Breve encuentro
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Edward Hopper – Automat [1927 – Des Moines Art Center, Des Moines, Iowa – U.S.A.]
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Recuerdo la intensa brevedad de los encuentros, brevedad motivada por mi teatral refugio: un cuarto pequeño en un edificio discreto, un diván tapizado en rojo sangre. Me expuse a su seducción suave, de distantes ademanes, animada por la voluntad y el deseo de conocerle, de contemplarle. Recuerdo también haberme guiado por las entrecortadas indicaciones que se esparcían en los corrillos de costura. Por ello fue que mi cintura se apretó en un corpiño dorado y ceñido, y mis piernas, agradablemente acaloradas, se escondieron en gruesas medias negras. Jamás gocé de larga ni espesa melena. Los cabellos que la cuidadosa mano de mi doncella dispuso dieron a mi cabeza un aspecto de frondosidad natural. Caían en rizos oscuros a cubrir mis hombros, y hasta mis senos cuando estuvieran desnudos. A mis ojos verdes puse ligerísimas motas de color y engranaté con violencia mis labios carnosos. Brazos y manos largamente cubiertos por unos guantes. Los pies abandonados en calzado plateado. Así ataviada recuerdo haberle visto la primera vez. Antes de la medianoche, escasos minutos después de las campanadas del último cuarto de aquel día fervoroso y desesperante, sin la ayuda de la luna o del fragor de una batalla galante llegó, solo y gallardo el varón de muslos hermosos y cabellos lacios. Puso sus botas negras sobre el suelo de mi terraza. De él me abordó, antes que su aliento, su perfume envuelto en un aura de exquisitez que, como una mística consagración, le rodeaba. El vaivén que sintieron los corazones en la fijeza insistente de las miradas me trajo un ráfaga de armoniosas insinuaciones por las que quise devolver una petición curiosa a través del viento. Me habló en imágenes, alegorías y ensueños de la belleza nunca vista en el rostro jamás observado. Acariciaba mis ropas y el tiempo volaba con rapidez hacia una pronta madrugada. Se marchó al amanecer, ágil y bravo, huyendo.
Desconcertada frente a una segunda cita, aún sorprendida por los vagos devaneos del primer encuentro, cedí a la mediocre pasión del disfraz y alteré mi atuendo. En el cambio me torné como dulce y retenida, ligera y ardiente. Lo que más a una virgen parecerme pudiera. Había desoído, por lo que juzgué un fracaso, las voces que anunciaban consejos de incitación provocante, de desnudo deseo. Y entonces sus palabras corrieron como ríos frescos en la primavera por el cauce de mis hombros y mi cuello. E invadió mi piel, y me besó, y respondí a sus besos. Hincaba las rodillas en el blanco mármol del suelo. La capa desprendida, la camisa abierta y su expresión entre la insistencia del amor y el extravío del deseo. Aquella noche de intensidad breve y placentera me dejó no tan pronto, pero sí tan casta como desde un principio me creyera. Recuerdo mi fugaz extrañeza, ínfima ante la terrible falta que me descubriera la aventura de su presencia. Y en el tercero, no sabía yo que último, de los encuentros no murieron mis esperanzas de ensuciar mi falsa pureza. Tal era el desafío de sus palabras, de sus labios, de sus caricias, de los entretenimientos tortuosos a los que sometía mis miembros con sus miembros, que decayó el afán arriesgado, la necesidad sin calma y sosiego. Pasé, como en una nebulosa transportada, a un sueño que no era ni paraíso ni infierno. A un limbo de la sensación sin pensamiento, inexpresable, y aunque artificioso, austero. Puritano y austero. Buscó mi cintura, la curva de mis muslos y mis caderas, recorriéndome con persistencia agotadora en su habilidad variada, irreconocible, compleja. Como por azar, la visión repentina de algo nuevo. Me envolvió la lluvia, el aire, el viento, la luz, el cielo y una profunda confusión, un enervamiento creciente que me tensaba para desaparecer hasta dejarme sin señal o sin recuerdo, pero marcándome con fuerza, indicando un señuelo. Ajeno a mí y dominado por los sucesos del tiempo hubo de levantarse, decir adiós y, tras embozarse en la capa, otra vez marchó, huyendo. El último beso fue largo, muy largo.
En vano esperé en mi fingida habitación con mi ficticio aspecto. Ya su noticia había llegado a otros lugares desde los que los comentarios, como siempre, se nutrían de recomendaciones, de estratagemas con las que atraer y distraer al ídolo, a aquel hombre por todas deseado. Comencé a olvidar, pero dejó tras de sí la fiebre del amor descontento y solicité amantes, y los amé hasta perder el aliento. Los hubo numerosos y diferentes. De casi todos ellos las desnudeces eran tan iguales como variedades había en los primeros encuentros. Mas aún y sin embargo permanece vacío el hueco que su quehacer entrecortado e inusual abrió. Y así le recuerdo, ya no por su gallardía o por sus gestos, sino por ese hondo pozo negro de insatisfacción prohibida que me dio a conocer en su limitación repleta, me parece ahora, de recargamientos. La que quiso ser burlona hazaña para mi entretenimiento se revela truncada en su fin, y le recuerdo, sí, pero porque me olvidó ansiando y me hizo gozar hiriendo.
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Dolores Alcántara Madrid
[1985]