Cartas a mamá [Relato]
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Cartas a mamá
Las cartas estaban colocadas por orden de fechas. ¡Qué regularidad! Todas escritas el 2 de febrero, día del cumpleaños de mi madre. Qué regularidad, pero también qué desorden de cariño, que solo florecía de año en año.
Una letra inclinada, precisa. Un remite contundente: Octavio Pandero, 423 Avenida Coronel Maduga México D.F. México. Eran cartas de mi padre. Veinte cartas, el mismo número que los años transcurridos desde su desaparición repentina.
Ante tanta acumulación epistolar mi hermano desapareció como hecho humo. ¿Cómo era posible esa puesta en escena si no se había ocupado de ellos ni un solo día?
–Quédate con las cartas. No me interesa lo que puedan decir –me dijo.
Yo sí estaba interesada y bien que me ocupé de leerlas cuidadosamente.
En la primera detallaba el viaje a Veracruz desde Galicia, la travesía en barco, el bullir del puerto. Luego entraba en pormenores de su acomodo en casa de unos amigos y sus inicios en una modesta tienda de telas al detalle. La quería mucho, la besaba con amor en el día de su cumpleaños, en el que hubiese deseado estar a su lado y mandaba cariñosos abrazos para sus hijos queridos, a los que adoraba.
El tema se repetía en las tres cartas siguientes. Los quería, los adoraba y estaban siempre en su pensamiento. Él estaba prosperando a base de sacrificios y muchas horas de trabajo, durmiendo en el cuartucho húmedo de la trastienda, donde se oía correr los grifos de la vecindad y las ratas propias. Ya era encargado del negocio y esperaba establecerse por su cuenta con los dineros no gastados.
Me paré a pensar lo fácil que hubiera sido escribir una sola carta a esos dos niños que escuchaban mudos de anhelo las noticias que mandaba a través de su madre. En esa época yo tenía nueve años y mi hermano once, los suficientes para establecer un contacto directo con su padre.
¡Ni que lo hubiera adivinado! Allí estaba. Un sobre dirigido a mi nombre. Lo abrí con una excitación nerviosa que no me dejaba desplegar la carta. Mi padre había recibido mi foto de primera comunión. Se lamentaba no haber podido acompañarme. Estaba preciosa, como mi madre, que posaba a mi lado. Me quería con locura. ¿Por qué no me la dio mamá? Había otra para mi madre.
Por fin había abierto negocio a su nombre. Era propietario de una tienda de textiles y perfumería en un barrio de la parte vieja, muy frecuentado por señoras en tardes de compras. Tenía buenos precios, material importado de España y presumía de tener la caja funcionando a todas horas. Mandaba una nueva dirección. Vivía en la planta de arriba, donde había alquilado un piso modesto. Y claro está, nos quería muchísimo y esperaba estar pronto con nosotros. Ni una palabra de mandarnos dinero para reunirnos con él. El negocio todavía no daba para tanto.
Mi madre, mi querida mamá, sacando adelante la casa y los hijos con la renta de la casa del pueblo y el dinero que mi padre decía que mandaba por giro postal y que ella agradecía en cada bendición de mesa. Se había ido igual que vivió, abrumada por el silencio, la responsabilidad y el tedio. Y siempre con una sonrisa.
Luego estaban las cartas en las que se empezaba a hablar de enfermedades, de dolencias, en las que se esperaba que al recibo de la presente se sintiera mejor de las las jaquecas o de las digestiones con flato. Los hijos se iban haciendo grandes y él tenía la pena de no verlos crecer. Menos mal que ella le contaba todos los pormenores para que pudiera seguir el curso de sus estudios, de sus escapadas o sus primeros amores.
Al año siguiente llegó la carta del estruendoso éxito de los grandes almacenes que se acababan de inaugurar en el centro de la ciudad. Ahora sí que podría volver con una fortuna amasada. Y costear la construcción en su aldea gallega de la escuela y el lavadero, como todo buen indiano rico. Y mandar hacer una casona de piedra con su palmera en el jardín.
