta, abollada y sucia,
Manhattan, halitosis de vodka y la promesa del placer,
pasa junto a mí y me hace un guiño.
Corro hacia ella con una botella en la mano.
Quiero amarla en todas sus esquinas,
decirle mi nombre al oído e intentar que no lo olvide,
escribir su nombre en una botella y lanzarla al Hudson,
dormir junto a ella y soñar que juego
en el patio donde mi abuela criaba sus gallinas,
soñar que amé mi ciudad natal,
mi pueblo escondido entre las piernas de Manhattan.
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ORACIÓN
Que la ciudad se rinda,
que la ciudad se rinda y hable mi lengua materna,
implora el inmigrante.
Y la ciudad se rinde y le habla la lengua de los brazos.
Trabaja –le dice.
Vine a Nueva York para consumirme,
arder como una bujía desde la punta de los dedos,
arar moviendo cajas, cultivar abriendo latas,
cazar animales salvajes en el supermercado,
construir mi choza en nueve metros cuadrados
y leer a Rimbaud en inglés.
Hay que ser absolutamente Neoyorquino
y olvidar que existe el tiempo libre.
Hay que ganar un dólar por minuto
y gastarlo al minuto siguiente.
Y pasan
el carro de supermercado que hala a una anciana hacia las cajas registradoras,
la goma que las chicas usan para templarse al pelo,
los pantalones con bolsillos en las rodillas,
las cadenas de oro, los zapatos tenis y las chaquetas
con las que algunos soportan la pobreza y los veranos intensos
y el inmigrante reciente que trata de masticar la lengua.
El que pierde un diente buscando trabajo.
El que pierde todos los dientes a causa del trabajo.
El que miente acerca de su status migratorio.
El que deja que le mientan y ahorra unos pennies.
La chica que deja a su novio troglodita y se enamora del Ciudadano.
El joven que traiciona a su mujer con la anciana del cuarto piso.
El que llama a su casa desde su casa.
El hijo que conoce a su padre por teléfono.
Vine a Nueva York para consumirme,
arder como una bujía desde la punta de los dedos
y sonreírle a este invierno que sopla,
gigante infinito que me persigue entre túneles.
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3
TOMÁS MODESTO GALÁN (Santo Domingo, República Dominicana, 1951) es poeta, narrador y ensayista. Ha sido profesor de español en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), en Pace University y en varios colleges de la City University of New York (CUNY). Su obra, de intenso contenido social, es un retablo barroco del Nueva York de los hispanos. Es autor de los poemarios Cenizas del viento (1983), Diario de caverna (1988), Subway. Vida subterránea y otras confesiones (2008), Amor en bicicleta y otros poemas (2014) y Odisea vital (2017), de las novelas Los cuentos de Mount Hope (1995) y Al margen del color (2014) y de la antología poética Góngora en motoconcho (2021). Es presidente de la Asociación de Escritores Dominicanos de los Estados Unidos (ASEDEU).
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SI GALOPARAN UÑAS SOBRE EL LOMO SANGRANTE,
mientras corremos sobre el corcel de esta orgía, una ciudad piadosa nos concibe, nos pare sobre la acera, rompe fuentes de alcohol para lavar las persianas de esta mañana en los talleres, libra perras batallas y nos deja arrastrando una jaula, una pecera vacía, una orquídea furiosa a la hora de un adiós novelado sin lanzar un strike, muda a sus televisores y descuelga sus cajas mortuorias para habitar una calle, tanto se deshace al tocarla, sueña deshacerse, grita desde el no lugar, aúlla como una cucaracha bilingüe, libre y soberana, dice ser ciudad y nos lleva en el tren de los silencios fraternos, en el limón desbocado, en las limas castradas beso sus pezuñas suaves, losas atrincheradas en el sueño, la montra grava sus monedas frías sobre los restos del antifreeze, lanza lodos para ahuyentar ratas aladas, rumia y corre para llegar a tiempo al Jamaica Center de esternón rodante, queda en ristre para iluminar una palabra sorda, la serpiente ciega entra en el mirador de los patios derogados por esta invasión de moscas limpias, su lastre transparente agita una triste pubertad, cargas y deshechos hicieron falta para terminar la semana de los siete condenados al reloj, dispuestos a llevar a treinta la esperanza de este orgasmo.
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SI LA CIUDAD LEYERA A MACHADO
o se acostara desnuda dialogando con Baudelaire, apagando los candelabros, mordiendo peras y rascando la pared vacía de preguntas que no tienen respuesta, tal vez vendrían los hijos ausentes, ninguna ciudad adolece de puterías más gloriosas ni de perrerías más augustas, solo de genitales sordos y conos que se dicen en voz alta, si pusiera flores sobre la mesa de los pájaros vendrían a morir más alas y menos pechugas, más ron y radios apagados para siempre, habría una noche dispuesta para desamparar los dardos que nunca dan sobre los senos de la ciudad ni el ombligo tendría piedad de los que piden una orgía ni de las piernas que se queman bajo las llaves de una estancia tuerta de ganas, aumentarían los gritos de los melancólicos de un dedo bravo, vendrían cuervos a espantar el sueño en el sillón, para tanto infierno no hace falta río ni quesos que se venguen de esperar el santo juego.