¡Pobre mamá! Con que amor revisaba los diarios de la ciudad de Méjico que le prestaba el gerente del Casino cuando ya todos los socios lo habían leído. Pensaba que en cualquier momento aparecería la foto de su marido junto a personas importantes en el Centro Gallego de aquella ciudad tan grande y populosa.
Y, como si fuera una premonición, la última carta venía dirigida a mi madre por la Junta Directiva del Centro Gallego.
Sin saber por qué, una bocanada de serenidad me inundaba con cada carta de mi padre. Fue justamente la sensación de estar olisqueando un tufillo doméstico lo que me hizo fijarme en los detalles de aquel recorte de periódico que también venía dentro del sobre, extraído de la página de óbitos y panegíricos.
Recordaba haber oído en el pueblo una frase que ahora se reinventaba en mi memoria: “Si no hay foto, no hay muerto”. Era una costumbre en los países de América. Hacían una fotografía al difunto y la enviaban a los familiares para certificar el suceso. Era más valioso que cualquier papel oficial o verificación. Allí estaba mi padre acicalado, con pelo reluciente de brillantina, mejillas coloreadas, traje oscuro, chaleco, cuello duro y corbatín, puesto el ataúd de pie, formando parte de un cuadro familiar cotidiano. A un lado, sentada, una mujer voluminosa con aire de matrona y al otro lado dos niños con mofletes como melocotones. Y el pie de la fotografía no podía ser más explícito. El ilustre español afincado en nuestra ciudad, D. Octavio Pandero murió de apoplejía el pasado día 9 de septiembre del corriente año de 1920. Su condolida esposa, Dª Elisenda Morón, hija del conocido hacendado mexicano, D. Melquíades Morón y sus dos hijos varones completan la escena familiar en un último adiós al que tanto amaron en vida. Sí, esa era la última carta, la de las condolencias. Coincidía con el tiempo en que mi madre tomó el destartalado rumbo de la desmemoria.
La imaginaba con el nombre de mi padre enredado entre los dientes, como no atreviéndose a dejar que saliera pronunciado, cuando todavía calibraba el alcance de las palabras. ¿Por qué adornó su muerte? Quizás, a la vista de la fotografía, no quedara tan sorprendida por esa forma de burlar a la parca. Tal vez no quería que mi padre fuera un muerto más en el limbo de los no recordados. O solo fue un quiebro al futuro soñado. Admitió la lejanía como el puente imposible de ser cruzado, antes que admitir su fracaso y el desapego de su marido.
Un mundo de fantasía se me apareció como un libro rezumando historias con sabor a pasado. En la portada estaba mi madre, escribiendo, rodeada de nubes vaporosas en medio de un ataque de imaginación. En el interior, la simulación se regodeaba de su propio atrevimiento, cada vez más ampulosa, más patética, hasta llegar al punto culminante en que la muerte le ganó la partida.
¿Cómo no se me ocurrió comprobar el matasellos? Mamá nos leía las cartas pero nunca nos las dejaba tocar. Solo mirar el remite. ¿Y los sellos? ¿Tendrían algo que ver con la colección de sellos del abuelo que guardaba en el desván?
¿De modo que mi padre hizo fortuna? No me siento capaz de desentrañar tanta patraña a la vista de mi hermano que, a buen seguro, empezaría una guerra a muerte para pelear por la posible herencia. Mi madre no lo hizo. Cuando las leyes se tuercen, se amoldan, se dejan dormitar cubiertas por el manto del olvido y el dinero, de nada sirve invocarlas. Fabuladora mamá, que se regaló cartas durante veinte años en un acto de total generosidad hacia sí misma.
Por mi parte, decidí que los nombres de mis padres permanecerían vivos en el altar florido de las leyendas familiares porque el respeto a la muerte nos protege del mundo de los vivos. Puede que sea una postura extravagante, quizás, pero tiene un no sé qué de imagen redentora que me consuela.
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Rosario Martínez