DE TODAS LAS CIUDADES VISITADAS
hay una dispuesta a enterrar los cuadernos con prisa académica y sin misterio, no hace falta bachata en el batey, merengue en el velorio o un reguetón parido de prisa en una bodega lapidaria y mucho menos un concierto de Tina Turner o una anécdota de ladrones veraniegos que se enfrían en otra ciudad o cadáveres que vuelven a deambular por Ámsterdam o sonreír desde una morgue del distrito azteca. Puede, y es posible que lo haga, ahogar un bolígrafo robado sin querer queriendo, perdonando el chiste y lamentando el gesto civilizado, pero allí solo leen suicidas perfumados a lo Gianni Versace, con caimanes rotos en la orilla de este lago, pero leen también prestamistas por el celo de sus cuentas, leen loros, vomitan un rosario para los que todavía tienen ojos para leer un testamento, manos para pesar el papel de hilo y acariciar una letra prestada sin ningún interés.
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ISAAC GOLDEMBERG (Chepén, Perú, 1945) ha publicado cuatro novelas, doce libros de poesía, dos de relatos y tres obras de teatro. Sus publicaciones más recientes son Philosophy and Other Fables (relatos, 2016), Remember the Scorpion (novela, 2015), Libro de reclamaciones (antología poética, 2018) y Sueño del insomnio/Dream of Insomnia (poesía, 2021). Su novela La vida a plazos de don Jacobo Lerner (1978), traducida a varios idiomas, fue incluida en 1995 entre las 25 mejores novelas peruanas de todos los tiempos, y en 2001 fue seleccionada como una de las 100 obras más importantes de la literatura judía mundial de los últimos 150 años. Ha sido docente en la New York University y en el Hostos College (CUNY), donde dirige el Instituto de Escritores Latinoamericanos y la revista internacional de cultura Hostos Review. Es, además, miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y profesor honorario de la Universidad Ricardo Palma, de Lima.
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UMBILICUS MUNDI
I. JERUSALÉN
De los sitios que conozco, ninguno concentra, como Jerusalén, tanto tiempo en tan poco espacio. La historia, allí, en vez de expandirse, se comprime. No busca nuevos escenarios sino los viejos ámbitos de siempre.
Santiago Kovadloff
La ruta de la noche de los seres que llegan,
la ruta del día de los seres idos,
el pasado borra.
Odio para el enemigo enemigo,
para el enemigo amigo,
los silencios del pasado y los del futuro,
nada se separa y nada se mezcla.
Los esclavos de la pluma entre el sollozo del perro,
las bienvenidas del aire,
los esclavos al descubierto en pleno desierto,
la sombra de la oscuridad o la vida,
en los ojos del lobo.
Héroes desconocidos de hazañas inútiles,
nada se llevan,
hombres que ruidosamente se quedan
en nuestros otros nosotros,
rota la cadena de aire y fuego,
el pasado todo lo borra.
En la desidia de anquilosar el imperio,
en las ciudades atestadas,
en las ausencias dulces,
un breve hilo nos sostuvo.
Abundaron saqueos de casas y palacios.
Faltó la paz.
De dos o tres letras o sólo de la Alef
pensamos al imperio en su destrucción.
II. CUSCO
Caminé frente al muro, piedra tras piedra…Toqué las piedras con mis manos; seguí la línea ondulante, imprevisible, como la de los ríos, en que se juntan los bloques de roca … en el silencio, el muro parecía vivo, sobre la palma de mis manos llameaba la juntura de las piedras que había tocado.
José María Arguedas
Trepanadores de cráneos en el espacio.
De hombres que hacían la paz y devolvían los reinos
y vivían rezando y suplicando,
los pies cerrados, cerrados los cerebros,
de hombres que no tenían los labios cerrados,
nos parecía alentador su silencio.
El olvido recobra sus huecos de placer,
carecemos de la voluntad de soñar
y callamos en el espacio privado.
Conservamos el fuego apagado,
hemos rechazado preservar el imperio,
sus cuerpos y sus ahogos.
Hemos rechazado el espíritu de los que no sueñan.
El imperio se sosiega
en el paso de pocos segundos.
Mentes cabizbajas para la escritura de la historia,
ese sol brillante,
preservar el imperio,
más cerca del impermeable tiempo,
y más cerca del agua.
Viejos de pie con sus máscaras sombreadas,
quitaban al dios,
desde la lúcida inteligencia,
donde permaneciera la brevedad podrida de la tierra,
y una muchedumbre de pequeños descensos,
buscaba traducir la ley del imperio.
III. NUEVA YORK
Nueva York era un espacio inacabable, un laberinto de pasos interminables, y no importa cuán lejos caminase, no importa cuán bien llegase a conocer sus barrios y sus calles, siempre lo dejaba con la sensación de estar perdido. Perdido no solo en la ciudad, sino también en sí mismo.
Paul Auster
Sin la firmeza de la tierra,
esos espacios sólidos de las noches
que quedaban con la nuca al aire,
eran los días para preservar.
Hombres se tapaban los ojos para no mirar
el comienzo del breve tiempo,
el tímido ascenso,
rojos y desnudos bailaban en las cavernas.
Y todo desunido por una tijera ritual.
Sus cercanos silencios de inmovilidad,
el calor impedía sobre la flor.
Y a la luz se cerraban las ventanas de la selva,
se encogía y se agachaba el miedo,
antes de tantas noches de un mundo conocido
como negra profecía cayó el animal moribundo.
En la superficie se descartaba la maldición
de andar sobre aires terribles siempre hollados.
Y ahí estaban las piedras, siempre las mismas,
como músculos afeando las ramas terrestres.
Hombres y mujeres carecían de la voluntad de soñar
y gemían en el espacio privado.
No había nadie que hiciera la paz
y devolviera los reinos,
nadie que recobrara los huecos del placer,
sólo hombres que conservaban el fuego apagado,
los saqueadores sin propósito.
Sin la firmeza de la tierra,
el futuro todo lo borra.
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Juan Luis Calbarro
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